Cuenta que los primeros años fueron muy difíciles, pero que ahora su hogar está en ese país
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Cuando tenía 18 años, Federico Ayos tuvo que hacer las valijas y emigrar a México. Mónica Ayos (51), su madre, había decidido radicarse en la capital de ese país junto a su pareja, Diego Olivera (55), y a Victoria (19), la hija de ambos, por motivos profesionales. “Era una edad en la que andaba bastante perdido, salía mucho y no estaba enfocado para lograr lo que quería como actor. Y en toda esa locura mía, mis viejos me dicen ‘nos vamos a vivir a México y venís con nosotros’. Yo les dije: ‘Sí, un tiempo y vuelvo’. ¡Y ya pasaron doce años!”, cuenta el joven de 31 años.
–¿Te costó adaptarte?
–Fue complicado, tuve mil crisis. Quise volver a Argentina muchas veces, en especial durante los primeros meses. ¡No conocía a nadie! Cuando entré a estudiar actuación en el Centro de Educación Artística de Televisa, empezó a cambiar todo porque conocí gente que son mis amigos hasta hoy. Respecto a las costumbres, amo la comida mexicana, pero, aun después de tanto tiempo, sigo sin aguantar el picante. [Ríe].
–¿Qué es lo que más extrañás de Argentina?
–A mi abuela [Mónica Cramer] y al resto de la familia y amigos. Me gustaría poder compartir un poco más con ellos. Y claro que extraño la ciudad en la que me crie: cada vez que viajo me da mucha nostalgia. Tengo esa costumbre de hacer recorridos que hacía de más chico: pasar por mi secundaria, los lugares donde viví o donde vivían mis amigos. Así siento que no pasó ni un día desde que me fui, pero lo hago sabiendo que hoy mi hogar está en México.
–¿Y a nivel profesional cómo te fue?
–Me costó mucho conseguir mi primer trabajo. Ahí conocí la profesión realmente, cuando empecé a lidiar con los repetidos “no”, con ir a dejar mi currículum y que me digan “gracias”, casi sin mirarme. Ese rechazo me hizo mentalmente fuerte, y me hizo desarrollar seguridad y confianza para que no me afecte.
–¿Ya de chico te inclinabas por la actuación?
–Mis primeros pasos fueron vivir muy de lleno la profesión junto a mi mamá. Correr de acá para allá en los sets y en los teatros hizo que fuera muy normal para mí. Además, me gustaba llamar la atención. Recuerdo salir a saludar con ella al final de las funciones. Era una sensación increíble; me llenaba de adrenalina, era algo que quería en mi vida.
–Pero a tus 10 años cambiaste de parecer. ¿Qué pasó?
–Tuve una negación fuerte. Vi en mi propia familia que la profesión de actor venía acompañada de algo que no me gustaba nada: la exposición de la vida personal. Eso me hizo entender que no sólo era un juego. Cuando tuve aquel accidente en la cabeza [jugando al fútbol], fue un antes y un después en mi vida. Me operaron de un coágulo interno provocado por un golpe y estuve unos días en terapia intensiva. Cuando me recuperé, un amigo me invitó a una clase de teatro con Mónica Bruni y ella me hizo reencontrarme con la profesión desde un lugar más profundo, y me tenía cortito. [Ríe]. Además, mi familia me ayudó mucho a aprender a separar la exposición del proceso creativo de un personaje.
–¿Es cierto que le hacías la vida imposible a Diego Olivera cuando empezó a salir con tu mamá?
–Era tremendo. [Ríe]. En un principio no fue fácil acoplarnos. Con Diego éramos polos opuestos, pero también era lógico a la edad que yo tenía. Cuando crecí, empecé a entender más y a juzgar menos, y creo que de ambos lados cedimos lo necesario para hoy llevarnos increíble.
–¿Cómo definirías tu relación con tu mamá?
–Es la mejor relación que le podría haber pedido a la vida, la amo a mi vieja. Igual, es cero convencional, estamos re locos. Tenemos un humor muy particular, nos hablamos como hermanos y somos muy frontales. Además, creo que ambos hemos sido apoyo del otro en momentos difíciles [su padre biológico, Mario Valencia, murió cuando él tenía 4 años] y eso nos fortaleció mucho.
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