Guillermo Kuitca: “Creo que nunca fui chico. Fue un mote que tuve mucho tiempo: ser joven no significaba nada para mí. No fui prodigio, fui precoz”
Guillermo Kuitca se viste frente al espejo para ir a la vernisagge de su nueva exposición en Hauser & Wirth, en Londres. Como siempre le sucede en situaciones como ésta, ajusta el nudo de la corbata, se mira y le pregunta al reflejo: "¿Qué estoy haciendo?" Las ganas de huir lo atacan en ese cuarto de hora, pero les pone pausa, hasta el día siguiente. Va a la galería, es amable con cada visitante y envidia a los que fuman, porque tienen una excusa para salir de allí. Eso sí, sólo por una noche. Porque al día siguiente un vuelo lo trae de regreso a casa.
"Estoy pasando por un buen momento", dice Kuitca, la mirada transparente y azul, la sonrisa luminosa, sereno y certero, y se dispone a charlar en una de las pocas entrevistas que brinda (una cada dos años, en promedio). En su casa, un silencioso petit hotel de Belgrano R, el artista pasa sus días, recluido, pero no en soledad. Se concentra en su labor, que muestra año de por medio, alternadamente entre Londres y Nueva York, y cada quince en Buenos Aires, para desazón suya.
Hace mucho que nadie toca el piano de cola donde le gusta sentarse a dibujar. Al fondo del taller de la planta baja, un grupo de obras montan escenas pictóricas. En una pared, hay una de sus características camas –las camas, como los mapas y las sillas, están entre los temas principales en su creación– y una pequeña pintura abstracta. En otra, van rotando los dibujos de toda su vida, que desempolva y pega ahí para verlos y reencontrarse.
–¿Hacés como una suerte de revisionismo doméstico?
–Hace siete años, con motivo de una muestra, un curador me sugirió que revisara mis dibujos. Empecé a dibujar a los 5 o 6 años, así que encontré más de tres mil trabajos, entre los más pobres y los muy elaborados. Cosas que hoy hago y me pregunto de dónde salen, de algún modo, estaban ahí desde mucho antes. Y la particularidad es que todos esos dibujos los tenía yo. Nunca me ocupé de coleccionar mi propia obra, y ahora es cara hasta para mí, aunque tampoco me parece bien intervenir en el mercado. Tenía olvidados estos dibujos, y los estoy revisando para una publicación que reunirá unas 500 obras, a partir de 1972.
–Entonces tenías 11 años y todavía te faltaban tres para tu primera y prematura exposición en la galería Lirolay. ¿Qué encontraste?
–Pensaba que mi obra había empezado en 1982, con la camita amarilla [se refiere a la pintura "Nadie olvida nada"]. Muchas muestras antológicas parten de ahí, como un mojón donde comenzaba un lenguaje.
–Eras muy chico.
–Creo que nunca fui chico. Fue un mote que tuve durante tanto tiempo: ser chico, ser joven... No, no significaba nada para mí.
No fui prodigio, fui precoz. Nunca entendí por qué alentaban a mis padres a que mostrara obra ni por qué algún pintor o maestro decía que yo tenía talento. Quedaba un cono de duda: ¿qué veían ahí que valiera la pena alterar el ritmo natural de un artista que es formarse y después exponer? ¿Cuál era la urgencia de mostrar eso? ¿A los once años? Dibujé porque había crayones en el mismo lugar donde otros dibujaban. No es que a mí me pusieron crayones y a otro, un tambor. ¡Los chiches del jardín! Pero descubrí, mirando los dibujos del 72, que no era malo. Los vi y eran particularmente intensos. Un alma dramática, que no sé de dónde vendría. Dibujos muy tortuosos, personajes transformados. Los asocié a una influencia de Bacon, pero a Bacon lo conocí un poco después, a los 13 o 14 años. A los nueve sólo sabía que existía Picasso y era un héroe, y con eso alcanzaba para que mi fantasía volara.
–¿Cómo te ves en esos dibujos?
–Veo a una persona con muchísimas inquietudes y con capacidad de reaccionar a cuestiones sociopolíticas y personales. Dibujos que dicen "no quiero pintar nunca más" o "quiero ser cualquier cosa menos pintor". Algunos hechos durante el Proceso, que incluían frases muy directas con relación a los crímenes. Vi una cosa que no creo que tenga ahora: realidades personales sin filtro. Leía un libro y escribía el nombre del autor y eso era el dibujo, cosas que ahora no haría porque me parecen muy infantiles. Y algunos gestos de este lenguaje modernista que tiene ecos de cubismo, de [Alfredo] Hlito o [Joaquín] Torres García, en el 78; hay dibujos que imitan este trazo con claroscuros angulares que hago hoy. Claramente, uno no decide dónde empieza su vida.
–¿Sos un niño con alma vieja?
–Lo escuché alguna vez... No sé nada de reencarnación, y creo que no saber es una manera de no creer. Me gustaría encontrar una expresión mejor, porque no sé si quiere decir que el niño es triste o apagado. Y yo no lo era. No era una luz, aunque no era un chico mediocre. Es probable que al estar con materiales de dibujo o pintura apareciera una especie de intuición que podía atravesar sin filtro, con mucha naturalidad y muy comprometido. Me recuerdo a mí mismo pintando absolutamente absorto en cualquier situación. El tiempo es parecido ahora: tengo lapsos de concentración muy cortos y muy intensos.
–¿Pensás quedarte con estas obras?
–Sí, y me gustaría mostrarlas en Buenos Aires. Es mi historia. Hoy, si quisiera hacer una muestra retrospectiva, estoy a merced de que la gente me preste la obra, y eso no siempre es sencillo. Y tampoco lo es el traslado. Cuando empecé a hacer murales debe haber sido porque es tan difícil mover pinturas, que con éstas... ¡tiene que moverse la gente para verlas!
[La charla continúa en el cuarto que pintó con aquel patrón modernista, que es el mismo que cubrió los 30 metros perimetrales de la muestra coral "Les habitants" de la Fundación Cartier de París, en la que hilvanó una película del armenio Artavazd Pelechian, la voz de Patti Smith y obras de Francis Bacon, Tarsila do Amaral, Vija Celmins y David Lynch. Antes, pasamos por su otro taller, donde está su famosa mesa redonda, esa que hace 22 años lo acompaña y es un registro de su vida cotidiana: dibujos al pasar, anotaciones rápidas, automatismos salidos de la mano mientras habla por teléfono. Cada rato, saca la tela que la recubre y la convierte en obra de la serie "Diarios". Ahora se ve un teatro de dos cabezas que quizás mañana sea una obra transitable de tres dimensiones, una pintura mínima o sólo quedará ahí].
–Después de la muestra de Fundación Cartier, ¿cómo más puede expandirse tu pintura?
–Es como el corazón, se expande y se contrae. Es un músculo bastante flexible. A veces me dan ganas de que mis acciones se expandan o pasen por temas curatoriales, como en ese caso, que tuvo muchas facetas, y fue demasiado divertido como para no repetir la experiencia de ponerme en otros roles. Expande tanto el campo de la pintura que no sé si podemos seguir llamándole así. Pero a mí me gusta mucho también el recogimiento: los cuadros chicos de los últimos años. Una contracción a medios muy básicos: paleta, pincel, tela, óleo, lápiz, y que la expansión sea la que genera la obra. En el futuro me interesaría hacer algunos trabajos pictóricos de murales a escalas mayores, como una iglesia o un espacio cívico. Tengo la energía y las ideas. Hace poco estuve pintando un techo acostado, incomodísimo. ¡Tenía más artefactos ortopédicos que herramientas pictóricas! Un cuello, una muñequera, una pelota para la cintura, vendas para el codo... pero fue muy divertido. En escala mayor, terminaría destruido, pero feliz. La tela, igual, siempre me excita, arcaica y determinante. Un formato tradicional te desafía a encontrar amplitud. Sentirte libre ahí es lo que los pintores hemos hecho en los últimos dos mil años.
–En Buenos Aires exponés, en promedio, cada 15 años.
–Sí, la última vez fue en Malba en 2003. Tengo muchos proyectos para Buenos Aires en 2017, de distinta escala y no se superponen. Estoy entusiasmado con eso. Es rarísimo lo que pasa. Siempre viví acá, toda mi obra sale de acá y es lógico que exponga acá. Siento el compromiso de saldar esa ecuación. Pensé que se iba a hacer más fluido, pero no. Pasó de vuelta una cantidad de tiempo. Haber llevado las becas [el programa Kuitca para artistas jóvenes] para mí era un modo de estar muy presente. No creo que nadie me haya sentido ausente. Estoy. Recluido, pero estoy. Tengo compromisos muy exigentes: cada dos años muestro obra reciente en Londres y Nueva York, y eso marca un ritmo.
–¿Sufrís los vernisagges?
–Los montajes me gustan, pero soy como un fantasma de mis propias muestras. Las inauguraciones cambiaron muchísimo: dejaron de ser un momento en que te quedás charlando y te das la mano con alguien a que básicamente te saquen una foto. Eso, en sí, no es particularmente divertido. Por consenso, mis inauguraciones son cada vez más cortas y llego cada vez más tarde. Soy respetuoso en relación con la gente que va, pero si pudiera evitarlas, lo haría. Siempre aparece una pregunta existencial: ¿qué hago acá? Al día siguiente, me voy.
–¿Quedarte fue la decisión más importante de tu carrera?
–Sin dudas. Vivir en Buenos Aires es muy determinante. Puede que la energía que lleva el desarraigo sea exageradamente grande para apartarme de mi trabajo. Aunque eso también puede conllevar un impulso creativo enorme. Muchos artistas han sido nómades. No hay recetas. No me siento muy apegado, pero había algo que me fastidiaba tremendamente cuando era "joven a la edad de irse": ese mandato de "te tenés que ir". ¡Era un eslogan! Hoy, ya no: la carrera se puede hacer desde cualquier lugar.
–¿Y cuándo fue que te liberaste del otro selogan: "el joven Kuitca"?
–¡Cuando cumplí 50! "El joven Kuitca" es como si fuera mi nombre y apellido. Supongo que fue porque en la generación en la que fui incluido, sí era más joven en relación a ellos, pero ya todos somos grandes. También creo que el trabajo con artistas más jóvenes te da parámetros para no seguir siéndolo.
–Tus primeros jóvenes ya tienen 25 años más.
–Sí, parece increíble el tiempo que pasó desde la primera beca: Gachi Hasper, Daniel García, Magdalena Jitrik, Tulio Sagastizábal, Fabián Burgos... Nunca fueron alumnos. La beca siempre fue un proyecto pedagógico, pero se fue haciendo un encuentro entre colegas.
–¿Qué fue lo mejor que les diste a los becarios?
–Tanto tiempo, energía, entrega. Puede sonar sentimental, pero realmente, mucho amor. Un ojo entrenado puede llegar al taller de un artista y decir tres o cuatro cosas que les sirvan. Tengo casi más training en ver obra de los demás que la mía. Pero, honestamente, no tiene nada que ver con la beca: lo que di fue el compromiso de no llegar con esa visión de afuera, sino tomarnos el tiempo y el fastidio de no ir desde afuera a señalar nada. Es muy difícil ver lo que el artista ve: solamente ahí podés ayudar.
–Tenés influencias del cine, la literatura, el teatro y la danza. ¿Qué te inspira?
–Hay épocas en que mi obra es muy permeable. Ahora no: mi obra es su propio referente. Fuera de esto, estoy leyendo mucho a César Aira, sus ensayos sobre arte contemporáneo me parecen increíbles. Antes, leí mucho a Emmanuel Carrère: me impactó De vidas ajenas. También escucho audiobooks. Hay libros que no me acuerdo si los leí o los escuché. Desde Just Kids, de Patti Smith, hasta los diarios de Bod Dylan. Es más fácil escuchar no ficción. O best sellers, como 22
11/63, de Stephen King. Me permite concentrarme mucho en lo que manualmente estoy haciendo, como pintar. O manejar. O correr en la cinta. También miro series: The americans, Breaking Bad, House of Cards. Veo cine y, cada tanto, teatro.
–¿Cómo ves tu telón cuando vas al Colón?
–Me fijo en detalles. Durante un mes veía que un hilo estaba salido. O si algo se soltaba en el uso. Por supuesto que no eran cosas que supiera corregir yo, pero que no podía dejar de mirar. Ahora noté que le pusieron una luz roja al manto de Arlequín, y no está en sintonía con la guarda de abajo. Cuando no hay un espectáculo, deberían dejarse los colores naturales de los textiles. Altera la paleta. Veo todo menos el telón.
–¿Pasás mucho tiempo en tu casa?
–Paso mucho tiempo acá, sí. Tengo mis amigos de toda la vida, tengo pareja, pero necesito estar solo. El laburo de artista implica grandes dosis de soledad, pero no en el sentido negativo. Quizá en lo social estoy menos disponible, pero no hago una vida monacal. Esta casa tiene muchos rincones, pasan muchas cosas en distintos lados. A veces no salí y no me acuerdo, no tengo noción. Estuve en la compu, en el taller de abajo, en el taller de arriba, corrí, miré algo... No tengo sensación de encierro, ni en la casa ni en mí mismo. Alguna vez fantaseé con volatilizarme, que la obra siga su vida y yo la mía. Pero tampoco quiero sonar quejoso: si alguien quiere que veas su obra, es porque te respeta y tiene su derecho. Así como cuando yo tenía 19 años y [Rómulo] Macció vio mi obra. Su comentario fue importantísimo para mí.
–¿Qué te dijo?
–Que le gustaba. Después no fuimos muy cercanos. Una de las primeras obras importantes que vendí la compró él. También visité a Alfredo Hlito, aún más joven: un artista tan sofisticado le abría la puerta a un salame como sería yo a los 17. Por eso pienso que tiene que estar abierto ese canal.
–¿Seguís pintando camas?
–Poquito. Ahora mismo con el vapor del té dibujo una en el mármol de la mesada. Dibujo mucho con el dedo. Las camas forman parte de un lenguaje inconsciente. Hay temas que nunca se van: los mapas, las camas, los teatros, los planos, las sillas. No tengo que ir muy lejos a buscarlos. Es difícil que imagine algo antes de hacerlo: por lo general, se generan cuando estoy pintando.
–¿Cómo te gustaría ser recordado?
–Uno recuerda desde la memoria afectiva a quienes conoció: un caleidoscopio de imágenes y recuerdos contradictorios, alegres y tristes. A los artistas no sé cómo se los recuerda. Yo tengo mi seleccionado, pero no te miento si te digo que no sé si están vivos o muertos. Me es totalmente irrelevante. Hoy se cruza un fantasma y de ese artista me llega algo: una imagen, una sensibilidad, una impresión. Está presente de esa manera circunstancial, no como una definición para labrar en la piedra. El recuerdo es algo vivo y puede tener los formatos más banales y diversos. El legado puede ser que sea una huella de la que el último en enterarse es uno mismo.
Bio
Edad: 55 años
Profesión: artista plástico
Es uno de los artistas latinoamericanos más reconocidos, también como impulsor de nuevos talentos. Expone anualmente entre Nueva York y Londres, y su obra forma parte de las colecciones del MET, el MoMa y la Tate Gallery. Vive en Buenos Aires
De dos capitales
Grandes obras y bocetos
Portales, puertas y espacios de transición se repiten en la obra reciente de Kuitca, cuya muestra bienal en Londres se desarrolla desde el mes pasado en la galería Hauser & Wirth, de la capital inglesa.
Mientras tanto, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), a través de la Library Council, acaba de editar un libro de artista de Guillermo Kuitca. Se trata de una edición facsimilar de un sketchbook que pintó con óleo. El ejemplar reproduce los accidentes propios de un cuaderno de bocetos: manchas de aceite, traspasos, huellas dactilares. Impreso en Verona, Italia, cada copia de la edición de 200 ejemplares está firmada y numerada. "Sigue los parámetros de una edición gráfica, en forma de libro", explica el artista.
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