Un ritual para estimular nuestra creatividad
Mi departamento está ubicado en una esquina muy transitada. Cerca de casa, hay varios colegios y comercios y, a eso de 7 de la mañana, los bocinazos y las voces se elevan hasta alcanzar decibeles llamativos. Apenas mi pie traspasa la puerta de madera del edificio, mi cuerpo autómata se suma a la vorágine. Tengo los minutos contados hasta la estación de tren; entonces camino las cuadras que me separan acelerada, sorteando a la mujer del cochecito, al señor del perro, al grupo de estudiantes agolpados en la entrada de la escuela y al chico con la bandeja cargada de cafés. Apenas piso el andén, me saco el abrigo. Ni siquiera hace frío en este falso invierno y al tren llego indefectiblemente acalorada.
En el vagón vamos apretados, pero peor es cuando bajamos en Retiro. La procesión se traslada a paso lento, con la cabeza gacha y las vistas puestas en el celular o la nada. Por suerte, la estación perdió esa atmósfera lúgubre y, mientras bajo las escaleras hacia el subte, puedo escuchar un altoparlante anunciando las partidas en forma nítida y no con la voz perdida y distorsionada de antaño.
El subte C siempre va lleno. Me acomodo al lado de una de las puerta de la primera formación (¿o será la última?) y me agarro fuerte, mientras la máquina se sacude en un par de curvas hasta llegar a la estación Lavalle. Durante las diez cuadras que camino hacia el trabajo, me cruzo con unos cuantos tipos que me ofrecen “cambio cambio”, manteros de piel morena, cuerpos atléticos y vestimentas impecables de colores atractivos - ¿en qué barrio de Buenos Aires vivirán?-; cadetes con carritos llenos de legajos apilados y señores y señoras de leyes, discutiendo a viva voz acerca del caso del día que los estresa.
Para cuando llego a mi escritorio, las más de dos horas y media que me separaron de mi despertar, hicieron lo suyo: me siento bastante tensa, cargada de olores citadinos –producto de las cocinas de los restaurantes y los caños de escape – y con mil conversaciones ajenas rondando mi cabeza.
Para lo que sigue les comparto este tema. Una de mis bandas favoritas y una canción ideal para lo que viene:
Los carteles, las voces, los autos, Internet, músicas diversas que salen de parlantes ajenos, luces, velocidades, todo, pero todo eso y más, es ruido que entra naturalizado y pega directo en nuestro cerebro; allí instalado, ocupa un enorme espacio y eso simplemente no está bueno. La vida nos sumerge en torbellinos que no nos dejan parar, no nos dejan pensar pero, por sobre todo, nos bloquean el sentir, crear e idear. Por eso, el día que entendí los estragos que el ritmo impuesto estaban generando en mí, supe que algo tenía que cambiar. “Hoy”, pensé, “no mañana”.
Lo que primero decidí, fue algo muy sencillo: a la vuelta de mi trabajo, empecé a caminar las casi treinta cuadras que separan mi oficina de la estación; siempre lo hago tomando caminos alternativos. Con ese hábito, no sólo descubrí nuevos rincones, sino que pude observar que apenas si llego diez minutos más tarde a casa y que, con la experiencia, estaba ganando muchísimo más. Junto a mi música amada, en mis regresos me propuse desconectarme del mundo y fluir como si todo desapareciera. Y ahí, en ese proceso, surgió algo maravilloso: sin buscarlo, mi mente comenzó a idear, crear y moldear en el aire. Mis pensamientos, desprendidos de la tensión, se fugaron a lugares nuevos e insospechados. Fue así como, en mis caminatas diarias, me puse a escribir. Tal como suena: todo lo que plasmo en esta pantalla, ya fue escrito en mi cabeza en ese tiempo propio; un tiempo desapegado de la velocidad característica de la ciudad.
Mi hermano, otro ser humano que como muchos lleva una vida incansable, en vez de caminar se tira en un sillón. Lo hace de manera inesperada, en el medio del día laboral. Unos minutos más tarde, y como si fuera un aparato vuelto a enchufar, resurge recargado y con nuevas soluciones para sus dilemas de programación de sistemas. El ama su profesión pero, para funcionar y resolver, necesita parar. Lo más importante, es que lo hace sin culpas; sabe que así es más creativo y productivo.
También recuerdo el caso de una vieja amiga que un día empezó a correr todas las tardes para participar de los 5 km de no sé qué marca. Durante esa experiencia se emocionó tanto, que todos sus sentimientos emergieron hasta el punto que todo su ser fue consciente de sus elecciones de vida. Entonces, se animó a terminar su relación tortuosa y a asociarse con otra persona para encarar su emprendimiento.
Creo que para estimular mejor nuestras ideas, debemos cambiar nuestros rituales. Animarnos a quebrar las rutinas de siempre para incorporar hábitos que nos desconecten del ruido invasor; hábitos que nos transporten a un espacio propio. Animémonos, porque en modo automático y repetitivo los días pasan más rápido, en el peor de los sentidos. Amaneceres y atardeceres como el día de la marmota, que pasan volando y casi desapercibidos; sensaciones extrañas de insatisfacción y de que nos falta tanto por vivir y por hacer.
Animémonos a quebrar las rutinas impuestas para dejar entrar nuevas sensaciones, nuevas ideas y nuevas creaciones. La mente, peculiar y poderosa, reacciona de maneras inesperadas ante nuevos sucesos. Ella nos puede sorprender y hacer magia para nuestras vidas; la mente puede dispararse hacia lugares insospechados y desconocidos para nuestra conciencia. Puede llevarnos por caminos diferentes que nos trasladen hacia soluciones anheladas y felices.
Estoy convencida de que cada uno de nosotros puede descubrir ese espacio personal y disparador de la creatividad. Y ese lugar, ese en donde habitan nuestras mejores ideas, no tiene por qué estar relacionado con nuestros sueños y proyectos en forma directa; tampoco debe necesariamente esconderse en un viaje, en un fin de semana o en un día libre. Ese universo, puede encontrarse en el simple hecho de caminar, de salir a correr, bailar, acostarse un rato a mirar el techo y escuchar música nueva; o tan sólo en el ritual de sentarse en el balcón de noche a mirar el cielo. Cosas que están al alcance de nuestra mano, que podríamos hacer, pero que por algún motivo extraño abandonamos, vencidos por el día de siempre.
Escribo esto también para animarme a mí misma, porque en los últimos días me sentí nuevamente tironeada hacia la rutina avasallante. Para llegar más rápido a ciertos compromisos, me perdí tres de mis caminatas diarias y con ellas, me perdí de mis pausas y mi lugar disparador de las nuevas ideas.
Hoy y siempre tengo que recordarme: no quiero llegar más rápido, quiero llegar mejor.
Ustedes, ¿descubrieron algún ritual propio en la cotidianidad que los ayude a desconectar y que les sirva de disparador de ideas?
Beso,
Cari
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