Falsificadores y truhanes
A veces, me siento a la mesa de un bar con un libro y alterno la lectura con momentos en los que observo a los otros parroquianos y empiezo a inventarles historias, a imaginarme sus vidas. Pero en mi última sesión de lectura en un café no tuve nada que inventar porque en las páginas que recorría estaba una parte de mi juventud. Estaba yo mismo, como testigo, pero fuera del encuadre. ¿Qué leía? La luz negra, la segunda novela de María Gainza, la muy interesante y talentosa autora de El nervio óptico, también crítica de arte.
El relato se desarrolla entre las décadas de 1940 y 1960 en el ambiente artístico, intelectual y bohemio de Buenos Aires. Muchos de sus personajes y algunas de las peripecias son reales, pero lo que cuenta Gainza a partir de la realidad es una ficción sobre un grupo de falsificadores y su mundo. Lo que me llevó de un tirón hasta la última página fue no solo la calidad y la destreza de la autora, sino un hecho no del todo literario. Conocí a varias de las personas que inspiraron los personajes de la narración y que conservan en la novela sus nombres verdaderos.
El argumento gira alrededor de un grupo de falsificadores de obras de arte que se consagran a copiar o a inventar con éxito retratos pintados por Mariette Lydis, artista austríaca que llegó a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. Como dice Gainza, Mariette no era una gran artista, pero había algo en esos óleos de mujeres y niñas alucinadas, un toque surrealista y, a la vez, satánico, que las redimía.
A Lydis la ayudaba haberse casado en Italia con el conde Giuseppe Govone, lo que le daba el derecho a presentarse como condesa Govone. Y ya se sabe, los argentinos caen de rodillas frente a un título de nobleza. Lydis se puso de moda rápidamente.
En la novela, algunos de los falsificadores de Mariette viven en el Hotel Suiza, del barrio de Belgrano. La que mejor imita el estilo de Lydis es una mujer misteriosa y muy bella, la Negra, de la que se sabe muy poco en el libro y en la vida. Su nombre real era probablemente María Vargas, amante de Oscar (Masotta, el introductor de Lacan en la Argentina) y de Livio (hijo adoptivo del poeta Juan Rodolfo Wilcock). Otro de los pensionistas es el poeta Máximo Simpson, colaborador del Suplemento Cultura de este diario, que bautizó esa vieja residencia de Belgrano, paradero de marginales, con el nombre de Hotel Melancólico y le dedicó el libro Poemas del Hotel Melancólico, de 1963.
Uno de los personajes emblemáticos de esos círculos juveniles de vanguardia era Sergio Mulet, modelo, actor, guardaespaldas, poeta y autor de la novela Tiro de gracia, que el director Ricardo Becher llevó al cine con el mismo título, con Mulet como protagonista y con banda sonora de Manal.
Conocí a Sergio en la redacción de la revista Claudia en la década de 1960. En un escritorio vecino, estaba Olga Orozco. Mulet, asistente de la productora de modas Ticky García Estévez, era famoso por su belleza viril. Las mujeres sucumbían a la fascinación de ese beau ténébreux. Hablaba poco. Era más bien hosco. Cultivaba la imagen de un duro que prometía buen sexo y mal trato. Cuando entraba en la revista, de él emanaba una violencia contenida. "Más que querido, era temido", dijo el escritor Juan Carlos Kreimer, que también trabajaba en Claudia.
Quienes lean La luz negra encontrarán en Tiro de gracia a varios de los personajes de la novela de Gainza, entre ellos, a la Negra. También a Susana Giménez, joven, delgada, y poco conocida.
Sergio Mulet emigró a España durante la dictadura militar. Era todavía un imán para las mujeres. Empezó a envejecer, tuvo un hijo y se casó con una rumana que lo asesinó a cuchilladas en Transilvania, en 2007. Tenía 65 años. Buen final para otra novela.