"No quiero esperar a que sea viernes para vivir"
A veces, se trata de un paisaje que nos emociona hasta las lágrimas; otras, un libro, una película o un viaje inolvidable. Están también esos abrazos eternos; esos que penetran en cada fibra de nuestro ser y se vuelven indelebles. Sí, sin dudas a lo largo de nuestras vidas, existen un sinfín de presentes que, sin saberlo, se volverán recuerdos imborrables que nos marcarán para siempre.
Y a veces, no se trata de algo excepcional; en ciertas ocasiones, puede tratarse de una simple frase mundana. Una sentencia que, por cotidiana que parezca, hace sinapsis en nuestro cerebro y nos revoluciona la vida. Algo así me pasó a los 20. Por aquellos años, trabajaba como recepcionista en Retiro, a unos pasos de la Plaza San Martín; mi insomnio crónico, estaba en su máximo apogeo. No me gustaba el trabajo, no me amigaba con aquello que había elegido para estudiar, no estaba enamorada de mi novio y detestaba los lunes. Qué fea sensación. Jamás había detestado los lunes.
Todos los martes, una mujer que trabajaba en el área de administración de la empresa, se cruzaba conmigo en el ascensor. Todos los martes me decía: recién es martes. En mi respuesta, había una mirada helada y un balbuceo apenas inteligible. Los martes se fueron apilando, insoportables, asfixiantes, densos al punto que se me pegoteaban en todo mi cuerpo y mi espíritu hasta los viernes.
Creo que el nombre de la señora me lo olvidé al mes de renunciar, pero esa sentencia de cada semana, significó uno de esos puntos de quiebre en mi vida. "Si sólo vivimos para esperar que llegue el viernes, vivimos queriendo que la vida se nos pase más rápido. Eso no es vivir." Se ve que la repetición constante de su frustración había calado hondo y mi alma no lo pudo soportar más. Mis palabras salieron claras y ella me miró con ojos grandes y desorientados. La dejé muda. Pero más importante: me dejé muda. Estaba claro: más que para ella, esas palabras eran para mí.
"No quiero esperar a que sea viernes para vivir", pensé decidida. Y, sin más y a partir de entonces, todo cambió. No de manera drástica, ni rápida, pero definitivamente había librado una batalla de esas incansables; una que dura hasta el presente y que jamás terminará. En ella, mi desafío fue y es que un lunes pueda resultarme igual de emocionante que un viernes. Que un martes, pueda traer tantas alegrías como un sábado. O que un miércoles, no tenga menos valor que un domingo.
A partir de mi nuevo propósito en la vida, hubo días aburridos, días luminosos, días de risas y de llantos; hubo lunes que fueron para la posteridad y sábados que resultaron para el olvido. Sin embargo, lo que ya no hubo es un rendirme a una existencia siempre predecible, insatisfecha y marcada por esos viernes sobrevalorados y esas pequeñas depresiones de domingo a la tarde.
Para lo que sigue, les comparto este tema que me estremeció por completo la primera vez que lo escuché y me inspiró a "despertarme por dentro":
Lo primero que hice con el dinero ahorrado después de renunciar, fue irme a estudiar medio año al exterior. Quería explorar otras cotidianidades, otra cultura, otra forma de estudiar y de ver el mundo. A veces, uno está tan metido en una rutina, que empieza a creer que es la única válida, la que nos toca; una de la cual no podemos escapar. En esos instantes, cuando estamos invadidos por la sensación de lo inevitable, creo que es sano dar un paso al costado y despegarnos del cuadro. Animarnos a dar un salto a lo desconocido; desafiarnos a conocer y vivir diferente para que nuestra mente se abra, se expanda y le dé una posibilidad de entrada a las ideas nuevas; ideas que, tal vez, sólo puedan emerger cuando nos enfrentamos a lo extraño.
De viaje, trabajé en las cosas más variadas: en ferias, en bares y limpiando una casa de una pareja gay que solía regalarme vinos y espumantes que traían de sus escapadas de fin de semana. Todo lo hacía en bicicleta; y en la universidad, en los paseos y salidas, conocí personas de todas partes, con diferentes credos y con las percepciones del mundo más dispares que podamos imaginar.
Un fin de semana de julio, me subí a un tren que me llevó a Berlín, a la fiesta electrónica más importante de aquella época: la Love Parade. Fue el evento más exótico y multicultural al que haya asistido jamás. El tecno estaba en su pico máximo de esplendor y los policías bailaban desenfrenados con pelucas verdes sobre los patrulleros. Millones de personas de todos los colores, idiomas y religiones, congregadas en la capital que simbolizaba el fin de los muros, la unión, la paz y el amor. Todos bailando al ritmo de una música sin letras, sin idioma, sin división. Como en el principio de los tiempos, todos unidos en una gran tribu, moviendo el cuerpo y hablando en una legua universal: danzar. Inolvidable.
A mi vuelta, con una visión expandida y renovada de la vida, comencé con mis emprendimientos. Pasé por muchos momentos de recaídas, de malestares, de amesetarme y angustiarme, pero en el fondo de mi alma, ese desafío que me propuse a mis 20 años, jamás murió. De a poco, me animé a la escritura, me rodeé de libros, instalé un buen equipo de música, heredé los discos de vinilo de mi hermano, compré una bandeja tocadiscos usada, enchufé ese órgano Yamaha de los años 80 y comencé a practicar esas canciones que siempre amé. No soy una genia en el teclado ni por asomo, pero lo disfruto tanto pero tanto. En definitiva, construí un pequeño santuario en donde para mí es menos probable que un día pueda ser un mal día; uno en el cual, cada uno de ellos, puede potencialmente atesorar un disfrute único y especial.
El otro día, le pregunté a Diego cómo hacía para levantarse tan enérgico cada mañana."Es una costumbre que traigo desde chico", me dijo. "Me buscaba cada noche una motivación para el día siguiente y me iba a dormir pensando en eso. Entonces, a la mañana no veía la hora de levantarme, porque sabía que eso lindo me estaba esperando." Sencillamente hermoso. Con el espíritu alto, a pesar de su historia de vida, dura como pocas.
Todos podemos ser artífices y motivadores de nuestro propio despertar feliz, sin importar el día que sea. Todos podemos, de a poco, elevar nuestro propio templo colmado de tesoros y actividades amadas; un hogar que, sin importar su tamaño o su lujo, nos inspire una sonrisa cada día. Todos podemos animarnos a dar saltos que nos despeguen por un momento de nuestra zona de acostumbrada comodidad y nos ayude a aclarar y expandir la mente.
Todos podemos, en definitiva, dejar de sobrevivir esperando a que sea viernes y encontrar a diario una motivación; podemos vivir sin apuro y sin que importe qué día sea hoy.
Yo, al menos, no quiero que la vida se me pase más rápido.
Ustedes, ¿tienen la tendencia vivir esperando a que sea viernes (o sábado o su franco)? ¿Cómo enfrentan su propio desafío de saborear la vida cada día?
Beso,
Cari