Un Estado al margen de la razón esencial de su existencia
La gravedad de la crisis reflejada por los hechos en la Patagonia encuentra su origen en un punto más distante del delirio ideológico que de la insensatez innata para gobernar; ¿qué habría dicho Perón ante quienes reniegan de defender la soberanía?
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Sobraron razones para que el país observara atónito las contradictorias reticencias de la Casa Rosada, el silencio inexplicable de las conducciones del Congreso y el más explicable del partido gobernante, tan absorbido en blindar de indemnidad judicial a la vicepresidenta y su patrimonio, ante el pedido de auxilio de las autoridades de Río Negro y se sofocara con premura la angustia de sus habitantes. Desesperan por el vandalismo de proporciones inauditas que ha asolado la provincia.
La chapucería del Palacio San Martín, por un lado. Y el descomedimiento del embajador Rafael Bielsa, a quien el paso de los años ha retaceado el privilegio de mayor prudencia y más dotes inventivas, y la protesta, en fin, de 17 senadores chilenos por la injerencia argentina en la audiencia judicial que rechazó el pedido de libertad condicional de Jones Huala, condenado a 9 años de prisión, por portación de armas y ataque incendiario en un fundo privado, son, acaso, anotaciones a pie de página de uno de los fenómenos que mejor caracteriza esta época del país.
Si la historia tiene por problema los hechos producidos por el hombre en gran escala: guerras, hallazgos sorprendentes que cambian su relación con la naturaleza y con otros seres humanos, o principian la reconfiguración de civilizaciones, imperios o naciones, lo denotado por la semana ha sido materia que nutre por inmediatez al periodismo. Pero que con mirada más profunda ha develado signos que debieran acuciar la atención de los historiadores. Así han comenzado procesos de dispersión y secesión, con Estados que resignaron el poder arbitral y punitivo que explica la causa esencial de su razón de ser.
Este asunto ha hecho de la Argentina, por si no hubiera habido antes otros de inequívoco desconcierto, un país irreconocible. Comparémoslo con el que en 1965 celebraba, como uno de los triunfos notables en la historia de la diplomacia nacional, la resolución 2065, por la cual la asamblea general de las Naciones Unidas impulsaba al Reino Unido a debatir con nosotros la disputa por las islas Malvinas como una cuestión de soberanía. Que era exactamente lo que exigíamos: encuadrar la voluntad de la asamblea general en decisiones anteriores que instaban a “poner fin al colonialismo en todas partes y en todas sus formas”.
Esta semana, en cambio, el Presidente y el ministro de Seguridad balbucearon excusas, desdiciéndose de lo que en realidad terminarían por hacer parcialmente, frente a la violencia rampante de sujetos que invocan desde hace tiempo, en el plexo patagónico y no en islas a 450 kilómetros de nuestras costas continentales, supuestos derechos ancestrales en desmedro de la integridad territorial y de los bienes jurídicos de la Nación. Cientos de mapuches viven entretanto pacíficamente en Río Negro y otras provincias patagónicas.
Si el disparo retórico no entró en el cuerpo de nadie en el gobierno, y Berni sigue como si tal cosa en funciones, deberíamos suponer que estamos aún peor de lo que creíamos
Olvidémonos de Roca, que nos dio el Desierto. ¿Qué habría dicho Perón de la prole que a esta altura le tocó en suerte, él, que cada dos frases ponía en una la astucia de apelar a la emoción popular con la consigna de “justicia social, independencia económica y soberanía nacional”?
La tasa de indigentes, pobres y desocupados ha hechos estragos con la justicia social. La independencia económica se ha convertido en eslogan vacío en el país encorsetado por donde lo miren a falta de recursos, de créditos y de confiabilidad política, y con sobrado exceso de regulaciones paralizantes. ¿Cómo no haber salido corriendo, entonces, para defender lo que queda del último de los tres postulados, cuando la gobernadora rionegrina, Arabela Carreras, del partido Juntos Somos Ríos Negro, imploraba el envío de fuerzas nacionales de seguridad? ¿Si estamos desprovistos hasta de impulsos patrióticos para defender hoy mismo el corazón patagónico, qué comedia es esa de buscar excusas para exacerbar de tanto en tanto el conflicto por las islas que nos fueron arrebatadas en 1833?
Sólo Sergio Berni, ministro de Seguridad de Buenos Aires pareció notificarse en el oficialismo de la enormidad del atropello, que calificó de terrorismo, de quienes desde hace tiempo han usurpado fincas y viviendas, ocupado tierras del patrimonio de la República, como parques nacionales, o enseñoreado en caminos, agrediendo a vecinos y turistas, como en Villa Mascardi. Que han incendiado bienes públicos y arrasado por último, en carrera de frenética virulencia, el Club Andino Piltriquitron, de El Bolsón, institución fundada en 1946 y reconocida fuera del país. El ministro de Ambiente, Juan Cabandié, soldado de la causa camporista, había retirado hace poco una querella interpuesta por su cartera.
Berni, vaya a saberse con qué ojo puesto en el horizonte, descargó una feroz ironía contra el presidente Fernández: “Regalar nuestro territorio nacional es un trámite burocrático que lleva su tiempo”. Si el disparo retórico no entró en el cuerpo de nadie en el gobierno, y Berni sigue como si tal cosa en funciones, deberíamos suponer que estamos aún peor de lo que creíamos. Por días, el gobierno dijo que no disponíamos de medios legales para enviar fuerzas de seguridad a Río Negro. Sin embargo, el artículo 23 de la ley 24.059, de Seguridad Interior, prevé el empleo de fuerzas de seguridad y policiales especiales, a pedido, es cierto, de las autoridades de una provincia, “cuando está en peligro la vida, la libertad y el patrimonio de los habitantes de una región determinada”.
Es verdad que por la anacrónica ley de Defensa en vigor no podrían enviarse a Río Negro contingentes militares. Sí se enviaron a Haití, donde salvo diferencias de grado en cuanto a violencia, lo que se ventilan son precisamente conflictos internos. Es comprensible que el poder militar se aplique sólo cuando las otras líneas de resistencia han sido superadas. En la Argentina, con todo, la ley de Defensa establece que las fuerzas militares podrán ser empleadas en el orden interno únicamente en caso de ataque exterior.
Es más. Por decreto de la ministra Garré, se agregó un nuevo condicionamiento: el ataque exterior debería ser cometido por fuerzas armadas de otro país. El gobierno de Macri derogó ese decreto; el ministro kirchnerista Agustín Rossi lo repuso.
Examinada sin prejuicios, la gravedad de la crisis reflejada por los hechos en el Sur encuentra su origen en un punto más distante del delirio ideológico que de la insensatez innata para gobernar. Con frivolidad que espanta, ha habido inacción mientras se violentaban tres títulos completos del Código Penal: el 8, 9 y 10, sobre delitos contra el orden público, contra la seguridad de la Nación y contra los poderes públicos y el orden constitucional.
Si en la contemporaneidad puede haber contra el Estado ataques en verdad temibles, seguro que uno de ellos sería cibernético. Primero, dicen los especialistas, porque resultaría extremadamente difícil detectar su procedencia: tanto podría provenir de la fantasiosa irresponsabilidad de tres chicos de un colegio secundario como de un ejército; y segundo, porque por más recaudos que se tomaran no habría certeza sobre la invulnerabilidad del objetivo atacado. ¿Serán extensibles también a tan complejo y delicado terreno las limitaciones operativas de las Fuerzas Armadas?
Entre fines de los setenta y comienzos de los años ochenta, en tiempos en que estalló la guerra de las Malvinas, intérpretes británicos comenzaron a sugerir que la regla de la autodeterminación de los pueblos, que oponen a nuestra tesis sobre la prevalencia de la integridad original, encontraba resistencias lógicas en la Argentina. Decían que se trataba de un país que no había otorgado autodeterminación suficiente a los pueblos originarios que lo poblaban.
La desidia y desorden legislativo y administrativo ha dejado su marca en decenas y decenas de usurpaciones habidas por lo menos en el sur patagónico
La resolución 2065 de las Naciones Unidas había dicho que debían tenerse en cuenta los intereses, no los deseos, de la población malvinense, que casi por entero procede del Reino Unido. Ha sido la de esta posición británica una argumentación jurídica debilitada por contradicciones flagrantes. No sólo porque teníamos gente allá en 1833, sino porque también el Reino Unido desalojó compulsivamente a los habitantes de Diego García, un atolón del archipiélago Chagos, en el océano Indico. Fue para alquilarlo con fines militares a los Estados Unidos cuando las amenazas para Occidente trascendieron, durante la Guerra Fría, bastante más allá de los espacios territoriales de la OTAN y del Pacto de Varsovia. Como África, por ejemplo.
Solemos olvidar que sólo en 1917 la Argentina declaró por decreto el fin de la Guerra del Desierto. Lo firmó el presidente Hipólito Yrigoyen en circunstancias en que todavía humeaban los últimos rescoldos de enfrentamientos de fuerzas militares con aborígenes, no en el sur, sino en la región chaqueña. Una ley de 1985, durante la presidencia de Alfonsín, se hizo cargo de cuestiones humanitarias pendientes desde la Colonia y dispuso que fueran respetados los valores propios y modalidades de vida de los descendientes de pueblos ancestrales y les otorgó personería en un Registro de Comunidades Indígenas.
La reforma constitucional de 1994 se desentendió del viejo artículo 67, inciso 15, de la Constitución de 1853/60, que disponía “conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”, y avanzó, en el nuevo artículo 75, inciso 17, al punto de reconocerles la “posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan”. Repetimos: “que tradicionalmente ocupan”. Dispuso que esa y otras previsiones constitucionales fueran reglamentadas por el Congreso con participación de las provincias.
Como ha ocurrido con la ley de participación federal que el Congreso debió haber dictado en 1996, según lo estableció la reforma de dos años antes, el Estado ha dilapidado un cuarto de siglo en resolver querellas pendientes con quienes invocan, bien o mal, títulos ancestrales. La desidia y desorden legislativo y administrativo ha dejado su marca en decenas y decenas de usurpaciones habidas por lo menos en el sur patagónico. Siguen abiertas sin que se haya dilucidado aún la legitimidad de los títulos alegados, si es que los hay, ni se sepa tampoco debidamente quiénes son muchos de los se han lanzado a la aventura de jaquear la paz y el orden jurídico argentino.
Por si lector lo considerara de interés, digamos que desde hace más de cuarenta años opera en Bristol, Inglaterra, una organización, reformulada en 1996, que procura contribuir a la autodeterminación de pueblos originarios en Chile (de lo que no hay dudas) y la Argentina (algo que está en debate). Lo hace con el inequívoco nombre de Mapuche Internacional Link.
Mapuche: de mapu, tierra, y che, gente. Hombres de la tierra.
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