La esperanza, antídoto contra los orcos
Una de las causas probables por las que las obras de arte son sustituidas socialmente por otros objetos o acciones que fingen serlo, pero no lo son, es que las primeras están habitadas por la esperanza y las segundas comercian con el optimismo, la moneda falsa de la esperanza. Diríamos tal vez que resulta incluso más sencillo custodiar la esperanza revestida de pesimismo.
Para Ernst Bloch, el otro nombre de la esperanza era el de la utopía. En 1918, publicó precisamente Geist der Utopie (Espíritu de la utopía); allí se le atribuía a la música el privilegio de deparar una reconciliación anticipada. Pero después, hacia mediados de la década de 1950, salieron los tres volúmenes, en la edición alemana, de Das Prinzip Hoffnung (El principio esperanza). Más que de una corrección, estaríamos en presencia de un relevo.
Como escribió José Emilio Burucúa, "el gran género de la utopía, creado a partir de la inversión temporal de la edad de oro, que se trasladó de la admiración por el pasado concluido hacia la construcción expectante del futuro, ha sido la formulación secularizada de la esperanza desde el siglo XVI en adelante". Pero, con todo, la esperanza, tras su secularización, no perdió los fueros, mientras que la utopía, tal como llegó a ser entendida y ejecutada, promete más bien los orcos políticos que sufrimos en carne propia.
Das Prinzip Hoffnung, que encierra a su modo su propia teoría estética, formula en la primera línea dos preguntas que tocan el corazón del problema: "¿Qué esperamos? ¿Qué nos espera?" La esperanza acontece, podríamos presumir, cuando la respuesta a cada una de esas preguntas es la misma. Salvo que esa respuesta persiste indefinidamente aplazada. El arte logra ponerla en forma, sin responderla. Es lo que Bloch llama un noch-nicht, un todavía no. Este noch-nicht es un nombre para la esperanza mucho más preciso que el de utopía. Aun a pesar de su insufrible lastre marxista, Bloch -igual que por su lado Max Horkheimer, puntal de la Escuela de Frankfurt- intuyó el fraude materialista del paraíso en la Tierra y buscó en el arte una significación mesiánica.
La obra de arte no responde, decíamos, esas dos preguntas, pero ella misma es la repuesta. Aun cuando lo representado (lo contado, lo insinuado) sea catastrófico (y el mero de hecho de que la obra pudiera reducirse a esta definición terminaría invalidándola), su propia existencia es manifestación de esperanza. A propósito de otra cuestión, otro filósofo, Hans-Georg Gadamer, observó que "en la obra de arte no solo se remite a algo, sino que en ella está propiamente aquello a lo que se remite". Eso mismo ocurre con la esperanza en la obra.
"El hoy y el ayer difieren", anotaba Horkheimer en un apunte de la década de 1960. "En el siglo XVIII, la literatura servía a un mundo que podía mejorar; hoy en día cualquier modificación que aun cabe esperar apunta hacia una mayor desintegración". El suyo, como el nuestro y como el de casi todos, fue un tiempo de desintegración. Claro que esta desintegración no sería la última palabra, pero la siguiente, una vez más y como el propio Horkheimer sospechaba, no admite ser pronunciada ni representada. Además, allí donde Horkheimer dice "literatura" nosotros podríamos usar, sin más, "arte". Lo dijeron mucho mejor unos versos de Emily Dickinson, que por lo demás le gustan bastante a Burucúa. "Esperanza es la cosa con plumas / que se posa en el alma, / canta la melodía sin palabras / y nunca se detiene. // Muy dulce se la oye, en el vendaval,/ e irritada ha de estar la tormenta / que pueda avergonzar al ave pequeña / que a tantos dio calor. // La oí en la tierra más fría / y en el más extraño de los mares, / pero jamás, en ningún extremo, / de mí pidió siquiera una migaja".
Esa tune without the words define por igual a la obra y aquello a lo que la obra remite. O bien, según Bloch, "la felicidad, pero como algo inalcanzado, es la estrella, pero en la lejanía".