La dorada medianía y la crisis climática
Varios de estos Manuscritos han sido compuestos a pedido de los lectores. Cada tanto alguien me propone un tema atractivo, entonces lo anoto, y, casi siempre, dejo pasar un poco de tiempo. Las ideas, en mi experiencia, se comportan un poco como las semillas.
A propósito, esto de ofrecer ideas me parece de una generosidad conmovedora. Porque no solo no abundan, sino que son muy esquivas; con los años uno aprende que la frase “después lo anoto” es un engaño. Toda ocurrencia debe asentarse de inmediato, sin excepción. De lo contrario, solo nos quedará la frustrante certeza de que hace un par de días (o un par de horas) se nos ocurrió algo interesante, pero nada más. De la idea, ni rastro. Si se lo piensa un poco, es lógico. ¿Cómo es que, así, de la nada, se nos viene algo a la cabeza? No lo sabemos. No tenemos idea de cómo nacen las ideas.
Puede que sean el resultado de ese billar impredecible de la mente, que va asociando pensamientos y en un pestañeo pasa de los Alpes suizos a la pobre perra Laika y, de allí, a Demócrito y, finalmente, al departamento de Borges, a quien visité en dos ocasiones memorables (tengo que contarles sobre eso). Pero también estamos persuadidos de que algo pasa en nuestras cabezas (¿solo en nuestras cabezas?) sin que seamos conscientes de eso. Pensamos a nuestras espaldas, por así decir, y de pronto, tomá, acá tenés: una buena idea. O una idea a secas, que lo de bueno o malo es cuestión de fechas.
En mi caso, si se me ocurre algo, saco el celular y grabo una nota de voz. De cada cien de esas notas, solo una terminará en esta página del diario. Sí, también tenemos ese asunto. No todas nacen igual. Algunas ideas ya salen cocidas, son como más redonditas, casi no hace falta nada para que, sembradas en el papel o, ahora, la pantalla, enraícen, se desplieguen, crezcan y fructifiquen. Otras, simplemente, nunca terminan de brotar y quedan como uno o dos párrafos escuálidos y desganados que abandonamos antes de media mañana. Tarde o temprano, uno aprende cuándo descartar.
Por fortuna, recibo muchísimos mensajes, y trato de agradecerlos todos. Pero la diversidad que trajeron las redes sociales hoy hace imposible, luego de unas pocas semanas, recordar por dónde llegó cada uno. En este caso, un lector me propuso –hace bastante tiempo– tratar el tema de la austeridad, no ya como una virtud de la vida diaria, sino en relación con el cambio climático.
El planteo me pareció brillante. Por regla general, intentamos reducir nuestra huella de carbono y, para eso, buscamos ser eficientes desde el punto de vista energético. Mi obsesión con apagar las luces (una lamparita que nadie usa también contamina) y con aprovechar la luz solar para obtener agua caliente tiene más que ver con la ecología que con la factura de los servicios. Pero no se me había ocurrido –tal vez porque mi abuelo Torres me educó en la más estricta austeridad– que hemos hecho un culto del consumo innecesario. Ahora se ha puesto de moda, por un documental de Netflix, la noción de que este hábito no conduce a la felicidad. Agregaré que, además, es contaminante.
Descreo de las soluciones rápidas y sencillas. Son seductoras, claro, pero la realidad es compleja, y esos remedios al final no surten efecto o son más nocivos que la enfermedad. Sin embargo, cada tanto aparece un concepto simple que funciona como una divisoria de aguas en nuestra historia. La alfabetización, por ejemplo. La agricultura. La gravitación universal. La igualdad ante la ley.
Tengo la impresión –no tanto en la Argentina, donde somos expertos en administrar la escasez– de que el problema no es que consumimos energía y recursos, sino que los malgastamos. Tiramos la plata. Despilfarramos. Creo también, como me decía este lector, que la moderación –el aurea mediocritas del poeta Horacio, para los memoriosos– podría ser la respuesta. Es algo que nunca hemos ensayado, que tal vez funcione y que, además, no cuesta nada.








