
Praga, amor a primera vista
El cielo que contrasta con las negras torres de una iglesia medieval y esos techos tan perfectamente rojos. Las calles zigzaguean por entre la gente que camina y se deleita con la maravilla de esta ciudad.
Trabajé en Inglaterra seis meses, conocí muchas ciudades, pero ninguna como Praga. Vivo con el recuerdo de esos puentes que acarician el río, con esos arcos que dibujan hermosas figuras sobre el agua. A los lados de los puentes, las estatuas vigilan y son tan perfectas mirándolo todo. Un paso, y otro, y otro paso, y era todo tan Praga, tan único, los pequeños edificios, los carruajes mimetizados entre la gente y la plaza recostada junto a la iglesia. Recuerdo el pequeño mercado de Navidad, el vino caliente que se sirve cual si fuera té o el frío de diciembre ardiendo en mis mejillas.
Cómo describirla si es tan sublime, cómo contar que el amor brota de sus avenidas empedradas o que todo se conserva tal cual era hace cientos de años.
La plaza principal, los bancos que no parecen bancos porque están tan escondidos en la antigüedad de las fachadas; cruzar el río y descubrir una catedral gótica posada en el horizonte, allá arriba mirándolo todo. Propuse caminar hasta los pies de ella, explorar el trayecto, nadar a la deriva hasta encontrarla. Descubrí que el pasado estaba vivo, que el romanticismo se había vestido de ciudad y los recovecos eran tan increíblemente medievales. Los negocios, las marionetas sentadas esperando que las compren, una mujer y un hombre cantando a coro en la mitad de la nada y dos voces que no podían ser más perfectas. Fue un largo trayecto, pero valió la pena, las calles nunca fueron tan hermosas y los puentes se quedaron con mis lágrimas. Las puertas de la catedral me recibieron y yo ahí, perdido junto al altar, al enorme altar con las columnas altísimas y los vitraux besándose con la luz del día que se alejaba de a poco.
Caminaba de vuelta al hotel, pensaba que ya nada podía sorprenderme, pero me equivoqué. Praga era hermosa también de noche, con sus pequeñas luces que se acurrucaban entre las edificaciones, y los carruajes seguían alardeando de su maravilloso andar.
Había sido un día como pocos en mi vida, la Europa de los cuentos vive ahí, junto a esa Iglesia que se ve en la foto, se despierta cada mañana con el reloj cucú que se asoma por una pequeña puerta y deleita a los asombrados turistas. No sé si volveré a ver otra más bella, sólo sé que nunca la voy a olvidar.






