Policías de Rosario pasaban por los búnkeres narco para cobrar protección
ROSARIO.- El hábito se había vuelto una rutina. Una misión fija para Cristian Gelabert, suboficial de la comisaría 20a. de Rosario. Los días 10 de cada mes "Gavia", tal es su apodo, salía en su auto particular a recorrer los búnkeres de droga enclavados en el barrio Empalme Graneros. Tenía una tarea complicada, pero estaba acostumbrado a hacerla con destreza y furia. Gelabert debía ir a cobrar a los narcos que vendían cocaína y marihuana en ese barrio, que está ubicado en la zona oeste de la ciudad, donde se sufre de la extrema violencia de ese negocio ilícito.
El dinero que recaudaba Gavia lo tenía que repartir con otros cinco policías de la seccional. Así funcionaba el "negocio". Este engranaje mafioso y cargado de complicidades empezó a ser ventilado en un juicio que comenzó la semana pasada en el fuero federal de Rosario.
La cobranza que hacía Gavia, según las escuchas telefónicas ordenadas por la Justicia Federal de Rosario, era parte del acuerdo que existía con los policías de esa comisaría. Si pagaban una mensualidad no solo nadie molestaría a los narcos, sino que tampoco tendrían competencia. Ese negocio ilícito estaba regulado de alguna manera por un brazo clandestino del Estado. El que se animara a vender drogas en esa zona sin acuerdo terminaba en la cárcel o muerto. Le pasaba lo mismo al que no pagaba.
Las escuchas telefónicas de la causa que instruyó el juez federal Marcelo Bailaque y que investigó el ahora exfiscal Mario Gambacorta aportan pinceladas de cómo era esa relación de connivencia entre los policías y los narcos del barrio, que vendían para Rosa Camino, hermana de Roberto "Pimpi" Caminos, exlíder de la barra brava de Newell's, asesinado en 2010, y Gustavo Cárdenas, alias Tuerto. Otro jugador era Sixto Pérez, conocido como El Chaqueño.
El Tuerto Cárdenas había reemplazado al pionero de los emprendimientos narcos, Roberto Padilla, alias Tuerto Boli, quien fue asesinado por gente de Cárdenas, el hombre que llevaba su mismo apodo. La Policía de Seguridad Aeroportuaria ya había detectado ese foco de corrupción entre narcos y la policía en 2008, cuando desembarcaron en el barrio para desarticular las cocinas de cocaína que se habían instalado. Cárdenas era uno de los que mandaban en la zona, con el respaldo de la comisaría 20a., una relación aceitada con dinero.
"Si quieren seguir vendiendo arreglen con la comisaría", proponía Gavia, según publicó La Capital. El suboficial era parte de esta asociación ilícita que funcionaba en la seccional, que tiene el aspecto de un viejo chalet californiano venido a menos. El lugar parece más una tapera que una delegación policial, con autos abandonados, patrulleros desvencijados y mugre por todos lados. Esa estética del abandono es parte de la decadencia.
Cuando había tardanza en los pagos Gavia iba con su pistola 9 mm y metía presión a costa de amenazas, que incluían disparos y golpes, como los que se produjeron en un búnker en José Ingenieros al 2800.
Sus jefes también usaban como Gavia un sobrenombre con el mismo patrón, que comenzaba con la primera letra del apellido. Roberto Quiroga, el comisario, se hacía llamar Queja; Jorge Ocampo, el segundo, Obra; Gustavo Elizalde, Empleo. El único miembro de la seccional que rompía con la regla era Roberto Villalba, a quien llamaban Mochila.
Dispersión de bandas
La investigación del Juzgado Federal comenzó por otra causa, pero en 2016 identificaron que vendedores de droga de Empalme Graneros tejían arreglos con policías de la zona. La investigación, a través de escuchas telefónicas, determinó que seis integrantes de esa seccional formaban parte de ese esquema de connivencia, que se rompía solo cuando los narcos no pagaban.
Los investigadores empezaron a seguir un auto que iba a cobrar a los búnkeres. No sabían que el vehículo era de Gelabert. En la investigación que realizó en ese momento el entonces fiscal Gambacorta -actualmente camarista del fuero federal- lograron desentrañar que un policía sobornaba a narcos a cambio de protección. Incluso, les robaba a los miembros de las bandas. Los investigadores judiciales descubrieron que por lo menos tres bandas narco habían arreglado con la comisaría.
Uno de los que proveía a los búnkeres barriales era Sixto Pérez, alias el Chaqueño. Ese sobrenombre respondía a que -según las escuchas- este hombre dividía su actividad entre la localidad chaqueña de Hermoso Campo, en Chaco, y Empalme Graneros, donde estaba asentada desde hacía años su hermana Gabriela Pérez, detenida por la Policía Federal en octubre de 2018. Desde Chaco, Sixto llamaba por teléfono y ordenaba que sus sicarios actuaran contra algún competidor en el barrio del oeste rosarino. En Hermoso Campo había comprado terrenos con el dinero que obtenía de la venta de drogas.
Pérez fue detenido el 25 de octubre de 2017 en Chaco por efectivos de Gendarmería. Lo buscaban por otra causa de tráfico de drogas, pero apareció el pedido de captura emitido en 2015 por el juez de Rosario.
Como si fuera el efecto de una hidra, a medida que caían los jugadores del narcotráfico en ese barrio surgían nuevos que ocupaban inmediatamente su lugar. Esa dinámica de sangre y búnkeres explica el crecimiento de los homicidios en Rosario desde 2013. Lo que no se modifica en ese esquema es la dependencia que los narcos tienen de la policía, a quienes deben pagar para que su negocio siga en pie.
Tras la caída de el Chaqueño, su lugar lo ocupó un joven que duró poco tiempo en esa posición de liderazgo: Brian González, quien fue condenado por el crimen de Analía Rivero, una chica de 16 años que murió de un balazo cuando este narco pasó con su camioneta disparando a la puerta de un boliche en Capitán Bermúdez.
Poner pie en Empalme Graneros no fue gratis para González. El 21 de abril de 2018 su hermano Mauro fue asesinado a balazos en ese barrio. Los rumores apuntaban a que esas balas tenían dueño: gente vinculada al histórico narco Tuerto Boli que quería expulsar de la zona a este grupo.
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