
Juegos de azar, pobreza e indiferencia social

“En aquel instante debí haberme retirado, pero una sensación extraña se apoderó de mí: un deseo de provocar al destino, de gastarle una broma, de sacarle la lengua. Arriesgué la mayor cantidad autorizada, cuatro mil florines, y perdí…”, dice Fiódor Dostoievski en su novela El Jugador (1867). El gran escritor ruso hace una descripción formidable de lo que mueve a un adicto a los juegos de azar a apostar, aun cuando su situación económica no lo acompaña.
Una característica notable del perfil del jugador es la no aceptación de su irrefrenable compulsión a jugar – precisamente, uno de los significados etimológicos de la palabra adicción, de origen psicoanalítico, es “lo que no se dice”-. El psicoanálisis también explica que en los sectores sociales con más pobreza es más frecuente identificar personas provenientes de hogares caracterizados principalmente por las carencias familiares y sociales, y cuando el entorno social se desdibuja, los factores que contribuyen a optar por el juego y la apuesta como una tabla de salvación se potencian.
Los casinos y bingos, sobre todo estos últimos, pululan en los lugares más pobres. No tanto por el nivel socioeconómico de los clientes sino porque usualmente en esas regiones hay mayor densidad poblacional. Es decir, el factor es básicamente la búsqueda de mejores utilidades. Podríamos observar algunos targets más definidos: la mayoría de los usuarios de las máquinas tragamonedas (“maquinitas de empobrecer”, tal como se las ha denominado recientemente) son mujeres. Pero en el amplio espectro de los juegos de azar y las apuestas, el público es bastante amplio y heterogéneo.
Es sabido, y esto suele generar protestas del sector, que el Estado es el responsable de la puesta de bingos y otros lugares para los juegos de azar, con una intervención directa en su crecimiento. Es decir, en este pingüe negocio el Estado opera como socio. Hasta se logró levantar un manto de protección para casinos y otros locales de juegos durante la pandemia, con una clara exención de las medidas protocolares que regían en ese periodo, relativas a la ventilación, la alta concentración de personas, todo agravado por la gran cantidad de personas mayores que normalmente asisten a esos lugares. Por ejemplo, las tragamonedas aumentan la probabilidad de transmisión de enfermedades por la gran alternancia de uso en lapsos breves.
El crecimiento del negocio de los juegos de azar no tiene límites. Implica miles de millones de pesos anuales de reembolso. Como esta es una declaración del propio sector, no sería de extrañar que esos miles sean cientos de miles. Desde distintos ámbitos, el reclamo principal a la corporación del juego es que la decisión de asentarse en lugares con densidad de población refuerza el objetivo de despertar el vicio. La síntesis de lo que se le enrostra es no tener función social alguna y alimentar obscenamente la pobreza.
Otro dato que genera preocupación es el creciente número de personas jóvenes que se acercan al juego, tanto en la modalidad on line como visitando los salones en plan de amigos. Ese programa, en principio recreativo, es para muchos el umbral del vicio o la adicción.
En un informe que aún es de referencia sobre el tema, titulado “¿Qué nos jugamos?” la cooperativa de investigación Indaga, de España, en asociación con otras prestigiosas entidades, informó que la legalización del juego on line había aumentado en casi un 50% por ciento el caudal de dinero apostado a juegos de azar. Quien se mueve desde la necesidad de aliviar su situación económica en los casinos o juegos virtuales por Internet tiene las mismas posibilidades de perder, independientemente de su nivel socioeconómico, y el mismo nivel de indiferencia a ese riesgo (que en algunos casos hasta puede implicar perder el dinero necesario para sobrevivir una buena parte del mes).
Más allá del destino que este gran caudal de dinero tiene, y aún en el caso de que pudiera probarse que en un buen número de ocasiones se destina a ayuda social, es crucial centrar el análisis en la necesidad de que las políticas públicas establezcan prioridades para el crecimiento y desarrollo de su población y sitúe donde corresponde las actividades que no contribuyan efectivamente a la promoción de esos objetivos, tal el caso del juego. Si la búsqueda de un golpe de suerte no hace más que empeorar la situación de la mayoría de las personas, el Estado tiene la obligación de proteger a las más vulnerables de esta amenaza y orientar su vida en otro sentido, más que someterlas a la excitación de las luces de los bingos y las máquinas tragamonedas.
Un llamado a los legisladores: frente a los probados daños que la práctica del juego de azar tiene sobre las personas, es indispensable instrumentar los cambios necesarios en la regulación de la actividad. El efecto debe extenderse aún también sobre las licencias y permisos: por ejemplo, es inadmisible que la cantidad de locales de apuestas supere la de supermercados.
No se trata de prohibir, que bien puede aparejar el efecto contrario, sino de regular y orientar para disminuir los daños. Una persona que a pesar de tener todas las de perder, apuesta, claramente necesita educación, apoyo, cuidado desde el entorno y una vida pública que, como correspondería a toda práctica social que comporta daños, no le sea indiferente.
Director del Departamento de Ciencias Sociales y Humanidades de UADE