Sin lugar para las víctimas
La falta de estadísticas y la tendencia del sistema penal argentino a privilegiar el cuidado de los acusados antes que el de los damnificados dejan a la intemperie a quienes buscan justicia
¿Cuál es el lugar de la víctima en nuestro sistema penal? Creía que ocupaba uno de los platillos de la balanza de la Justicia. Lo que sigue es una reflexión testimonial.
Mi hijo Manuel ingresó como un número en las estadísticas de víctimas de homicidios viales de la ciudad de Buenos Aires del año 2006. Fue atropellado sobre la vereda del Monumento de los Españoles. Si logré soportar la morosidad judicial que mortifica a los deudos, si puedo hacer memoria de lo que pasó, es porque el poco Estado que funciona hizo el debido registro y habilitó mi derecho a saber la verdad. La estadística judicial, el número frío, es la primera evidencia de lo que le sucedió a una víctima y, más allá de toda ironía, resulta vital. No imaginaba que ese registro podía ser omitido.
Lo comprendí cuando una madre comentó –en una marcha pública en reclamo de justicia– que la muerte de su hijo Alejandro, embestido en una avenida del Gran Buenos Aires, no había sido registrada por la autoridad policial hasta que ella, a los gritos, se lo exigió al jefe de la comisaría correspondiente. El "olvido" del funcionario policial le negaba al hijo de Norma su condición de víctima; sin el expediente, no habría causa en la fiscalía de turno.
¿Cuántas víctimas padecen esta omisión violatoria de derechos básicos? Entre los familiares, el temor ante la inequidad es palpable.
En la Argentina no hay estadísticas comparadas entre el número de hechos de tránsito y las causas iniciadas en sede judicial. Tampoco se hace un seguimiento de los homicidios viales en proceso y menos aún sabemos cuál es su resultado penal, a excepción de ciertos estudios sobre lo que sucede en algunos juzgados provinciales. Esto debe interpelar a los aparatos estatales de todo el territorio nacional porque, como sabemos, el Código Penal es único, pero el procedimiento de imputación, acusación y eventual juicio es específico de cada provincia, pues depende del código procesal penal de cada jurisdicción. Y explica por qué las experiencias judiciales de los familiares de víctimas de la violencia vial –de malas a peores– dependen de cada contexto procesal.
¿Por qué si actuamos con la ley en la mano nuestro camino es un calvario? ¿Qué clase de equilibrio preserva así el sistema judicial? El principio de inocencia no necesita mancillar a la víctima para ser respetado. ¿Por qué el Código, tanto el que rige y más aún el actual anteproyecto, computa el delito por la intención de quien lo comete y no por el resultado que provoca el autor con su acción? ¿Cómo se tutela entonces el derecho a la vida y a la integridad física de las personas?
Frente a cada crimen vial, el Código nos responde lo mismo: no había intención, no hubo dolo. Nuestros argumentos para explicar que no se trató de un accidente, que quien conducía era un violento al volante pues iba alcoholizado y/o superaba la velocidad permitida y/o cruzó en rojo… sólo harán sonreír al legislador/a, al operador judicial, al funcionario que nos atiende. "Nadie sale con el auto a matar, insisten. Y aun cuando la ley hoy admite algunas pocas penas de cárcel efectiva para hechos viales culposos agravados, los jueces no las aplican casi nunca, los tribunales las rechazan. ¿Las causas viales los abruman porque son muchas y abarrotan los juzgados? No es ésta la respuesta.
Basta con mirar a nuestro alrededor para saber lo que sucede en aquellos casos brutales en los que el acusado ha demostrado su intención asesina. La mano dura que gatilla y mata, que viola y mata o que asalta y mata no tiene el impacto numérico de la que atropella y mata, embiste y mata. Es cierto que hay muchísimos más casos de inseguridad vial que de delito común, la relación es de 4 a 1. Sin embargo, los autores de delitos contra la vida tampoco reciben sanciones severas porque la idea de castigo está impugnada en la concepción que hoy anima al grueso de la justicia argentina, como muy bien lo analiza Diana Cohen Agrest en su libro Ausencia perpetua. Todavía es imposible dialogar con esa vertiente del pensamiento jurídico, pero los familiares de víctimas de violencias lo seguiremos intentando.
Quiénes sostenemos el derecho de la víctima creemos que es necesario castigar la violencia contra el vulnerado, para disuadir y evitar la reiteración. Pero el sistema penal funciona con otra premisa. La administración de las penas gira en torno a las formas de hacer disminuir su afectación sobre el vulnerador. ¿Quién puede ver a la persona vulnerada si lo que importa es el contacto, personal, directo y hasta clínico con el causante? Es el acusado y eventual condenado quien es atendido como si fuera el verdadero afectado. Concluye así el primer acto de la sustitución de la víctima por el victimario.
El segundo acto se desarrolla en la misma cárcel. Paradójicamente, el sistema se desentiende de lo que sucede, pese a las precisas denuncias por malos tratos y vejámenes a los presos. También por esto las madres gritan. Las requisas se hacen a los palazos y tirándoles gas pimienta. ¿Por qué no enfrenta el Estado la violencia de los servicios penitenciarios? ¿Por qué no actúa sobre las redes criminales que se reproducen? La abolición de la pena no es la respuesta. Sólo desaparecería la víctima, pero no el delito.
El tercer acto de sustitución de la víctima se produce fuera del sistema, cada vez que alguien, con aires de saber de qué va la cosa, prejuzga a una persona vulnerable como si fuera un delincuente en potencia. Así se repite, en clave positiva –"yo en su lugar también robaría"– la visión menemista que criminalizaba a la pobreza en los años 90. Las madres que enfrentan el flagelo del paco conocen esta falacia y luchan por el acceso a la Justicia. ¿Por qué les cuesta tanto? Porque el sistema atiende al vulnerador, sea vulnerable o no, y olvida al vulnerado.
La víctima pobre es la primera que desaparece y siguen las demás, porque no hay lugar para ninguna en nuestro sistema penal.
La autora es historiadora, presidenta de Activvas, asociación civil contra la violencia vial