Islam y democracia no son incompatibles
LONDRES ( The Economist )
Los iraníes eligieron el mes pasado a los representantes que querían, en elecciones tolerablemente limpias. La cuestión es cuánta autoridad y libertad les concederá el sistema. Nuestra conclusión es: no mucha.
Fuera de Irán, hace largo tiempo que el islam político perdió aquella energía cohesiva y catastrófica que Occidente detectó, quizás equivocadamente, en los años subsiguientes a la revolución de 1979. Sin embargo, no ha perdido su capacidad de alarmar. El concepto "terrorismo islámico" aún nos causa escalofrío. En los Estados musulmanes de Nigeria, los cristianos se amedrentan ante la implantación de la sharia (ley religiosa). La mayoría de los países árabes aún recelan tanto del islam en política, que se rehúsan a otorgarle la menor libertad de acción en ese campo.
Los laicistas comparten el temor a que, una vez encaramados en una posición de control, los políticos islamistas no la abandonen jamás. Los islamistas mismos dan pábulo a ese temor, al predicar que el poder proviene de Dios, que la religión y el Estado son una misma cosa y su separación es una aberración laica. No obstante, hasta ahora, Irán es el único ejemplo de ultraislamistas gobernando algo parecido a una democracia. Las elecciones de febrero promueven enérgicamente la reforma democrática y los líderes religiosos más audaces ya admiten en público que el poder político, aun siendo de origen divino, pertenece al pueblo. Con todo, es demasiado pronto para declarar que la piedra de toque iraní ha demostrado que la democracia y el islam político son compatibles.
No achacar todo al Corán
Por desgracia, en el mundo islámico no abundan los ejemplos de buen gobierno, y menos aún de democracia. Pero raras veces la culpa recae en la religión: más bien hay que buscarla en los autócratas crueles, el feudalismo corrupto o los ejércitos arrogantes. Indonesia, el mayor país musulmán, pugna por zafarse de un mal legado, pero su nuevo presidente, salido de elecciones democráticas, es un islamista moderado y, desde hace largo tiempo, su tradición islámica se basa en la tolerancia. Paquistán, un Estado concebido específicamente para los musulmanes, anda mal, pero no a causa de su religión. Turquía sería un ejemplo de democracia más brillante y convincente si su ejército no hubiese derrocado a un gobierno dominado por islamistas moderados.
El escenario se oscurece a medida que avanzamos hacia el oeste. La mayoría de los gobernantes árabes, ya sean reyes o presidentes, son autócratas. Si no pueden pretender una corona, son reelegidos por referendos poco rigurosos. Por lo común, gracias a su dinero y sus prebendas, los partidos gobernantes no necesitan del fraude para triunfar, pero suelen practicarlo por si acaso. La religión poco tiene que ver con este mal comportamiento tan común.
El peor ejemplo es Arabia Saudita, que adhiere a una forma de ley islámica austera y aun cruel. Pero no es la sharia , sino el feudalismo de la familia real lo que impide hasta un simulacro de democracia. En Siria, el presidente Hafez Assad, que en 1982 se quitó de encima la "amenaza" islamista asesinando a miles de personas en Hama, gobierna como déspota indiscutido y piensa traspasar el cargo a su hijo, a la usanza feudal. El presidente egipcio, Hosni Mubarak, dejó vivir a sus islamistas, pero luego tuvo que combatir al brazo armado del movimiento y ahora encarcela a los civiles islamistas para que no intervengan en política. En Argelia, el ejército se adelantó a sus colegas turcos en expulsar a los islamistas del poder, pero el modo en que lo hizo desencadenó, en los 90, ocho años de salvaje guerra civil.
Por supuesto, hay excepciones. En Sudán, un país dividido por la religión, la inflexibilidad del gobierno islamista exacerbó otra larga y dolorosa guerra civil. Los talibanes de Afganistán impusieron una forma primitiva de islamismo que escandalizó al mundo. Para peor, ambos regímenes entrenaron y alojaron a las bandas de mercenarios errantes que mantienen vivo el miedo al terrorismo islámico.
Rusia dice que Occidente tiene derechos de paternidad sobre estos terroristas; asimismo, atribuye la voladura de varios monobloques de departamentos moscovitas, en 1999, a islamistas aliados de los chechenos. Lo segundo tal vez lo diga de mala fe, pero lo primero es correcto. En los años 80, los Estados Unidos y Paquistán financiaron, entrenaron y equiparon a unos 50.000 voluntarios, en su mayoría árabes, para la lucha contra la ocupación soviética de Afganistán. Una vez ganada la guerra, los voluntarios se dispersaron en busca de otros lugares donde practicar el único oficio que sabían. Uno de ellos, Osama ben Laden, se volvió contra los norteamericanos durante la guerra con Irak.
Viejas y nuevas restricciones
Las acciones de unos pocos fanáticos han contribuido a desteñir la comprensión del islam político. Hoy día, su importancia no radica en lo que puede conseguir en el terreno político, y menos aún en lo que puede hacer con sus bombas, sino más bien en sus incursiones subrepticias, a lo topo, en la vida cotidiana. En muchos países musulmanes, sobre todo en el Medio Oriente, la gente está comportándose, o viéndose obligada a comportarse, conforme a normas islámicas más estrictas. De pronto, ven más coartadas sus lecturas o diversiones. Las mujeres deben cubrirse, no siempre a regañadientes.
La feliz excepción a esta tendencia es el Irán islamista. Su pueblo empieza a descubrir que puede romper con viejas restricciones sin someterse a otras nuevas. El islam político sigue siendo peligroso, pero también da pie a la esperanza.