Se puede bajar la inflación sin dejar de crecer
Un acuerdo sectorial en un clima de credibilidad, y con objetivos claros, permitiría controlar el alza de precios sin generar recesión
Cuando me recibí, en 1971, nunca hubiera imaginado que más de 40 años después seguiríamos discutiendo si la estabilidad de precios y el crecimiento económico constituyen opciones antagónicas o no. Pero la política económica de este gobierno y, más precisamente, las palabras recientes de la Presidenta ("no tengo metas de inflación, pero si de crecimiento") nos obligan a resucitar un tema que está absolutamente superado tanto en la teoría como en la práctica de la economía mundial.
En primer lugar, hay que señalar que la inflación ha dejado de ser un problema para la inmensa mayoría de los países del mundo. No son más de 10 los países que tienen más de 10% de inflación, entre los cuales están la Argentina, Venezuela, Belarús y siete países africanos. El resto, o sea, el 95% de los países, tiene niveles de inflación inferiores al 10%, y la mayoría, inferiores al 5 por ciento.
La idea de que para bajar la inflación hay que enfriar la economía atrasa por lo menos 30 años. En los años 70 la visión monetarista, a veces llamada ortodoxa, planteaba que para lograr la estabilidad era necesario aplicar una restricción monetaria, subir las tasas de interés y congelar el tipo de cambio, generalmente después de una fuerte devaluación. Estas propuestas, impulsadas por el FMI, fracasaron en casi todos los países donde se implementaron, incluida la Argentina, porque después de un período de relativa estabilidad sobrevenían los problemas en la actividad productiva, agobiada por las altas tasas de interés y el atraso cambiario. Generalmente, el fin del experimento llegaba cuando las deudas privadas arrastraban a la quiebra a los bancos y había que emitir dinero para cubrir a los depositantes y, en medio de una corrida cambiaria, volver a devaluar.
En la vereda de enfrente de la visión monetarista, ya en esos años, estaban los que pensaban que la inflación era el resultado del desequilibrio entre las pujas sectoriales, incrementado por las expectativas fuera de control. Las pretensiones de asalariados, de empresarios y del gobierno resultaban incompatibles, y generaban aumentos de salarios, de precios, de tarifas y de tipo de cambio, acelerando el proceso inflacionario. Cada sector que obtenía el aumento deseado estaba satisfecho sólo unos meses, hasta que el siguiente sector lograra el suyo. Con el tiempo, cada sector aprendió que debía pedir más de lo que realmente necesitaba, para anticiparse al reclamo del otro; así se llegaba a la aceleración de la inflación y, eventualmente, antes del descalabro fiscal y externo, y ante la caída de la demanda de dinero, a la hiperinflación.
Consecuentemente, en aquellos años surgió la llamada "política de ingresos", entre cuyos impulsores locales se destacaba Carlos Moyano Llerena, mi profesor de política económica en la UCA, cátedra que tuve el honor de heredar y dictar por más de 11 años. Traigo esto a colación porque en los fundamentos de aquella política se pueden encontrar los rudimentos de las que hoy se denominan "metas de inflación".
La idea básica común es que para bajar la inflación no hace falta frenar la demanda por la vía monetaria, con su impacto recesivo, sino coordinar los reclamos de cada sector para hacerlos compatibles con la oferta total. Si los empresarios, los sindicalistas y los responsables de la política cambiaria, monetaria y fiscal llegaran gradualmente a un acuerdo sobre la forma de distribuirse el ingreso nacional, no tiene por qué seguir habiendo tanta inflación.
La política de metas de inflación introduce tres elementos que constituyen un perfeccionamiento decisivo sobre las propuestas de la política de ingresos: el gradualismo, la publicidad de las metas y el posterior monitoreo obsesivo y transparente de las tendencias inflacionarias.
Las metas de inflación ( inflation targeting ) nacen en Nueva Zelanda en los años 90 y son aplicadas con éxito en muchos países para reducir inflaciones de 15 a 25%, entre ellos, Inglaterra, Canadá, Israel, Turquía y, en nuestro continente, Chile, Perú, Uruguay y Colombia. La lógica central es el acuerdo entre los sectores económicos acerca de una muy gradual reducción de la inflación, consistente con la expansión monetaria deseada por el gobierno, y con su política fiscal, cambiaria y tarifaria. Fijadas esas metas se establece un monitoreo de todos los precios, y reuniones semanales de una comisión de seguimiento de la inflación, que se crea especialmente.
Así, no hay grandes cambios de precios relativos, provocados por sucesivas devaluaciones, aumentos de precios, de salarios, de tarifas, etcétera. Tampoco es necesario subir las tasas de interés, ni congelar el tipo de cambio o las tarifas. La idea central es ir "planchando" los reclamos para ir bajando la inflación, y lograr que las expectativas vayan aterrizando gradualmente en las metas establecidas por todas las áreas del gobierno, pero consensuadas con todos los intereses privados.
Obviamente, no todos los países lo implementaron igual de bien. El sistema funciona muy bien "por las buenas", pero no tan bien cuando pierde credibilidad y consenso. Se suele utilizar el ejemplo de Brasil para desacreditar esta política. En ese país, en los últimos años, tuvieron que echar mano a recursos ortodoxos (subir las tasas de interés) porque no se lograba la meta de inflación preestablecida. En mi opinión, esa meta del 4,5% anual es demasiado ambiciosa e inconsistente con la situación fiscal, especialmente de las economías estaduales. El resultado fueron tasas de interés muy altas, que provocaron un ingreso extraordinario de fondos especulativos, lo que a su vez provocó tensiones inflacionarias que reforzaron las distorsiones entre la macroeconomía y las metas establecidas. Como tantas otras veces, no sirven las soluciones monetarias para los desequilibrios fiscales, por lo menos en las economías emergentes.
Pero si dejamos de lado Brasil, el resto de las economías del continente muestran resultados muy positivos y compatibles con altos niveles de crecimiento en los últimos 5 años. También la evolución de la economía argentina durante los primeros años de esta década confirma que crecer y contener la inflación son objetivos no sólo compatibles, sino complementarios. En esos años, hasta 2006, se logró crecer a tasas del doble de las actuales, con una inflación tres veces menor. Lamentablemente, en 2006, y especialmente en 2007, con la intervención del Indec, comenzaron los desvíos fiscales y la anarquía de expectativas inflacionarias, que reinició la carrera de precios y salarios, que perjudica tanto a empresarios como a trabajadores. Pero que obviamente beneficia al Gobierno, que es quien recauda el impuesto inflacionario. Y también a las entidades financieras, como queda muy claro en la evolución de sus balances y en las cotizaciones bursátiles, que contradicen el discurso productivista del Gobierno.
Con alta inflación, la distorsión de los precios relativos es muy grande y surgen temores a salariazos, tarifazos o megadevaluaciones, lo que ahuyenta la inversión productiva. Sin inversiones no hay aumentos de producción ni de productividad. Tanto el empleo como los salarios dejan de crecer, más allá de la ilusión que se genera con los aumentos nominales de salarios. También la inversión extranjera huye de los países con alta inflación, porque generalmente ésta viene acompañada de políticas intervencionistas, restricciones cambiarias y fuertes devaluaciones. En consecuencia, no hay ninguna razón para esperar que un país crezca más con inflación, ni mucho menos que aumente el bienestar de sus habitantes, especialmente de los que dependen de ingresos fijos, como asalariados y jubilados.
Estamos a tiempo en la Argentina para adoptar lo mejor de esta política de metas, adaptada a nuestra realidad, y así lograr bajar muy gradualmente la inflación sin generar recesión ni el atraso cambiario que hoy está asfixiando a las economías regionales. Obviamente, el primer paso sería recrear un Indec creíble, como el que teníamos hasta fines de 2006. Mal podríamos acordar bajar la inflación del actual 27% a un 22% en 2014 si el organismo oficial dice que la inflación es del 10 por ciento.
El camino elegido por el Gobierno para bajar la inflación, basado en los controles y los telefonazos, ya ha fracasado, y el Gobierno se acerca cada vez más, aunque no quiera reconocerlo, a las perimidas recetas monetaristas de los años 70: restricción monetaria, aumento de las tasas de interés y atraso tarifario y cambiario. Los argentinos, especialmente los mayores, ya sabemos cómo termina esta historia.
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