A 150 kilómetros de Capital, el pueblo más antiguo de la provincia ofrece un menú de naturaleza y gastronomía ideal para la primavera
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Es viernes, el sol explota en rojos del atardecer sobre el río manso y la costanera de Baradero, a casi dos horas de Capital por RN 9, se puebla de parejas, padres con niños y pescadores. Un poco más lejos, siguiendo la línea del río que casi parece eterno, asoma el campo con vacas y cerdos sueltos que roban algún pastito. Tan cerca pero tan lejos, el pueblo más antiguo de la provincia de Buenos Aires conserva toda su parsimonia campera junto con buenos lugares para alojarse y comer: la escapada ideal.
Nació el 25 de julio de 1615 con ese nombre, previo al Virreinato del Río de la Plata. Acá estaban los chanás y los guaraníes que habitaban toda la ribera de las islas hasta la desembocadura del delta del Paraná, pero fueron desplazados por la misión franciscana a cargo de Fray Francisco de Arena y luego del padre Luis Bolaños, por orden del gobernador Hernandarias (Hernando Arias de Saavedra).
Dicen los que cuentan que el nombre Baradero proviene de los barcos que vararon, pero se fundó como Santiago del Varadero, por advocación a Santiago Apóstol, patrono que eligieron los franciscanos: hoy conserva su bella parroquia. Al principio era con V corta, la B llegó después.
Bastante más moderno, el paseo del Cristo de la Hermandad, gigante en madera tallada por el artista José Kura junto con los 14 murales y los retratos del Papa Francisco y Fray Luis de Bolaños realizados por el 400 aniversario de la ciudad, preside desde un barranco la costanera, como cuidando que la ciudad no crezca más y cambie su esencia.
Porque a Baradero se viene a bajar el ritmo en cabañas de madera como Los Aguaribay de Laura Zunino y su familia, de troncos como de Heidi y su abuelo en los Alpes, para despertarse en un parque con un desayuno de pan casero y huevos revueltos. Las cabañas se ubican en un terreno ondulado, como la zona de Colonia Suiza, con pileta para el verano que ya llega.
O se viene, también, a escuchar rock y luego comer en un viejo bodegón de antaño como el Café de los Angelitos. Para tomar el aperitivo de la casa que tiene Cynar, Fernet y Cinzano “con la magia del almíbar con hierbas, que viene acompañado con empanadas fritas de carne cortada a cuchillo, o el gin Buenos Aires de grifo con rabas”, cuenta Salvador Sabatella, a cargo hace 11 años del negocio que fuera del padre durante 38. “Siempre fue un bar de escolaso, de timba, de copa y de naipes, donde las mujeres no asomaban la nariz”, dice.
Es de 1890 y pico y los pisos, el mostrador, las paredes, todo es un canto a la mística de lo que fuera un bar con mayúscula. “En ese entonces salían del puerto y venían para acá o de la fábrica”, explica. De oficio ebanista, Salvador se hizo cargo del hoy restaurante, que solo funciona de noche, cuando su padre enfermó. Se puede disfrutar en familia o con amigos y amigas, y la cocina se sofisticó en pastas caseras como los raviolones de ragú de ternera y los ñoquis soufflé de Facundo Fernández, chef desde hace seis años que además se dedica a la pastelería.
“El comisario de acá dijo vamos a hacer una recorrida a ver qué hacen los angelitos… porque los angelitos paraban acá”, recuerda. Le costó aprender, pero el encanto del lugar se siente en cada palabra de su dueño y en las platinas de maximilanesas con papas de verdad y en la jugosa entraña o las albóndigas con arroz, para qué más.
De golpe, la ciudad se enciende con los festivales en las barrancas. La estación, recientemente remodelada, invita a revivir los tiempos del tren que, aunque con pocas frecuencias, aún transita por estos lugares.
Baradero casi siempre es de pulso tranquilo, de barrancas de verde que caen sobre el río para matear con tortas fritas. Y hablando de tortas fritas las más famosas son las de Santa Coloma y su fiesta, uno de los tres pueblos junto con Portela y Alsina cercanos a esta ciudad de 38.000 personas que conserva sus aires de tradición.
A mondonguear
Si quiere detenerse en el tiempo, Santa Coloma es su lugar, mucho más tranquilo que Baradero, de puertas abiertas y sonrisas amables. Frente al predio de la estación y la plaza donde se hace la Fiesta Nacional del Mondongo y la Torta Frita que conserva obras de Benedit y de Rodolfo Ramos, que tenían su casa y amaban el pueblo, se encuentra la primera construcción, la capillita, el restaurante La Escuelita para comer pastas caseras de Ricardo Sanguinetti, y un gran museo campestre.
“Venía con mi abuelo a vender manteca en el sulky desde el campo”, cuenta Araceli que acompaña a su padre, Carlos Roberto D’Elía, que armó un museo con elementos de campo, desde marcas de ganado hasta mates pasando por todo tipo de muebles y escenarios como una salita de escuela rural, entre otros.
Un día de mucha lluvia en 2005, hace casi 20 años, la enfermera de la salita de Coloma Lidia Giménez le sugirió a Oscar Scollo, en ese entonces delegado municipal: “Me gustaría hacer una mondonguera y vender las tarjetas. Pero se tiene que quedar la gente a comer las tortas fritas, porque en mi infancia entrerriana eso es bien habitual”. El primer año amasaron 14 kilos a mano; hoy se hacen con amasadoras. En decenas de ollas de hierro cocinan el mondongo que se comienza a hacer dos meses antes, para más de 10.000 personas.
Además se sirven sándwiches de carne y choripanes, para los melindrosos de este ingrediente. Lidia hace las tortas fritas. Comienzan a trabajar el último día de la fiesta del año anterior. Se realiza cada 1° de mayo.
Si quiere pernoctar en Santa Coloma hay cabañas y casas de familia que abren sus puertas, pero si vuelve para Baradero resta visitar el restaurante Sportman especializado en carnes, el Almacén de Pasteles, la despensa La Tortuga y la Pulpería El Torito, reabierta hace un año, otra historia para contar.
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