El suicida se queda con la última palabra
La impugnación borgeana de la llamada "novela psicológica" consistía en denunciar que, entre sus arbitrariedad, podía haber "suicidas por felicidad". Henri Roorda, matemático y pedagogo, es mejor recordado por sus escritos pesimistamente alegres que, leídos desde su suicidio en 1925, no pueden entenderse más que como preparación. Este "profesor de optimismo" mojaba la pluma en la bilis negra. Fue un lector atento de la filosofía de Schopenhauer, del que toma por ejemplo esta idea sobre las pantorrillas de las mujeres: "Son los maniquíes de la antiquísima Casa Fémina [...] Por todos los medios, doña Naturaleza quiere asegurar la prosperidad de su compañía". El volumen que publicó la editorial Paradiso incluye su obra maestra, Mi suicidio. En pleno quebranto financiero y espiritual, Roorda cuenta cada paso hasta que toma el último Oporto. Pero al filo de la muerte, Roorda es presa de un rapto de cuño evangélico. Le cuenta a ese lector que jamás conocerá: "Mi crimen es no haber tenido piedad por un ser desdichado al que veía todos los días, ¡y pensar que me conmuevo fácilmente!".