Graham Greene: el realismo ético
El talento del autor inglés para los thrillers políticos opacó la complejidad ética de su obra. La autora de esta nota, escritora y ensayista, sostiene que a cien años de su nacimiento, Greene sigue siendo no sólo un gran escritor, sino el mejor periodista de todos los tiempos
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El siguiente texto es la introducción a la nueva edición de The Quiet American, que acaba de publicar en EE.UU. la editorial Vintage.
"Tenía que encontrar una religión -dijo Graham Greene- para medir mi maldad en comparación con ella". Esto pone a Greene, el "novelista católico" (definición que detestaba) en una perspectiva correcta: antes de tomar a Cristo como su valor más elevado, fue el primer hombre obsesionado con la escala de las cosas.
Ningún escritor del siglo XX tenía una mente más sutil para comparar a los seres humanos. Donde novelistas menores hacían trazos gruesos para separar al bueno del malo, Greene era el maestro de la distinción múltiple: las delgadas líneas que separan al mal de la crueldad de la falta de bondad de la estupidez malévola. Su gente existe dentro de un sistema moral cuidadosamente calibrado. Sus faltas tienen grados. Y por tanto no hay ninguna manera real de ser bueno en Greene, simplemente hay un millón de maneras de ser más o menos malo.
Este realismo ético detallado es un aspecto de Greene a menudo dejado de lado a favor de los aspectos más barrocos de su obra -la sexualidad cruda, la inquietud, el estilo periodístico-, rasgos que parecen colocarlo con seguridad en la compañía de sus compañeros de aventuras: Erskine, Childers, Len Deigton, Alec Waugh, John Le Carré. Por cierto que Greene siempre fue único como escritor. Aun así, a veces es bueno recordare el hecho de que en los propios estantes de Greene reinaba Henry James. No importa qué más fuera, Greene era un doble agente literario y parte de la profundidad de su obra se revela cuando reintroducimos a Henry James (en vez de, digamos, a su héroe de infancia, H Rider Haggard) como su antecedente central. En las novelas de Greene, así como en las de James, todas las vicisitudes de la personalidad humana son llevadas a la mesa de disección.
Las distinciones de carácter que afectuosamente imaginamos concretas, a través de las cuales nos definimos a nosotros mismos ("Pero yo soy bondadoso, donde él sólo es cínico"), se revelan poco valiosas frente a los extremos humanos: la guerra, la muerte, la pérdida y el amor. "La naturaleza humana no es blanca y negra sino negra y gris". Greene no es el primer novelista en advertirlo, pero su gris es maravillosamente variado.
En esta área gris debemos ubicar la tríada sombreada de El americano impasible: la honesta venalidad de Phuong, el desentendimiento de Fowler y la inocencia de Pyle. ¿Acaso no es una novela construida de manera brillante? Nos recuerda el juego de los palitos chinos en el que el objetivo es sacar uno por vez sin mover a los otros. Es un truco hábil equilibrar estas tres personas entre sí -comparando y contrastando sus cinismos, sus esperanzas, sus fracasos personales- y sin embargo dándole un peso a la situación que no nos permite dar un juicio final, satisfactorio de sus caracteres, lo que sería señal de que el lector ha cumplido con su tarea. A Greene no le gustaba permitirles a sus lectores esta satisfacción: "Cuando no estamos seguros, estamos vivos".
En el caso de El americano impasible, la ambivalencia ética está incorporada en los cimientos mismos de la novela. Hablé antes de un sistema moral calibrado y esto nos recuerda al James cuidadoso, juicioso, de Los Europeos, pero ¡qué tarea distinta es colocar a la gente en un campo de batalla en vez de en una sala! No se puede estar seguro de nada en un campo de batalla.
Greene se sentía compulsivamente arrastrado hacia algunos de los conflictos más enredados que su siglo conoció, guerras en las que la gente continuaba peleando mucho después de que las razones para librarlas se habían vuelto oscuras. Sus personajes irradian la incertidumbre ética y la confusión que viene de vivir una guerra sin fin. Pero pese a esto, en Vietnam, Phuong y el corresponsal extranjero Fowler se han encontrado el uno al otro, una bendición que, al menos a Fowler, le parece lo máximo a lo que se puede aspirar. "Soy un gran creyente en el purgatorio", dijo Greene en una entrevista. "El purgatorio para mí tiene sentido... se tendría una sensación de movimiento. No puedo creer en un paraíso que es sólo una felicidad pasiva." (...)
Greene entendía las corrientes egoístas que recorren nuestras motivaciones más profundas (había sido muy psicoanalizado por un junguiano cuando aún era adolescente) y era único en el rastreo del avance de estos deseos desde su microcosmos íntimo (dos personas enamoradas) hasta sus consecuencias macrocósmicas geopolíticas. Greene no aplana la complejidad de las relaciones si no que reconoce con arte las conexiones entre el nivel político y el personal de sus personajes, y las saca a luz. El amor a un país extranjero y el amor por sus mujeres se expresan con honestidad como fenómenos relacionados (cuando se le preguntó a Greene por qué fue a Vietnam, contestó: "Fue en parte por la belleza de las mujeres, era extraordinaria."). El deseo simultáneo que todos sentimos de la libertad de nuestros amantes y de su sumisión a nuestra voluntad vale tanto para la relación contradictoria de Pyle con Phuong como para el país en el que nació. En esto Greene se mostró no sólo más que un mediocre sino, también, más hábil que muchos novelistas ingleses.
La obra de Greene (a través de libros como El hombre que va conmigo, Oriente Express, Campo de batalla, El poder y la gloria, El revés de la trama, El fin de la aventura) quiere decir exactamente eso. La esperanza que nos ofrece es aquélla que sólo quienes observan las cosas de cerca pueden ofrecer. Nos defiende con detalles y los detalles dan la pelea buena contra las grandes ideas, sin rasgos, impersonales. Demasiado esfuerzo se ha dedicado a defender a Greene contra la acusación de que lo suyo era periodismo; en vez de ello debiéramos pensar en él como el mayor periodista de todos los tiempos. Si más periodistas pudieran informar tan bien como Greene, ¿cuánto tiempo seguiríamos teniendo estómago para el tipo de guerras que libramos?
El diablo para Greene está en los detalles, pero también la redención está allí. La acumulación de detalles cotidianos presentados a la perfección nos hace sentir humanos, aleja las estadísticas, nos lleva de vuelta a nosotros mismos. ¿Cuántos periodistas podrían escribir una nota -o cualquier otra cosa- así?
(...) Cuando Greene murió en 1991, Kingsley Amis -hombre no dado a estimaciones generosas de sus pares- le hizo un obituario justo y adecuado: "Se lo extrañará en todo el mundo. Hasta hoy era nuestro mayor novelista vivo." La visión de Amis y Greene de un gran novelista era distinta de la concepción actual: era la de un hombre de trabajo con una lapicera. Un hombre no pretencioso, en y del mundo, que escribía para los lectores y no para los críticos y producía tantas palabras por día como periodista. Los escritores ingleses en estos tiempos trabajan por espasmos, tanto en cantidad como en calidad, y están tan ansiosos por separar el "entretenimiento" de la "literatura" que terminan no escribiendo ninguna de las dos cosas. Esta era una de las pocas diferencias que no le interesaban a Greene.
Traducción: Gabriel Zadunaisky.





