La conmovedora historia de la familia de un rabino que le ganó al coronavirus
"Volvimos a ser una familia". Hay abrazos y besos. Y también, un nudo en la garganta.
Baruj Mbazbaz es rabino, tiene 48 años y una vida dedicada a lo solidario, más allá de la colectividad. Su mundo es el espiritual. Da charlas por Buenos Aires y en el interior del país. A los 18 años, se volcó a un universo "más real, más humano", según define. Allí fue cuando se despertó en su cuerpo el deseo de ser rabino. Se dedica a dar charlas de "paz y armonía en el matrimonio, el calor del hogar y la educación". Su padre es comerciante y su madre, ama de casa. Tiene cinco hermanos. Está casado con Abigail Judith; tienen ocho hijos, cuatro varones y cuatro mujeres. Dos, los más grandes, mellizos, están casados.
Pero la historia, esta historia, se centra en Odaia (su nombre significa "agradecimiento"). "Odi" tiene 17 años. Todo comenzó con el viaje de fin de curso de la escuela secundaria José Caro, que está en el barrio de Belgrano: un vuelo soñado, que despegó el 24 de diciembre pasado. El viaje iba a durar tres meses. La joven fue a Israel para participar de un seminario con chicos de diversos países, como Estados Unidos, Panamá, México, Brasil, Chile. Faltaban dos semanas para emprender el regreso, cuando empezó el brote de coronavirus en Europa y a cerrarse varios aeropuertos.
"Lo que vos decidas, está bien, pero yo me quiero volver", le susurró a su padre. Tenía un vuelo por British, pero se cambiaron los pasajes con celeridad. La travesía conseguida fue así: Tel Aviv, Madrid, Iguazú, Buenos Aires. Llegó el 9 de marzo a la Argentina. Pisó el Aeropuerto de Ezeiza con barbijo –en España tuvo cinco horas de espera–, y hubo abrazos. La emoción del reencuentro familiar.
A la noche se sintió cansada. Era lógico, el viaje había sido largo y abrumador. Al día siguiente, amaneció con tos. No se sentía muy bien. Baruj consultó a un cardiólogo amigo, pero la espera y el aislamiento eran prudenciales. Seguía con cansancio y se le sumaron unas líneas de fiebre. Parecía una gripe normal.
La fiebre, al otro día, ascendió a 38,7°. Primero, hubo un llamado al 107, luego a la prepaga OSDE. No parecía estar infectada, pero su madre, pura intuición, quería que le hicieran un hisopado. En la Argentina, por esos días, había menos de 20 casos. Fue, al fin, rumbo al Sanatorio Otamendi. "Nos llevamos a la nena", le dijeron.
Al ser menor de edad, fue acompañada por su madre. Quedaron aisladas, sin salir siquiera al pasillo. No lo sabía nadie de la familia. Fueron internadas durante tres días. Pasó el shabat y cuando se hizo el sábado a la noche, la hija le tomó el pulso al padre por celular. "Papi, no te preocupes, di positivo. Pero va a salir todo bien". Las noticias, ahora sí, estallaban en el mundo. El hisopado a la madre dio positivo un día más tarde. Dos casos de un mismo foco. Un caso importado, otro caso de "relación estrecha". Se quedaron madre e hija, diez días, bajo la supervisión del doctor Pedro Weiner.
"Pensamos que se iban a hacer un hisopado y se volvían. Y se hicieron diez días. Pasé jornadas de angustia, pero por suerte me llamaron del Ministerio de Salud de la Ciudad para contenernos. La señora Ana…, Natalia, la psicóloga Carla, Paula…, tenía un ahogo terrible. Siempre que se internó mi esposa, yo estaba al lado de ella. Le llevaba bombones, flores, comida kosher…. Acá yo estaba en casa encerrado, con mis otros hijos y ellas estaban encerradas en otro lugar. Fue una impotencia muy grande. No hacíamos videosllamadas porque íbamos a llorar los dos… Yo soy de viajar, de dar clases afuera, son dos días y vuelvo. ¿Sabés qué sentíamos? Que nos arrancaron el uno del otro", recuerda el rabino, ahora mismo, cuando la recuperación es total. El departamento de Belgrano tiene las ventanas abiertas: al fin, se respira salud.
"Yo soy una persona que se dedica a darles ánimo a los demás. De repente, me vi desde el otro lado, del necesitado. Entraba en mi habitación y lloraba", cuenta. Interrumpe la madre. Insiste en brindarle agradecimientos para la enfermera Rocío Mercado, para Ibi, Ana, Inés…, empleados de la salud que dan la vida en el Otamendi. "No fue fácil contarles a la familia y amigos de que mi mujer y mi hija estaban internadas con el virus. Yo estaba en el departamento con mis otros hijos, sin salir al palier. La cuarentena era estricta. Los compañeros de la comunidad del barrio me traían la comida y me la dejaban a metros del ascensor. Me avisaban y, solo en ese momento, salía –con guantes- a buscar la comida", recuerda.
Del resto de la familia, ni uno tuvo síntomas. Hace dos semanas, madre e hija volvieron a casa y allí comenzó otra etapa. Las mujeres convivían en una habitación aparte, solitaria. Hubo un drástico cambio de hábito. Salían al balcón de noche, cuando el resto de los chicos dormían. Un ejemplo: se bañaba buena parte de la familia primero, y al final, se aseaban ellas, previo repaso de agua y lavandina en todas las superficies del baño. Pasaron del aislamiento en el hospital a una cuarentena casera.
Abrazos simbólicos
El hijo más chico tiene 6 años. Lo abrazaban desde lejos, simbólicamente. "El viaje fue espectacular, recién ahora pude contarle cómo la pasé a mi papá. No entiendo cuando la gente se queja de que tiene que estar en casa. Es para cuidar a los demás; además, a mí me encanta. Tuve miedo, porque apenas volví de viaje, me tuve que internar. Casi no pude ver a los que más quiero. Al principio fue una pesadilla y después, fue un alivio muy grande. Ahora siento que recuperamos la familia. En el hospital poníamos música, cantábamos, bailábamos", cuenta la adolescente, que antes de este contratiempo quería estudiar psicología.
"El mejor aprendizaje es que tenemos que valorar las cosas, es todo demasiado efímero. Hay que disfrutar de las pequeñas cosas", insiste.
Se había ganado una beca para poder viajar. El viaje fue hermoso, hasta que sintió que debía volver. En Israel ya habían empezado los contagios: había 18 casos en esos días. Fueron dos semanas de paseos por todo el país y después, clases y visitas a hospitales para contener a jóvenes internados. El estudio consistía en historia judía, conceptos bíblicos y la concepción del judaísmo, del presente hacia el futuro. Odi les cantaba a los internados, les daba sándwiches, les daba calor. Y hasta les tocaba la guitarra. De pronto, al volver, debió cambiar de posición: fue ella quien estuvo días y noches sobre una cama. "Estamos emocionadas. Vivimos aisladas diez días en el hospital y dos semanas en casa sintiéndonos ajenas. Ahora estamos felices", describe la madre.
El Covid-19, además, abre otros miedos, como el qué dirán. "Debía mantener el perfil bajo, por eso no lo comenté, siquiera, entre los vecinos. Hay mucha paranoia, por eso algunos médicos recomiendan no hacerlo público en el mientras tanto. Hay que seguir sus consejos al pie de la letra", grafica el rabino, que hoy le volvió el alma al cuerpo, y que recuerda con emoción viejos tiempos de tablón.
"Nosotros no somos de River: nuestra sangre es roja y blanca. Hasta los 20 años, iba al Monumental, con el tiempo hice un vuelco espiritual, pero el fútbol lo tengo metido en mi corazón. Tengo una familia muy grande y me dedico a la comunidad, estoy al tanto, pero no es como antes. Por ejemplo: la final de Madrid no la pude ver, porque estaba pendiente de mi familia", sostiene. Y sigue pendiente de su familia. Sobre todo ahora, que volvieron los abrazos. Los que extrañaba.
Días atrás, mientras charlaba por celular con un amigo en busca de afecto y contención, se le ocurrió esta imagen: "Cuando voy manejando y me paso una cuadra, el Waze lo recalcula y puedo retomar el camino. Ahora, siento que Dios mandó a la sociedad a sus casas, para ‘recalcular’. ¿A dónde estamos yendo? ¿Cuáles son los valores? No solo en el judaísmo, hablo en general: tenemos que ser mejores personas, sentir al otro. Estamos ensimismados. Tenemos que salir de esto un poquito mejores".
Baruj lo dice convencido, emocionado.
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