En busca del ingrediente perdido
El don de la cocina, un enigma tan sabroso como una especia usada en la antigüedad y extraviada quizás para siempre
Ese domingo que nos juntamos a comer en casa de mis abuelos maternos, como muchos otros domingos, mi abuela había preparado unas pastas caseras y en una enorme cacerola de barro tenía una salsa hirviendo desde temprano a la mañana: sus primeros aromas se confundían aún con los del desayuno. Para cuando comiésemos, la carne se podría deshacer con el tenedor y el tomate habría perdido ya su color rojo brillante. Sería, como cada domingo, una delicia absoluta que maravillaría a mi padre con lo único que básicamente parecía apreciar de su suegra.
Cuando la fuente llegó a la mesa, dio el primer bocado y la felicitó sin tutearla, siempre manteniendo la distancia que se habían jurado (ella porque él no había sido el hombre que había soñado para mi madre y él supongo por no saber bien qué hacer con alguien que no lo quería mucho, algo que no le sucedía a menudo). En su felicitación, sin embargo, se detuvo en el sabor particularmente notable que tenía la salsa ese día.
–No sé que fue lo que le puso esta vez, María, pero esta salsa es una cosa de locos. ¿Alguna especia distinta? Sabe que creo que fue la cebolla, que hoy se le quemó apenas y le dejó un gustito dulzón increíble.
“Quemó” no era una palabra que esta señora polaca y literal pudiese leer como un halago. Sin más, se quitó de un tirón el delantal y desapareció rumbo a la cocina.
En el Apicius, también conocido como De re culinaria, un libro de cocina romana que se cree fue terminado en el año 5 a.D.,se menciona la existencia de un ingrediente codiciado por los romanos por sus usos en medicina y en la cocina (como vegetal, condimento y conservante), que misteriosamente desapareció para siempre de la faz de la Tierra.
En el Apicius, también conocido como De re culinaria, un libro de cocina romana que se cree fue terminado en el año 5 a.D.,se menciona la existencia de un ingrediente codiciado por los romanos por sus usos en medicina y en la cocina (como vegetal, condimento y conservante), que misteriosamente desapareció para siempre de la faz de la Tierra. De no ser por antiguos relatos, no podríamos imaginar exactamente cómo sabía ni olía.
La planta de siflio era de tallo largo y flores de un amarillo tan intenso que parecía oro y fue descubierta por los griegos en Cirene, una colonia en el norte de África donde se ubica la Libia actual. Tal fue el fanatismo que se generó, que Cirene se convirtió en el centro de distribución para todo el Mediterráneo hasta llegar a Roma, donde doctores y cocineros por igual la buscaban para curar males y adobar desde unas sencillas lentejas a un exótico plato de flamenco guisado. En los tiempos de Julio César llegó a acopiarse junto al oro en las arcas imperiales y su valor se equiparaba a aquel de la plata. Poco sabemos de su sabor, algunos escritos hablan de algo que podría recordar al hinojo, otros de hojas como las del apio que cuando eran comidas por las ovejas dejaban un delicioso sabor en la carne.
Unos siete siglos después de su primera aparición documentada, la codiciada planta desapareció. En las crónicas de su Historia natural, el naturalista y filósofo Plinio el Viejo se lamenta: “Solo un tallo fue encontrado y llevado como presente al emperador Nerón”. Desde entonces, botánicos y expertos han buscado el silfio en huertas, praderas y jardines a través de los siglos y algunos se han atrevido a decir que fue el gran apetito del hombre el que lo barrió de la historia.
Hace aproximadamente cuarenta años, niños de un pequeño pueblo de la región de Capadocia, en Turquía, llevaron a un profesor de botánica a unas colinas en las que crecían unas plantas muy particulares. Luego de exhaustivos estudios se reveló que las plantas mostraban muchas similitudes con el extinto silfio y se veían tal cual aparece en las antiguas monedas de Cirene. Al olerlas se percibía el pregnante aroma un tanto medicinal, una mezcla de eucalipto y resina de pino, y además, florecían como por arte de magia después de una fuerte lluvia de primavera tal como sucedía con el silfio. El tema se encuentra aún bajo estudio, pero el investigador turco que las halló cree tener entre sus manos uno de sus sobrevivientes botánicos.
Cuando volvió de la cocina mi abuela nunca mencionó el episodio de la salsa ni contó si efectivamente fue un ingrediente nuevo el responsable del sabor de ese día. Sin embargo, cada vez que cocino una salsa, como si me llegase un mensaje (no de tan lejos como la antigua Cirene, pero sí de algunas generaciones atrás), dejo que la cebolla repose en el aceite un rato más después de haberse vuelto dulce y transparente, al menos hasta que sus bordes empiecen a quemarse, y recién ahí agrego los tomates rojos llenos de jugo que hacen ruido cuando caen sobre la olla de hierro caliente. En ese momento bajo el fuego, tapo la cacerola y espero largo rato para ver si esta vez la salsa vuelve a tener ese sabor a mi infancia, preguntándome de paso si el don de la cocina corre por mi sangre. ¿La respuesta? Un sabroso misterio.