Maldito dinero

Como si le acabaran de sacar una mochila de encima, tanto el Gobierno como también gran parte de la sociedad civil suspiraron aliviados después del último encuentro del presidente Macri con el papa Francisco en el Vaticano, visualizando un cuadro que parece representar en el imaginario una suerte de -¿precaria?- normalización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Los críticos que acusan al Pontífice de meterse en política no comprenden es por qué la Iglesia no puede reducirse a su misión propiamente religiosa. Por eso prescriben que es mejor que el Papa se remita a administrar sacramentos y a hablar de las cosas del más allá. Cuando Cárcano fue a visitar al también liberal Emilio Castelar, tan masón como cristiano, León XIII acababa de publicar Rerum Novarum, la encíclica fundacional de ese estilo intervencionista. El anfitrión lo recibió con este comentario: "¿Quién le mete a nuestro santísimo padre a hablar sobre cosas que no sabe?".
Lo cierto es que quienes se hacen cruces y ponen el grito en el cielo (nunca mejor dicho) por lo que consideran una peligrosa temporalización de la Iglesia en la que se estaría precipitando el imprevisible Bergoglio, lo hacen poco advertidos de que otros papas, como los "conservadores" Juan Pablo II y Benedicto XVI, a los que suelen contraponer a Francisco, no han sido menos audaces.
Esto se confirma sobre todo si se tiene en cuenta que el propio Wojtyla (a quien los liberales suelen mirar con simpatía por su férreo anticomunismo y sobre todo por su valoración de la subjetividad de la sociedad) no tuvo ningún recato en condenar al "capitalismo salvaje", y fue él también y no el actual Papa quien introdujo en el magisterio la expresión "opción preferencial por los pobres", que recoge el más prístino espíritu evangélico.
Cuando cayó el Muro de Berlín, el papa polaco se preguntó: ¿y ahora qué? Evidentemente, no estaba muy convencido de que el capitalismo tuviera como destino constituirse en el sistema social de la posmodernidad. Los católicos suelen cuestionarse a veces hasta qué punto el mensaje cristiano es compatible con el capitalismo, y mas todavía cuando escuchan al actual pontífice que sentencia: este capitalismo mata.
Por otra parte, la precisión de Juan Pablo II sobre que el capitalismo es conciliable con la fe cuando está informado de una antropología respetuosa de la persona en un adecuado marco ético y jurídico, no ha sido derogada por Francisco y nada parece indicar que vaya a serlo.
Si se mira bien, lo que el Papa critica no es desde luego al mercado en sí mismo, sino su autonomía absoluta respecto de la ética, que redunda en una idolatría en la que la persona es sacrificada, como en los antiguos cultos paganos. La ética se convierte en ocasiones en algo molesto e incómodo, porque Dios es inmanejable; Francisco pone el dedo en la llaga. Pero suprimir la ética tiene sus consecuencias, según el descarnado cuadro que los argentinos tienen hoy a la vista.
Muchos ciudadanos se interrogan perplejos sobre cómo es posible alcanzar semejantes simas de desmesura a la vista de las obscenas escenas a las que hemos asistido los argentinos en materia de corrupción. Si alguien ha podido escandalizarse al escuchar llamar al dinero estiércol del diablo, como lo hizo el papa recordando a Giovanni Papini, ellas mismas pueden brindar una respuesta.
Esas imágenes se suceden en continuidad con otras que muestran una pobreza igualmente difícil de justificar en una tierra tan bendecida por la naturaleza. La avaricia y la codicia aparecen aquí en todo su abyecto esplendor y también en su oscura perversión. En el encuentro de movimientos populares que acaba de celebrarse en Roma, el Papa ha redoblado la apuesta. Ahora, el dinero aparece como la matriz de todo terrorismo, el monstruoso rostro del nuevo miedo posmoderno.
Al exhibirse tamaña adicción, que pone al descubierto el deseo enfermizo e incontrolable de acumular nuevos latrocinios, y sin llegar a tales patologías, cabe preguntarse si el consumismo en el que toda una sociedad global está inmersa no proporciona los síntomas de estructuras culturales también muy averiadas que a todos y no sólo a los gobiernos toca reconstruir.
En este trasluz se comprende mucho mejor el sentido de un pontificado. Como diría el nuevo santo José Brochero glosando al actual papa, Francisco se ha puesto la patria al hombro; no la suya solamente: todas.
Profesor de la Universidad Austral y director del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes)




