La grieta estructural
La biografía y la geografía no deciden el voto, pero que las hay, las hay. Votan mayoritariamente por el Gobierno la Capital Federal y las provincias desarrolladas del centro, las clases medias urbanas dedicadas a los servicios y el procesamiento de informaciones, el sector agropecuario, los empresarios y empleados de los sectores económicos competitivos y las personas adultas que viven o vivieron de su trabajo. Votan mayoritariamente contra el Gobierno los millennials, los que viven de subsidios, los empleados y empresarios de sectores obsoletos, las provincias feudales del Norte, las provincias petropolíticas del Sur y el conurbano bonaerense vuelto al subdesarrollo después de tres décadas de barones feudales. Son datos, no opiniones. Datos confirmados por cualquier estudio electoral de las últimas décadas. Negar la realidad e intentar vivir de la mentira no es progresismo sino cosa de ignorantes o perversos.
Cuéntenla como quieran. Llámenme discriminador o digan que fue una maniobra electoral de Durán Barba. Pero aquí está la verdadera grieta. No separa a rubios de morochos, ni a peronistas de antiperonistas, ni al Interior de la Capital. Es menos complejo. La verdadera grieta separa a los sectores razonablemente productivos que han entrado con cierto éxito y dignidad al siglo XXI de los que se han quedado rezagados y han vivido, viven y pretenden seguir viviendo colgados del resto a través de prebendas, subsidios y coparticipaciones. De un lado, una Argentina adulta capaz de valerse por sí misma. Del otro, una Argentina adolescente cuya identidad se define por la dependencia y por la queja.
Quienes creen que la gente vota con el bolsillo deberían observar con cuidado estos datos: entre errores y esfuerzos, desde la corrida cambiaria de 2018 el Gobierno ha tenido que ser cruel con sus votantes para que el país no se prendiera fuego. El gasto social es el más alto de la historia porque vivimos tiempos de emergencia y porque las alternativas eran la miseria generalizada, el intento de golpe y las decenas de muertos en saqueos. Y sin embargo, allí están mayoritariamente, rezongando y exigiendo pero firmes, los jubilados, las clases medias, los que en todo el país viven de su trabajo. Jugándose el segundo tiempo del partido. Conscientes de que en las elecciones de este año no se deciden los próximos cuatro años de gobierno sino dos décadas de futuro argentino. La República o el autoritarismo bolivariano. Los fundamentos de una economía sustentable o el cortoplacismo de "pongamos plata en los bolsillos y después vemos". La inflación como un enemigo difícil de derrotar o la inflación como proyecto de vida. La modernidad abierta al mundo y el acuerdo Mercosur-Unión Europea o el delirio populista-proteccionista-industrialista en pleno apogeo de la sociedad global de la información y el conocimiento, y que inevitablemente lleva hacia Irán y Venezuela.
Es cierto que el último año fue muy duro y que la mayor parte de las reformas están a medio camino. Pero es también cierto que en la Argentina adulta ha sobrevivido, pese a los golpes, un pasado de trabajo y de esfuerzo que viene de una tradición familiar. La de los emigrantes europeos que se vinieron a este fin del mundo buscando un futuro. La de los compatriotas del Interior que emigraron a las grandes ciudades en busca de lo mismo. La de los que se quedaron en su lugar de origen, resistiendo a la intemperie lo peor de la tormenta que vació sus provincias. Gente que sabe que el cemento no se come pero también sabe que sin cemento no se come. Gente que entiende el valor de tener fuerzas de seguridad en las cuales confiar y una Justicia igual para todos. Gente que sabe distinguir entre una mafia y un gobierno. Gente que cuando piensa en el futuro no está pensando en la semana que viene. Gente que cuando el candidato opositor dice "tu esfuerzo de hoy tiene que valer hoy" se da cuenta enseguida de que es una persona que no ha hecho jamás ningún esfuerzo. Porque los esfuerzos de hoy casi nunca se ven hoy. Porque hay un tiempo de maduración de los esfuerzos. Porque desde el día en que se ponen los cimientos de una casa hasta el momento en que se la inaugura pasa un tiempo. Un tiempo de espera insoportable para el capricho de la Argentina adolescente. Un tiempo incomprensible para los "tipos comunes" que viven en pisos que les prestan en Puerto Madero, y pasean sus perros de raza, y toman lecciones de guitarra con sus ídolos, y nunca vieron nada mientras se robaban todo.
La verdadera grieta no es el fruto de una estrategia electoral sino la derivada política de una tragedia estructural. Separa la Argentina ardua pero posible del futuro de la Argentina fácil de un pasado de decadencia. Divide una Argentina adulta y productiva de otra Argentina adolescente, dependiente y subsidiada. Y la adultez de la Argentina futura implica la capacidad de abandonar las utopías revolucionarias y comprender que no todo se cambia en un día, y que los cambios profundos y a contramano de poderes y sentidos comunes constituidos durante décadas no es fácil y lleva tiempo. Que sea difícil no quiere decir que no sea posible. Sobre todo, porque no se trata de poner un país contra el otro ni de propiciar proscripciones o secesiones. Se trata de decidir si estos Estados Unidos del Sur de América que alguna vez fueron las Provincias Unidas serán liderados democráticamente por el Norte avanzado, en cuyo caso tendremos Sillicon Valleys en el Sur, o seguirán hundidos en la hegemonía autoritaria populista que se inventó una fábrica de pobres de la cual vivir en el corazón ayer pujante del conurbano.
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