El peligro de una Argentina que solo mira “su quintita”
¿Parte de la sociedad está dispuesta a cultivar la apatía? Una imagen parcial en un bingo puede ser interpretada en un contexto más amplio: el de la indiferencia ante los insultos y exabruptos del poder
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La foto es lúgubre y perturbadora: muestra a una mujer muerta, en un bingo de Mar del Plata, tapada en el suelo con una sábana blanca, a la espera de que una ambulancia llegue a retirar el cuerpo. Alrededor, el juego continúa. Al menos cuatro personas siguen apostando en las máquinas tragamonedas como si no hubiera pasado nada. La tragedia, que se desencadenó en forma súbita y por causas naturales, no fue suficiente para suspender la actividad del bingo ni siquiera por unas horas. Cada uno siguió en lo suyo: la desgracia era de otro. Por supuesto que es una escena aislada, que quizá tenga alguna explicación parcial en las particularidades de una actividad que suele generar una adicción conocida como ludopatía. Sería injusto y temerario sacar conclusiones generales. Pero ¿no es también el testimonio de una época?; ¿no es un síntoma o una metáfora de una sociedad tentada de mirar hacia otro lado?; ¿no muestra un germen de indiferencia y apatía que también se nota en otros planos de la vida pública?
La imagen registra algo que pocas veces puede captar una cámara: la ausencia de compasión humana. Pero también muestra la falta de reacción frente a lo que sucede alrededor. Muestra a un grupo de personas encapsulado en su propia suerte; aislado, de alguna forma, en su propio metro cuadrado. Tal vez haga falta, para entender esa foto, analizarla en un contexto más amplio. Y apenas intentemos ese ejercicio veremos una sociedad cada vez más desentendida de la política, un dato que se refleja, de hecho, en los bajos niveles de participación que se han registrado hasta ahora en las recientes elecciones en cuatro provincias. Veremos, también, a una sociedad dispuesta, en buena medida, a hacer la “vista gorda” frente a la intolerancia del poder a cambio de que la economía mejore; una sociedad que también luce anestesiada frente a los atropellos, los exabruptos y las desmesuras del activismo libertario.
Los apostadores que siguen su juego alrededor de la muerte podrían representar, en un plano simbólico, a aquellos que hacen silencio y miran hacia otro lado frente a los agravios, los insultos y los llamados al odio desde la cúspide gubernamental. “No dije nada, porque no era a mí a quien llamaban a odiar”, diría aquel poema que escribió el pastor alemán Martin Niemöller y que se suele atribuir a Bertolt Brecht.
No es la primera vez que una parte significativa de la sociedad argentina decide mirar para otro lado y advierte, cuando ya es tarde, el costo de su propia indiferencia. Sin remontarnos a tiempos más lejanos, la corrupción que ha carcomido a varios gobiernos democráticos pudo avanzar por esa mezcla de minimización, naturalización y apatía que suele impregnar, en determinados momentos, el tono general de la opinión pública. Ya nos había ocurrido en tiempos más oscuros y más trágicos de la historia contemporánea. Otras catástrofes han ocurrido alrededor de nosotros sin que provocaran una reacción: la debacle del sistema educativo, el virtual colapso de la salud pública y la degradación de la Justicia, por ejemplo, son fenómenos a los que hemos asistido con impotencia, pero también con resignación y hasta cierto desinterés.
¿Qué puede hacer el simple ciudadano frente a situaciones que lo exceden?, podría preguntarse con razón. Pero el reproche por la falta de reacción tal vez deba dirigirse a sectores que tienen representatividad social, tienen “espaldas”, son gravitantes, y sin embargo se refugian en el silencio y se levantan de hombros frente a desviaciones que conviven, es cierto, con logros materiales y objetivos que ha tenido este gobierno y que son reconocidos de buena fe. ¿Podría avanzar el discurso del odio si jueces de todo el país, por ejemplo, o los líderes religiosos, o las academias y asociaciones empresarias se expresaran públicamente en contra de la intolerancia y de los insultos del poder? Las actitudes acomodaticias y oportunistas suelen debilitar el prestigio, la credibilidad y la influencia de muchas instituciones.

Hay entidades, incluso, que han ido más allá de la apatía y han avalado, con obsecuencia, ataques incalificables desde la presidencia contra periodistas a los que les han atribuido afirmaciones que nunca hicieron. La DAIA, por ejemplo, actuó de esa manera al avalar una infundada denuncia gubernamental contra Carlos Pagni, el periodista más prestigioso de la Argentina según la última encuesta de Poliarquía entre líderes nacionales.
Hay que registrar una muletilla que hoy se escucha todo el tiempo en la jerga coloquial: “fingir demencia”. El lenguaje siempre refleja de alguna forma el temperamento y el clima de una época. ¿Hay un sector de la sociedad dispuesto a “fingir demencia” frente a los atropellos del poder?
Es natural, y además es sano, que juzguemos a un gobierno por los resultados de la gestión económica. En un país que había extraviado todo parámetro de estabilidad, había perdido definitivamente el valor de la moneda y se había acostumbrado a vivir entre el déficit y la inflación, la perspectiva de un horizonte más racional y previsible despierta una justificada esperanza y un alivio saludable. Si a eso se agrega la evidente recuperación de la noción de orden público, el saneamiento de un Estado que había sido colonizado por la militancia rentada y el levantamiento de una maraña de regulaciones que asfixiaban a muchas actividades, hasta podría entenderse cierto entusiasmo con la situación actual. Pero siempre volvemos sobre la misma pregunta: ¿esos logros deben hacerse a expensas del pluralismo, de la tolerancia, de la higiene institucional y de las mínimas normas de convivencia?
Hay núcleos dirigenciales que tienen la posibilidad y la obligación de evaluar las cosas con perspectiva de largo plazo y con mayor sofisticación: ¿no se advierte que el deterioro institucional y la pérdida de civilización política terminarán afectando las chances de un crecimiento sostenido?; ¿no espantan a los inversores el griterío desaforado y las rupturas altisonantes entre el Gobierno y sus aliados naturales?; ¿no asustan las oscuras artimañas que asoman detrás de la caída de ficha limpia?; ¿no desalienta a los capitales de riesgo un discurso oficial que incorpora con alevosía la violencia retórica contra sectores de la sociedad civil?; ¿quién pierde cuando se reemplazan las conferencias de prensa por las “misas” del Gordo Dan: la prensa o la sociedad?; ¿quién se debilita cuando se ataca al periodismo independiente: los medios o el ciudadano?

El poder les dice a los periodistas “no mientan y nadie los va a atacar”. Se reserva la atribución absoluta de establecer quién miente y quién dice “la verdad”. Todo remite a razonamientos peligrosos, como aquel que decía “no te metas, y no te va a pasar nada”. Se crea así una atmósfera de temor e intimidación que tendemos a naturalizar. Al que se aparta un milímetro del libreto oficial le cae un rayo fulminante de descalificaciones, agravios, imputaciones falsas y bullying desde el Estado. Se naturalizan hasta el mal gusto más abyecto y la lisa y llana crueldad, como cuando un vocero libertario, legitimado por el Presidente, “celebra” la muerte del expresidente uruguayo José Mujica: “uno menos”, tuiteó el inefable Gordo Dan. Ni una voz del Gobierno ni de las instituciones se alzó para decir “así no”. En el informe que haga la embajada uruguaya sobre este penoso exabrupto, será inevitable consignar la simbiosis entre Dan y Milei.

La Argentina parece retroceder hoy a los tiempos de las “anteojeras”, como si solo importara “mi quintita”, que a mí no me afecte. No es algo que no hayamos conocido antes: ya pasó durante los primeros años del kirchnerismo. Es una especie de individualismo tóxico, que nada tiene que ver con la iniciativa individual en un contexto de contrato social que preconiza el liberalismo, sino que expresa esa pequeñez miserable, pero a la vez humana: mientras a mí no me toque en forma directa, los demás que se las arreglen. Después de todo, como a mí no me pasa, no es tan grave. Se observa en sectores dirigenciales, pero también en la base de la sociedad. Eso es lo que muestra, en un recorte parcial, la foto del bingo de Mar del Plata.
Hay otras fotos, por supuesto, que contrastan con ese paisaje. Es cierto que gran parte de la ciudadanía reacciona con empatía y espíritu solidario frente a desgracias ajenas. Lo hemos visto hace muy poco ante la tragedia de Bahía Blanca, que movilizó una impresionante ayuda desde todo el país. En el plano institucional, también ha habido reacciones de coraje y dignidad frente a los desvíos más evidentes y chocantes del poder. ¿Qué foto prevalecerá? ¿La de Bahía Blanca o la del bingo? ¿La del coraje o la de la obsecuencia? Como tantas otras veces, hay dos Argentinas en tensión.
Mientras tanto, tal vez valga la pena rescatar una línea que sí le pertenece a Bertolt Brecht: “No lo olvides: los que callan también eligen”.


