Una visita a las ruinas de la antigua ciudad del Imperio Romano, en el sur de Italia
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Una vez que se dispersan las nubes del atardecer después de una lluvia que nos acompañó los kilómetros que hicimos desde Caserta hasta Herculano, me dispongo a ver el paisaje que nos rodea y abro la ventana de nuestra habitación antes de que se haga de noche. A no tanta distancia comienzan a aparecer unos montes y me lleva unos minutos caer en la cuenta de que se trata nada más ni nada menos que del Vesubio. Incrédula, busco una foto para comparar la curva que se recorta contra el cielo. Primero un monte más pequeño, después una subida y un monte más alto y achatado en la sección en la que normalmente habría un pico. Es el cráter. Es el Vesubio, no hay dudas. Viendo la cercanía, la siguiente búsqueda en Google es la más obvia: ¿Sigue activo el monte Vesubio? La respuesta es sí, aunque solo produce algo más que un poco de vapor lleno de azufre desde las grietas en su cráter. Sin embargo, leo también que el ayuntamiento local tiene un plan de evacuación a la cercana isla de Cerdeña en caso de una erupción. En el caso de “una hipotética erupción del volcán”, releo.
A la mañana siguiente la lluvia no se detiene y me pregunto si arruinará nuestra visita a la vecina ciudad de Pompeya. Buscando el lado positivo pienso si esto no desalentará a las hordas de turistas. Los expertos, por su parte, opinan que para experimentar una verdadera sensación de lo que fue la ciudad en su esplendor, lo ideal es estar allí en un día lleno de gente por sus calles, bares y negocios. Así era Pompeya.
La lluvia no ha desalentado a los turistas, pero el talento romano para construir calles hace que se pueda circular sin problemas, ya que el agua se escurre perfectamente entre las piedras y no se arma un solo charco salvo en la huella que se formó por el paso de los carros que circulaban por la ciudad. Me gusta imaginar su paso y la gente cargando vasijas con alimentos, deteniéndose a conversar, recorriendo sus calles y sus barrios cuidadosamente delimitados. La sensación de que todo ha quedado detenido en el tiempo y nosotros hemos llegado a este pueblo fantasma unos dos mil años después es un lugar común, pero también es muy cierta.
La erupción del volcán duró dos días. No fue la lava lo que signó el fin de sus habitantes, sino una lluvia de piedra pómez y una enorme cantidad de cenizas volcánicas de temperaturas inimaginables que cubrieron las ciudades de Pompeya y Herculano, paradójicamente congelándolas en el tiempo. Las excavaciones, que continúan hasta el día de hoy con nuevos descubrimientos, terminan siendo una crónica de la vida cotidiana en el Imperio romano.
Hay tanto para ver que no sé por dónde comenzar. Todo es tentador. Las casas de la antigua Pompeya tienen nombres como la Villa de los Misterios o la Casa del Fauno, con un figurín de un fauno de bronce danzando en medio de una fuente que recibe en la entrada. Está el Lupanar con sus imágenes casi pornográficas en los muros, y otra casa, tal vez no tan opulenta, pero en un increíble estado de conservación que advierte Cave Canem, cuidado con el perro, en un mosaico en el piso, con la figura de un perro negro agazapado listo para saltar sobre nosotros desde el pasado. Esa casa tiene, en mi opinión, el mejor nombre: Casa del poeta trágico.
Mi propio morbo infantil (había visto imágenes en un libro de historia ilustrado) me lleva a buscar los cuerpos de los pompeyanos que habían muerto en su intento por escapar, refugiados bajo una escalera, arrastrándose en el piso, guardando las joyas por si hay futuro, abrazados unos a otros. Los miro en silencio casi como si nos conociéramos de otro tiempo. Yo sabía de ustedes, pienso. Yo había leído como era vivir y morir en Pompeya.
La lluvia es intensa y nos refugiamos bajo una de las arcadas de entrada al anfiteatro mientras planeamos el resto de la visita. Tal vez es momento de estar un rato bajo techo y admirar la colección de frescos. A unos meses de nuestro regreso leo acerca de nuevos hallazgos. Cada vez parecen ser más los secretos que se descubren entre esas ruinas. En tan solo uno de los depósitos del parque arqueológico hay más de diez mil fragmentos de dos frescos que no han podido completarse. Un equipo internacional dirigido por la Università Ca’ Foscari de Venecia está creando robots para analizar las piezas con el objetivo de unirlas y algún día rearmar el rompecabezas.
Tiendo a confiar en mis primeros recuerdos infantiles aún cuando sé que es imposible. Hay uno en el que me veo en mi primer día en la sala de dos. Mi padre ha decidido seguir disimuladamente en su auto a la camioneta que me lleva al jardín y no irse hasta comprobar (mientras espía desde afuera de la clase) que estoy entretenida con unas bolitas de plastilina o empapando mis manos en témpera para imprimirlas en una hoja. La ciencia me desmiente: es muy probable que los recuerdos que creo tener de mis primeros años sean más bien un collage hecho de anécdotas, fotos y relatos familiares, como la voz de mi madre diciendo: “Tu padre te siguió con el auto ese primer día”, mientras sacude un poco la cabeza desaprobando tanta sensiblería. Amnesia infantil.
¡Qué difícil reconstruir el pasado si no se puede confiar ni en los propios recuerdos! ¿Importará? Tendré que esperar, tal vez, a que una inteligencia artificial venga a ordenar los pedacitos como en las antiguas ruinas. Los científicos saben que habrá huecos en los frescos de Pompeya pero confían en que la imagen final valdrá la pena y nos dará una idea más acabada, una más, de cómo fue ese pasado de esplendor.
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