Hoy en las librerías hay autores de las más variadas procedencias y eso puede desconcertar aun al lector más inquieto; ¿cómo evitar perderse en el bosque de libros que nos rodea?; aquí, una guía para atreverse a escritores de lenguas menos transitadas, de la polaca Olga Tokarczuk al nigeriano Teju Cole
Los anaqueles de una librería pueden ser descifrados hoy no solo como una sucesión de títulos más o menos atractivos, sino también leerse como un resumen encriptado del mundo. La variedad no es nueva, pero nunca fue tanta. Junto a los best sellers industriales de cada día y a la par de algunos autores más literarios surgidos de la omnipresente órbita inglesa y norteamericana (Ian McEwan, la canadiense Margaret Atwood) pueden encontrarse nombres menos predecibles. El rápido paneo de una vidriera arroja como resultado parcial los de la polaca Olga Tokarczuk (Premio Nobel 2018), la japonesa-canadiense Aki Shimazaki (que escribe en francés), el israelí Edgar Keret (cuentista de los más mordaces), el mozambiqueño Mia Couto (Venenos de Dios, remedios del Diablo, que acaba de traducirse en la Argentina), el afgano Khaled Hosseini (el autor de Cometas en el cielo) y la joven brasileña Ana Paula Maia.
Que la literatura tal cual la conocemos tenga una fuerte impronta europea (el género novela en sentido moderno surgió ahí) no significa que pertenezca a un sitio, como lo intuyó Goethe en un perdido día del lejano 1827. Su definición de Weltliteratur ("Literatura del mundo") es fundacional. La dio al pasar en una charla con J. P. Eckermann, que la dejó registrada a su turno en sus ineludibles Conversaciones con Goethe. Ante la sorpresa que expresa Eckermann al descubrirlo leyendo una novela china, el poeta le explica que existen muchas novelas de ese origen y no hay nada de qué admirarse. "La era de la weltliteratur está bien a mano -profetiza Goethe-, y cada cual debe contribuir a acelerarla".
Esa temprana defensa de la universalidad de la literatura contra la idea nacional que predominaba por entonces encierra una paradoja: para el alemán Goethe suponía, entre tantas cosas, una emancipación de Francia como árbitro del gusto, pero al mismo tiempo, la priorización de la universalidad con el paso de las décadas -y sin que Goethe tuviera responsabilidades al respecto- parece dejar en segundo plano que esas obras están hechas de lengua y no solo de ideas generales.
La versión más o menos optimista de cómo funciona el mercado global de la literatura puede representarla Martin Puchner, editor de la Norton Anthology of World Literature (2012): "Hoy, con el nativismo y el nacionalismo surgiendo en Estados Unidos y otros lugares -dice el crítico alemán al recordar, ya en tiempos de Trump, el concepto del autor de Fausto-, la literatura del mundo es de nuevo una necesidad urgente y política. Representa sobre todo un rechazo a los nacionalismos y al colonialismo en favor de un orden más humano y cosmopolita, como en su momento imaginaron Goethe y Rabindranath Tagore. La world literature la da la bienvenida a la globalización, pero sin homogeneización"
Pierre Michon, uno de esos autores franceses tan minuciosos que apenas resisten la traducción, ve en la literatura contemporánea, en cambio, distintas fuerzas en pugna. No le interesan las "invenciones de mercado" ni lo que llama la "world fiction". Por otro lado, ve autores implicados "en una problemática nacional o humanitaria" y otros, más en la línea de Flaubert, que "no pertenecen a nada, que hunden las raíces solo en la letra, que prefieren hacer preguntas a la antigua categoría de lo universal". Tal vez no haga falta subrayar que Michon -el menos coyuntural de los escritores- se piensa como parte del último grupo, el de los que saben que un libro tiene antes que nada compromiso consigo mismo.
La incógnita de cómo leer la literatura de hoy sin perecer en el interminable bosque de libros que se levanta a nuestro alrededor no tiene solución matemática. W. G. Sebald -alemán que vivía en Inglaterra, autor de admirados paseos literarios como Los emigrantes o Los anillos de Saturno- aseguró a la vuelta del siglo que no leía a autores contemporáneos. Le resultaba imposible determinar, decía, en la marea de intereses creados, qué era de verdad valioso y qué no.
La sospecha de que el Kafka de nuestra era se encuentra escribiendo sin que lo sepamos en algún rincón ignorado del planeta -que es lo que sin decirlo sospecha Sebald- es lícita. La literatura es siempre provisoria, incluyendo la relectura de los clásicos, como recuerda la entronización del olvidado Shakespeare por los románticos. En La República mundial de las Letras (1999), la francesa Pascale Casanova trazó, frente al canon occidental anglófilo de Harold Bloom, el mejor panorama posible de cómo funcionan sus procesos de legitimación. Joyce necesitó el empuje del internacionalista literario Valery Larbaud ("el agente internacional de las letras", como lo llamaban) y el polaco Witold Gombrowicz, que había quedado varado por dos décadas en la Argentina, sabía que si quería poder arrancarse del ostracismo tendría que ser validado en Francia, meca del siglo XX, como al fin ocurrió.
Los libros de hoy, de todas maneras, están ahí, bien a mano, como hubiera querido Goethe, y si bien la legitimación para que circulen en otros idiomas viene dada en gran medida por la función de lingua franca que cumple su traducción al inglés, también cabe recordar que algunos de los mejores escritores de hoy escriben directamente en esa lengua, pero llevan inscripto en su ADN literario la marca de otras culturas, como el indio Salman Rushdie, que se afincó pronto en Inglaterra y vive hoy en Nueva York; el sudafricano afrikáner J. M. Coetzee (un ferviente poscolonialista) y Michael Ondaatje, nacido en Ceilán, pero fiel a su Canadá adoptiva.
Imposible saber -a menos que se domine el polaco, idioma famoso por sus dificultades- si hay otros escritores de esa lengua que estén al mismo nivel, por ejemplo, de Olga Tokarczuk, pero la novelista (que un año antes del reciente Nobel había recibido el Man Booker International) era una de esas contraseñas que se pasaban muchos lectores antes incluso de haber tenido la posibilidad de leerla. Moderna y comprometida, la autora polaca tiene traducido al español un muy buen policial (Sobre los huesos de los muertos), pero es la reciente edición de Los errantes (2007) que permitió por fin entender por qué a Tokarczuk se la valoriza tanto en Europa. Más que una novela, Los errantes es un cuaderno de bitácora en que los traslados de la autora permiten ir registrando de manera inestable historias que reflexionan sobre la identidad, el espacio, las fronteras, los cuerpos, la emigración. Talento formal y espíritu de época son dos elementos centrales: con ellos Los errantes no podía fallar.
Cuando hace tres décadas cayó el Muro de Berlín muchos críticos vaticinaron que la literatura del futuro vendría de los países del Este europeo como el de Tokarczuk. La profecía se cumplió a medias en el caso de Rusia. La desintegración de la URSS habilitó la aparición de algunos autores notables, pero ninguna avalancha. Aunque reconocidos apenas han circulado en español. La autora rusa más conocida es Ludmila Ulétskaia, que abreva en el amplio tono decimonónico, más cerca de Turguenev que de Tólstoi, para contar la historia de un Casanova moderno en Sinceramente suyo, Shúrik. El formidable Viktor Pelevin (un exmilitar que se pasó a las letras) es un narrador fabuloso (La vida de los insectos) que cruza ciencia ficción y cultura popular en textos de un posmodernismo inclasificable. Vladimir Sorokin, por su parte, tiene tanto de Thomas Pynchon y Philip K. Dick como de Zamiatin y otros clásicos futuristas soviéticos, aunque tampoco se priva de diseccionar el imaginario ruso tradicional. El hielo, su novela más conocida, trata del culto que se forma alrededor de un meteoro.
Las literaturas salidas de detrás de la Cortina de Hierro tienen, en todo caso, dos escritores de primer orden, difíciles de categorizar: el húngaro László Krasznahorkai y el rumano Mircea Cartarescu (que, a diferencia del ruso Sorokin, tienen la suerte de tener excelentes traducciones al español). Cuando alguna vez le preguntaron por la diferencia entre la Hungría comunista y la poscomunista, Krasznahorkai sostuvo que en la primera la vida había sido anormal e intolerable mientras que en la segunda era normal e intolerable. Más conocidas fuera que dentro de Hungría (donde Péter Nádas, autor de una voluminosa novela proustiana, es el faro central), las obras de Krasznahorkai son un torbellino en el que no solo parecen derrumbarse una conciencia o una sociedad, sino también, con ellas, la totalidad del cosmos. Su estilo de frases largas, enmarañadas como una resaca, es hipnótico y, por momentos, difícil. Tango satánico, Guerra y guerra o Melancolía de la resistencia son obras maestras pobladas de personajes a la deriva y a contramano de todo.
Imaginación y densidad
La literatura rumana fue un secreto a voces desde la caída de Nicolae Ceaucescu, pero esa vitalidad parece haberse concentrado más allá de sus fronteras en Mircea C?rt?rescu, un narrador de una imaginación y densidad estilística arrolladoras. Su virtuosismo puede deducirse de la ambición de sus proyectos: El Levante es una novela en verso; la reciente y maratónica Solenoide replica el diario demencial de un escritor frustrado, y su trilogía Cegador (de la que acaba de aparecer en español el primer volumen: El ala izquierda) está construida según la estructura tripartita de una mariposa. Las narraciones de Cartarescu son alucinatorias como las de Krasznahorkai, pero están llenas de una fantasía oscura, paranoica y grotesca que parece brotar de los restos de la devastación poscomunista. Bucarest es en sus libros una fiesta, pero una fiesta brutal, llena de aventuras fantásticas y desquiciadas.
La literatura de los países del Este es la flor rara, todavía emergente, del tronco europeo tradicional donde, en viejos idiomas que alguna vez sentaron la norma, figuran escritores apenas conocidos en español: es el caso, en francés, de Annie Ernaux (1940), que ha construido toda su obra alrededor de una autobiografía que deja la primera persona entre paréntesis (Los años); o, en alemán, de una importante cantidad de autores nacidos en la antigua RDA, que dejan en sus ficciones una filosa marca crítica. Por ejemplo, Katja Lange-Müller o Jenny Erpenbeck, que en Yo voy, tú vas, él va abordó el tema de la inmigración con un giro sin complacencias.
La literatura del mundo tiene sus contradicciones: ¿hay que tomar en consideración fenómenos como los policiales suecos? ¿A Karl Ove Knausgård, el noruego que hizo de su vida una interminable novela río? ¿O se debería subrayar la gracia inconmensurable del finlandés Arto Paasilinna? ¿O el talento trágico de la también finlandesa Sofi Oksanen? Los canadienses, al menos los que escriben en inglés, han ocupado un lugar clave (además de Atwood, Alice Munro), pero los australianos -a pesar de las supuestas ventajas lingüísticas de circulación- son ilustres desconocidos entre nosotros, empezando por el brillante Peter Carey (Jack Maggs, Anthony y Lucinda), que por esos azares editoriales apenas pudieron ser leídos en estas costas.
La India, un país de idiomas múltiples, pero aglutinada por el inglés, tiene entre sus representantes a Arundhati Roy (El ministerio de la felicidad suprema) o Vikram Seth (Un buen partido). El Caribe es otra zona cultural donde la marca colonial parece impregnarlo todo, aunque de manera más caleidoscópica: después de V.S. Naipaul o el poeta Derek Walcott, hoy tiene entre sus figuras clave a autoras como Jamaica Kincaid (Mi hermano) o la guadalupense Maryse Condé, que escribe en francés y puede situar sus novelas en África, donde también vivió.
Un ejemplo formidable de los alcances y contradicciones actuales es la literatura japonesa. ¿Hasta dónde puede haber una traducción de esos artefactos escritos en una lengua que sigue otra lógica? Su mascarón de proa actual -después de Akutagawa y Mishima- es Haruki Murakami. ¿Cómo sonará Crónica del pájaro que da la cuerda al mundo en el original? En su país Murakami parece recibir en todo caso una acusación no muy distinta de las que sufrían algunos de aquellos escritores o las películas de Akira Kurosawa: el de ser tan decodificables por un público occidental que se diría que escriben con la mira puesta en el exterior. La formidable Minae Mizumura (Una novela real) arremetió alguna vez en una entrevista contra Murakami, asegurando que nadie en Japón se tomaba artísticamente en serio sus libros. La única explicación de su éxito, decía con ironía, debía encontrarse en el talento de sus traductores.
Un ejemplo inclasificable de la literatura japonesa es Yoko Tawada que, instalada en Berlín, escribe en su idioma natal pero también en alemán, haciendo un extraño equilibrio entre las dos culturas. En Memorias de una osa polar, explora la relación entre humanos y animales. Del mundo oriental también se han destacado algunos exponentes coreanos como Han Kang, la autora de La vegetariana.
Quizá la gran relegada en el imaginario lector argentino siga siendo la literatura africana, un continente inabarcable con lenguas de todo orden y territorios que reflejan las arbitrarias demarcaciones europeas. Después de los clásicos Chinua Achebe o el egipcio Naguib Mahfuz (que escribía en árabe), suele nombrarse al keniata Ng'g'wa Thiong'o -eterno adscripto al Nobel- que hizo un camino inverso al habitual: empezó escribiendo en inglés y más tarde se pasó, en un gesto de resistencia, al gikuyu. El somalí Nuruddin Farah es el voluntarioso retratista de una nación sin literatura. En el Magreb -y particularmente en Argelia- hay varios escritores de nota: Yasmina Khadra (un excomisario que firma con seudónimo de mujer) es autor de policiales en un país arrasado por tensiones violentas. También, dentro de la órbita francófila, se destacan los textos autobiográficos del congoleño Alain Mabanckou y del músico ruandés Gaël Faye (Pequeño país).
Después de Soyinka
Sin embargo, diversas crónicas -incluidas notas de The New York Times- insisten en señalar el fervor de la actual escena literaria de Nigeria, el país de Wole Soyinka (el primer Nobel del continente). Highlife, policial de Leye Adenle, uno de los nuevos nombres, fue traducido en la Argentina. Suele ocurrir que se conozca mejor a los que dejaron el país: Ben Okri (lo más parecido que se dio a García Márquez fuera del español) hace tiempo que vive en Londres. Chimamanda Ngozie Adichie, la autora de Americanah, feminista influyente, vive en Estados Unidos. Al igual que Teju Cole (que nació en ese país, pero se crió en Nigeria), un fotógrafo devenido escritor que en Ciudad abierta le dio una formidable vuelta de tuerca urbana al estilo deambulatorio de Sebald. Su relato se sitúa en Nueva York, pero la mirada precisa y quirúrgica del médico de origen nigeriano que narra el libro produce un extrañamiento único en ese paisaje urbano, tan conocido y que hasta Cole parecía un lugar común.
Un fenómeno aparte son los autores de lengua portuguesa: el angoleño José Eduardo Agualusa y el mozambiqueño Mia Couto (blancos descendientes de viejos colonos) tomaron la decisión estratégica de buscar afinidad con el imaginario de la literatura brasileña antes que con la pesada herencia de la vieja metrópoli.
Hace unos años al implacable novelista portugués António Lobo Antunes le preguntaron por la literatura francesa del momento: "Le Clézio, ¡qué desperdicio! -se quejaba del autor de Revoluciones, que, renegando del eurocentrismo, suele situar sus ficciones en África y otros paisajes distantes-. La literatura de hoy se hace en lugares donde escribir resulta difícil, en América Latina, en la Argentina por ejemplo". América Latina es, no hace falta recordarlo, un componente central -después de Borges y del Boom- para cualquier panorama de la literatura que se produce en el mundo. Pero cómo considerar sus libros -los de César Aira, los del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, los de la mexicana Guadalupe Nettel- parte de algo tan inconmensurable como el planeta. Están cerca, no necesitan traducción, son nuestros y esa es nuestra ventaja capital como lectores.