Cosechar sal, una tarea que languidece en Córdoba
Fue el motor deconómico de la región hasta 1985; en la actualidad, muy pocos trabajan en San José de las Salinas
SAN JOSÉ DE LAS SALINAS, Córdoba.- Es época de cosecha de sal y hay ruegos para que no llueva. Si llueve, se corta el trabajo. Son kilómetros y kilómetros de blanco, con alguna mancha de agua cada tanto. El amarillo y ocre de las máquinas se recorta en esa superficie, y los buzos de colores de los trabajadores destacan como pequeños semáforos. El viento atraviesa las Salinas Grandes -del norte cordobés al sudoeste de Santiago del Estero y sur de Catamarca, unos 6000 kilómetros cuadrados-, pega el salitre en la piel y saboriza la boca.
Las salinas cordobesas, unos 200 kilómetros al norte de la capital provincial, fueron el motor de la economía de esa región hasta 1985. "Había unos 600 trabajadores en cada cosecha, los camiones no paraban en todo el día", recuerda don David, vecino de Lucio V. Mansilla, el pueblo que en su entrada muestra su símbolo, una tolva cargada de sal.
Ese año, el avance de las aguas desde el río Dulce (Santiago del Estero) y desde el dique de Cruz del Eje inundaron la zona, y la crisis se extendió casi una década. Cuando las explotaciones se reiniciaron nada fue igual. Hoy sólo hay una empresa importante y tecnificada (la cordobesa Lisal), que en una cosecha logra unas 100.000 toneladas naturales. El resto del año produce en piletones artificiales. También sobreviven firmas familiares, pero no gestionan grandes volúmenes.
Si el clima lo permite, la cosecha se realiza de junio a septiembre. Los otros meses la mayor parte de las salinas están cubiertas de agua. Cuando el sol y el viento evaporan las lagunas, aparece el desierto blanco. Si hay lluvias importantes, el trabajo se corta. El año pasado sólo hubo explotación unos 40 días y en 2015, no se alcanzó la semana. Lucio V. Mansilla y San José de las Salinas eran los pueblos que vivían de la sal; hoy sus habitantes -unos 2000 en total- dependen del empleo estatal, las pensiones por invalidez y los subsidios. De manera permanente, las empresas asumen apenas unas 30 personas.
Cacho Palomeque tiene 88 años y pasó medio siglo yendo "al blanco". Así llaman los trabajadores a meterse en la salina. Todo su trabajo era a "yeguita" (un palo de madera con el que golpeaba la superficie para desprender la sal), horquilla y pala. "Muy sacrificado, con frío, con calor, muchas horas", recuerda. Cuenta que con su cuadrilla llegó a cargar 17 camiones de 4600 kilos cada uno por jornada.
Pasó más de la mitad de su vida en el Retumbadero, una mina a unos 20 kilómetros de su casa de San José que hace cuatro años está abandonada. Tolvas y vías herrumbradas convierten al lugar en una suerte de escenario irreal. Tamara, Úrsula y Robert son suizos; viajan en su motorhome por América latina y no terminan de creer lo que ven. "Todo mi país entra acá, no hay palabras para describir esto", repite Úrsula.
Totoralejos fue una estación ferroviaria importante en el límite con Catamarca. A 30 kilómetros de Mansilla, también vivía de la sal, pero hoy tiene un solo habitante, Ramón Casas. Resiste en una casita, con unos cuantos animales. Es la memoria de un pueblo fantasma. "Era otra cosa todo esto -dice Jorge Rodríguez, que (como casi todos) trabajó en las salinas y en el campo-. Había gente en las calles, más movimiento. No es que se pagaba mucho, pero alcanzaba." Hoy quienes no son empleados permanentes van a porcentaje. Por un camión, un minero que trabaja a horquilla y pala gana entre $ 500 y $ 800. La carga la hace una máquina.
Los camiones trasladan la carga a la parva (montañas de sal más alejadas de la cosecha), donde comienza el proceso de limpieza y embolsado. Lisal industrializa en su planta (lava, centrifuga y empaca) y Susy Sal la lleva a sus instalaciones de Deán Funes. La sal cordobesa se vende, principalmente, para curtir cueros, preparar aceitunas y limpiar cañerías. En los mejores años hubo empresas que producían sal de mesa, que implica un agregado de yodo para que se autorice el consumo humano.
Camiones y máquinas están comidos por la sal. Avanzan en medio de una nube de polvo. El terreno es traicionero; las salinas tienen "ampollas" (burbujas que se hacen cuando el piso no se aplana) y "ojos ciegos" (tramos que, a la vista, parecen sólidos, pero que al pisarlos, ceden). Hay zonas donde la sal tiene una capa de 20 centímetros y otras donde es mínima; debajo, un barro oscuro con un olor particular. A más profundidad, agua.
Es sábado por la tarde y en el sector pegado a la ruta 60, los turistas entran a sacar fotos. Hay cuatro autos hundidos en la sal y un motorhome "comido" por una grieta. "Hay que seguir la huella, buscar un baquiano. Esto no es para cualquiera", advierte Jorge. Si no es para cualquiera recorrerlas, menos lo es trabajar. Soledad, un blanco que enceguece y un viento que no para. Aunque el modo de producción cambió (arados y palas mecánicas reemplazaron las vías y los volquetes que antes suplieron a la "yeguita" y la "horquilla"), la explotación requiere de mucho esfuerzo. La lluvia es una enemiga si cae durante la cosecha porque empuja a los mineros a otra tarea igual de sacrificada y en baja, la de hacheros.
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