
La trastienda de 21 horas de sesión: una batalla política, una guerra contra el sueño
Diputados dormidos sobre una mesa, discursos enfervorizados, entusiasmo oficialista mezclado con la desazón de los kirchneristas; postales de una jornada maratónica
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A Mario Negri no le alcanzan los brazos para retribuir los saludos de los que se acercan para felicitarlo. Después de una sesión de 21 horas y de un discurso muy celebrado por el oficialismo, camina rumbo a la salida, con el saco desacomodado y una sonrisa que le remarca las ojeras. En la escalera que va a planta baja, alguien le festeja su frase más dura contra el kirchnerismo: "No son el Che Guevara; a lo sumo, son Isidoro Cañones". Él cierra los ojos, hecha la cabeza hacia atrás y se ríe pícaro, como recordando. Después se frena un instante y, antes de chocarse con el sol de la mañana, deja una lección al paso: "Las sesiones son para que la oposición se descargue; el oficialismo viene a buscar la ley".
Es la escena final del primer gran triunfo del Gobierno en el Congreso. Son los minutos posteriores a un debate extenuante, de los que suelen calificarse de "maratónicos". Por trillado, el adjetivo no deja de ser preciso: la sesión por el acuerdo con los fondos buitre fue una prueba de resistencia física y mental, por momentos repetitiva y tediosa, a la que se sometieron por igual diputados de menos de 30 años y otros de casi 80, oficialistas y opositores. Fue una batalla política, con bandos bien diferenciados, librada en forma paralela a una guerra compartida por todos: la guerra contra el sueño.
La mayoría de los diputados prefiere darla en la soledad de sus despachos y sólo regresa cuando le toca hablar o cuando lo hace algún colega cercano. Por eso, la Cámara pasa la mayor parte del tiempo semivacía. Otros resisten como pueden en las inmediaciones de sus bancas. Si el recinto es el terreno de las formalidades, el pasillo que rodea el hemiciclo es un territorio con reglas y costumbres propias, donde las fronteras partidarias se tornan difusas. Restringido para las cámaras, es una trastienda de verdades sin disfraces, donde los diputados se permiten bajar la guardia. En especial, a la madrugada.
Después de 15 horas de debate, el cansancio avanza como una peste y no hace distinciones partidarias. A las 3.45, el extremo izquierdo del pasillo, detrás de las bancas de Cambiemos, se convirtió en un siestario. Cornelia Schmidt Liermann, una diputada macrista por la Capital, se sacó los zapatos y se acomodó en dos sillas enfrentadas, una para sentarse y la otra para apoyar las piernas, como un chico en una sobremesa de adultos. A unos metros, Alcira Argumedo se arregló con una sola: acodada en una mesa se quedó dormida con la cara sobre la palma de la mano. Claudia Rucci estuvo más viva: se recostó en un sillón, al que le sacó el almohadón horizontal para usarlo como almohada, sobre uno de los apoyabrazos. Está desmayada.
Entrar en el recinto sin la certeza de poder mantener los ojos abiertos no es una opción recomendable. Sobre todo después de que, unas horas antes, el tucumano Facundo Garretón, de Pro, escrachó en Twitter a Máximo Kirchner y a Axel Kicillof, con los ojos cerrados, en sus bancas. "No estaban durmiendo. Es una operación", mastica bronca un diputado de La Cámpora, mientras agarra una botella de agua de una de las heladeras distribuidas en el pasillo. Para tomar café hay que recurrir a los mozos. "Ahora que no somos oficialismo, cada vez nos sirven menos", destila bronca una diputada kirchnerista, y se queja de que tampoco los dejan usar los baños del sector de presidencia de la Cámara. El dolor de ya no ser.
Detrás de las bancas del Frente para la Victoria (FPV) hay movimiento a toda hora. Un diputado que acaba de hablar sale contrariado: "Me desperté recién y cuando tuve que hablar seguía dormido". En un rincón, dos referentes del kirchnerismo puro calibran el "traicionómetro" y repasan los nombres de los miembros del bloque que van a votar con el oficialismo. La conversación se interrumpe por el discurso que sale de uno de los plasmas colgados en la pared. Encendida, la intervención logra captar la atención de un grupo de asesores, desparramados en sillas y sillones. Como zombis, se ponen de pie muy despacio y, a paso lento, se reúnen frente a la pantalla. La que habla es Sandra Mendoza, que cada vez sube más el tono y cierra su discurso bien arriba con un "¡viva Perón!". Los asesores despiertan del todo y al unísono gritan: "¡Viva!".
Minutos después, a eso de las 5, aparece Máximo, siempre acompañado por su secretario, Nelson Periotti. "¡Eh! ¿Qué hacés, vasco querido?", saluda con un abrazo a José Ignacio de Mendiguren, que justo pasa por ahí. El discurso del líder de La Cámpora, el primero que dará en la Cámara, está programado para las 7. Hace rato que tiene preparado lo que va a decir. Bajo el brazo lleva un libro de tapa azul: Economistas contra la democracia, del economista francés Jacques Sapir.
Después de las 9, la votación confirma las defecciones en el FPV. El primer triunfo del Gobierno es una derrota del kirchnerismo. Los diputados de Cambiemos van camino a la salida, con la media sanción bajo el brazo. Detrás de las bancas del FPV quedan caras de cansancio y pocillos de café por la mitad. Una diputada da una última pitada a su cigarrillo, apaga la colilla contra un plato y suelta el diagnóstico más crudo y realista de la mañana: "¡Nos cagaron a votazos!".




