Nuestro peor enemigo es la enemistad
Hay dos clases de presidentes: conciliadores y militantes . Los presidentes conciliadores, una vez electos, anuncian que gobernarán para todos, los que los votaron y los que no los votaron, para restañar las heridas abiertas durante la campaña electoral. Los presidentes militantes, en cambio, siguen en campaña después de la campaña, gobernando con aquellos que los apoyan y contra aquellos que no los apoyan.
Cuando decía en los años cuarenta y cincuenta que "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista", Perón era un presidente militante. Cuando dijo al volver al país en los años setenta que "para un argentino no hay nada mejor que otro argentino", se había convertido en un presidente conciliador.
La palabra "militante" es el participio activo del verbo "militar". El verbo "militar" significa, según el diccionario, "servir en guerra". El militante parte en guerra contra sus adversarios. Esta actitud, ¿es compatible con la democracia? Si la democracia no es la guerra entre enemigos que se odian sino la competencia entre rivales que se respetan, militar contra el otro no es democrático. No es justificable pero es comprensible que durante las campañas electorales los competidores adopten actitudes militantes que se acercan peligrosamente a la guerra como un partido de fútbol de alto voltaje, pero es inadmisible que, pasada la campaña, vencedores y vencidos no se den la mano para bregar juntos por el país según la famosa definición de Balbín después de perder ante Perón en 1973: "el ganador, gobierna; el perdedor, ayuda".
El presidente militante, el que sigue en campaña después de la campaña, se acerca por lo contrario a esta definición del presidente Chávez que ofrece Fareed Zacharia en El futuro de la libertad : "Chávez representa una esperanza persistente en América latina de que el cambio constructivo no vendrá a través del diálogo en un sistema político pluralista sino bajo la forma de un líder mesiánico que echará por la borda los residuos del pasado para empezar de nuevo" ( The Future of Freedom, W. W. Norton, 2003, pág. 97).
Kirchner en campaña
El presidente Kirchner, ¿es conciliador o militante? Dada su constante actitud de confrontación, no es difícil la respuesta. Tiene, sin embargo, un atenuante. Habitualmente los presidentes asumen después de la campaña electoral, cuando se acallan los ruidos del combate. Lo insólito del calendario electoral de este año es, empero, que en vez de cerrar la campaña electoral, los comicios presidenciales del 27 de abril en verdad la abrieron, de modo tal que ella sigue vigente en los grandes y los pequeños distritos y así continuará prácticamente hasta que los electos asuman sus cargos ejecutivos o legislativos el próximo 10 de diciembre. ¿Se puede criticar a Kirchner por seguir en campaña después de la campaña antes de que ella termine? El 10 de diciembre, cuando el ruido de las acusaciones recíprocas haya cesado en todo el país, ¿podremos asistir por ello a los primeros pasos de un presidente conciliador?
Las reiteradas confrontaciones del nuevo presidente, ¿responden entonces a las anómalas circunstancias de esa campaña incesante en que se ha convertido el año 2003? ¿O reflejan condiciones de carácter que seguirán vigentes más allá de la campaña, cuando ya no sean electoralmente necesarias?
Abundan indicios que muestran al Presidente confrontando con sus interlocutores por motivos que poco tienen que ver con las necesidades de la campaña. Cuando castigó al vicepresidente Scioli con una suerte de proscripción en el seno del Gobierno por expresar sus propias opiniones, ¿respondía Kirchner a una necesidad electoral? Cuando maltrató a su ministro de Defensa, Pampuro, hasta llevarlo al borde de la renuncia, ¿estaba en una tribuna proselitista? Cuando la senadora Kirchner humilló a un político digno como el senador Baglini al no considerar siquiera las razones de su excusación en el juicio al juez Moliné O´Connor, ¿estaban en juego los votos de algún distrito electoral?
Estos y otros incidentes no parecen responder a las urgencias electorales sino, más bien, a una cuestión de carácter. Para el matrimonio Kirchner, haya o no elecciones, ¿gobernar es confrontar? Pero el mal carácter no es a veces tal sino la expresión de un concepto político en función del cual la sociedad se divide entre "buenos" y "malos", siendo el deber de los buenos terminar con los malos.
El miércoles pasado, cuando llamó a "terminar con los ladrones y corruptos y con los que se llevaron la riqueza de esta tierra", ¿estaba pensando Kirchner sólo en los delincuentes que deberían estar presos después de un juicio justo o también en aquellos cuyo único pecado es no concordar con su modelo de país?
Presentación de Mani
El problema central de las grandes religiones siempre ha sido explicar la existencia del mal. Si Dios es todopoderoso e infinitamente bondadoso, ¿cómo ha creado un mundo donde abundan el sufrimiento y la injusticia?
Una de las respuestas que se han dado a la existencia del mal es afirmar que hay otro dios aparte de Dios, cuya negra vocación es difundir el mal. Por ejemplo, el demonio. Pero, en tanto el cristianismo siempre pensó al demonio como un ángel caído, menor que Dios, que tienta pero no anula a la libertad humana, una milenaria corriente religiosa pensó que hay dos dioses de potencia equiparable: el del bien y el del mal.
Esta corriente nació hacia el año 600 antes de Cristo con el mazdeísmo del persa Zoroastro, que suponía la existencia de un dios de la luz, Ormuz, y un dios de las tinieblas, Ahriman, en lucha sin cuartel entre ellos. En el siglo III después de Cristo, el monje persa Mani introdujo la tradición mazdeísta como una herejía cristiana llamada maniqueísmo . La consigna del maniqueísmo es la guerra santa de los buenos contra los malos, que continuará hasta el fin de los tiempos. Persia siempre ha sido un hogar propicio a la guerra santa. En pleno siglo XX, el ayatollah Khomeini reencarnó, desde el chiismo, el dualismo persa del bien y del mal.
Pero el maniqueísmo no detuvo su influencia en Persia. Envenenó la vida de las más diversas edades y los más diversos pueblos. Y no limitó su imperio a las guerras religiosas. Invadió también la política, convirtiendo a los rivales que competían por el poder en enemigos irreconciliables.
Desde la lucha despiadada entre unitarios y federales, la Argentina crujió más de una vez bajo el peso del maniqueísmo político. Sufrió tanto la intolerancia entre conservadores y radicales como la lucha fanática entre militares y montoneros, pasando por la confrontación fratricida entre peronistas y antiperonistas. Cada vez que los argentinos se odiaron entre ellos el país retrocedió porque, según decía mi admirado titular de Derecho Político Mario Justo López y viene de recordarlo una carta de lectores de LA NACION el viernes último, "un pueblo con el corazón partido no es una nación". Desde el fondo de la historia, la Argentina ha sido tentada por el maniqueísmo, cayendo más de una vez bajo sus garras. Este es entonces nuestro mayor enemigo: sentirnos enemigos. Esta es la atracción fatal que Kirchner podrá alejar cuando deje de ser un presidente militante y pase a ser un presidente conciliador.