Los blancos de Villegas, los caballos en la historia


Debe haber sido una mañana fría, aunque cargada de sensaciones. El miércoles 23 de marzo de 1876 se puso en marcha la columna de seiscientos hombres que partió del Fuerte General Lavalle (hoy General Pinto), pero que estaba muy lejos de ser una de las clásicas expediciones militares. Porque además de los seiscientos soldados, iban sesenta y ocho familias y entre todos arreaban unos dos mil caballos, mil seiscientas ovejas y doscientos cinco bueyes. La caravana debía fundar un nuevo asentamiento y poblarlo con el objeto de estirar la línea de frontera con el indio. Al mando iba el coronel Conrado Excelso Villegas (36 años), héroe de la Guerra del Paraguay y a quien la indiada que lo combatía bautizó "El Tigre".
El 12 de abril por la tarde, Villegas fundó Trenque Lauquen junto a la laguna del mismo nombre (los mapuches utilizaban el vocablo trenqué-lauquén para referirse a una laguna de forma redonda). El comandante ordenó que de inmediato se construyera un mangrullo, se clavara un mástil para la bandera argentina y se armaran los corrales para encerrar el arreo. Luego distribuyó los solares de las diecinueve manzanas del flamante pueblo. Había nacido un nuevo asentamiento, cerca de la frontera en conflicto.
Trenque Lauquen fue el escenario de la historia más curiosa que protagonizó el Regimiento de Caballería Nro. 3. Para revivirla, es necesario analizar la estrategia de Conrado E. Villegas. El coronel sostenía que para vencer al bravo cacique Pincén, sus hombres debían estar muy bien montados. En Junín se concentraba la caballada del Ejército y Villegas viajó con un par de oficiales de confianza para seleccionar los de sus soldados. Entre los seis mil que eligió, separó seiscientos blancos, tordillos y bayos claros. No tardaron en convertirse en la elite mimada del coronel. Los más cuidados, los mejor alimentados y los más famosos de la pampa eran los blancos de Villegas.

Esa tropilla a veces tenía mayores privilegios que los hombres que integraban el regimiento. La vida en el cuartel tenía todos los condimentos que vivió Fierro, el personaje que creó José Hernández. Incluso, la tremenda realidad de los que, por algún capricho de alguien con poder, eran enviados a la frontera a cumplir con un año de servicio a la patria, convirtiéndolo en un castigo en vez de un orgullo. Siempre un par de pagas mensuales desaparecían. Y muchas veces el año de servicio se extendía hasta plazos absurdos, sólo porque no aparecía el papel que daba de baja al milico enganchado. Eso fue lo que ocurrió con un cuarteto en Trenque Lauquen.
El 17 de octubre de 1877, cansados de esperar que se diera por cumplido su servicio, Vicente Peralta, Francisco Ledesma, María Saldaña y Eustaquio Verón resolvieron mandarse a mudar. Tomaron caballos, armas y provisiones, y aprovecharon la modorra de la tarde para cabalgar de regreso a sus casas. De los cuatro gauchos, María Saldaña –sí, se llamaba María– era el más bravo y actuaba como cabecilla del grupo.
Se descubrió la ausencia y no bien bajó el sol, una partida al mando del capitán Morosino salió a perseguirlos. En la mañana del 18, se toparon con los desertores en una laguna pequeña. Se tirotearon por más de una hora. Saldaña exaltaba el ánimo de sus compañeros, hasta que una bala le dio en la frente. Recién cuando se les acabaron las municiones, sus tres compañeros se rindieron. Esa misma tarde, Peralta, Ledesma y Verón declararon ante un tribunal militar improvisado en el cuartel. Cada uno por separado dio sus razones, que terminaron siendo las mismas: hacía tiempo que habían cumplido con el año de enganche y habían resuelto volver de una vez a sus ranchos. El tribunal dictaminó que uno más de ellos sería ejecutado mientras los otros dos irían al calabozo. Ahí mismo se realizó el sorteo. En una caja se colocaron tres papeletas, dos en blanco y la tercera marcada con carbón. Los dos que escogieran las blancas irían al calabozo; el de la negra, sería fusilado.
El primero en adelantarse para tomar uno de los papeles doblados fue Peralta, quien no manifestó ni una pizca de sensibilidad hasta que sacó uno en blanco y lanzó un fuerte suspiro de alivio. Lo seguía Ledesma. Daba la sensación de que iba a desmayarse antes de llegar al frente. Verón, dándole ánimo, le dijo: "Vaya tranquilo nomás, que la negra es para mí". Nada convencido, Ledesma siguió su derrotero con zapatos de plomo. Tomó una papeleta, la desdoblo y estaba vacía.
Muy resuelto, Verón marchó en busca de su negro destino. Se resolvió enviar de inmediato a los dos salvados al calabozo y a Verón se lo puso en capilla. Se le informó que lo fusilarían a la mañana siguiente, a las ocho. Recibió un paquete de cigarrillos negros y le cebaron mates hasta decir basta. Siempre se mostró tranquilo. Durmió como un lirón y en el instante en que sonó la trompeta al amanecer, saltó del catre y le anunció al alférez de guardia que ya estaba listo. El guardia le dijo que aún faltaba. Claro, eran las cinco de la mañana y todavía podía disfrutar de tres horas en este mundo. Se pidió un cigarro y se sentó a contemplar la nada, cuando de repente, una serie de gritos destrozó la monotonía de la mañana campestre.
¿Qué había ocurrido?
En la noche previa, el coronel Villegas había dispuesto que se encerrara a los renombrados blancos en el corral cercano a la comandancia porque quería que el regimiento formara con la caballada de elite en la ceremonia de la ejecución de Eustaquio Verón. Por ese motivo, había destacado un piquete de ocho soldados al mando del viejo sargento Francisco Carranza para que velara por la seguridad de la tropilla especial.
El sueño había vencido a todos los integrantes de la guardia y a las cinco de la mañana, en cuanto alguno abrió un ojo, descubrió que el corral estaba vacío. Habían desaparecido los seiscientos caballos blancos. Una pesquisa hecha a las apuradas les permitió deducir que los indios habían roto el alambrado en el fondo del corral, habían rellenado una pequeña zanja que lo circundaba para que pudieran salir por allí sin tropezarse y habían tomado sin hacer ruido a las yeguas madrinas, para arrastrar a todos los demás. Los pampas se habían robado los mejores caballos del Tigre Villegas en sus propias narices.

Consciente de que sería ejecutado junto a Verón, el sargento Carranza se presentó en el rancho del comandante.
-¿Qué hay de nuevo, sargento?
-Ocurre, señor, que los indios me han llevado durante la noche la caballada blanca.
En silencio, con los ojos enrojecidos, inmensos, Villegas le clavó la mirada a Carranza. Luego de eternos segundos, le ordenó que fuera en busca del mayor Germán Sosa, su lugarteniente en el regimiento. Eran las cinco y media de la mañana. La orden fue terminante: debía alistar una compañía de cincuenta hombres para ir en busca de los blancos. Y agregó: "En cuanto a este –volvió a perforar a Carranza con la mirada y así quedó un largo rato–, lo lleva con usted y si no borra la falta que ha cometido conduciéndose como debe, le hace pegar cuatro tiros por la espalda".
Quedaba pendiente la ejecución del desertor Verón. El pobre fue una víctima de las circunstancias: como había cosas más importantes que hacer, se adelantó el fusilamiento y Eustaquio vivió un par de horas menos de lo que pensaba. De inmediato partió la compañía de rescate. Cada hombre llevaba cien balas, lo que demuestra que la cosa iba muy en serio. Cuando los cincuenta milicos pasaron delante del rancho de Villegas, el coronel se acercó al mayor Sosa y le advirtió con tono claro y amenazador: "No vuelvan sin los caballos".
Fueron alejándose del territorio seguro, siguiendo la huella que dejaban las lanzas arrastradas por los pampas. Sosa y sus hombres cruzaron la zanja de Alsina, hicieron un alto en la laguna de Mari Lauquen, durmieron la siesta y después continuaron avanzando hasta el amanecer, por lo muy acostumbrados que estaban los hombres y los caballos a dormir al mismo tiempo que se marcha. A las diez de la mañana, es decir, veintiséis horas luego de haber partido, ya estaban extenuados. Entonces, el mayor Sosa tomó la decisión de inmolarse junto al sargento Carranza. Se lo comunicó a su segundo, Rafael Solís. Establecerían un campamento en una hondonada que se hallaba algunos kilómetros más adelante. Por la noche, Sosa y Carranza galoparían con dos caballos frescos hasta alcanzar a los pampas y canjearían sus vidas por todas las que pudieran arrancarle al enemigo.
Esto lo hacían con el fin de que el resto regresara a salvo a Trenque Lauquen, algo que cada vez sería más difícil de lograr si seguían internándose en territorio enemigo. De esta manera, Villegas comprendería que era inútil continuar la cacería y los dos principales responsables –el mayor que comandaba la compañía y el sargento que perdió los blancos– ya habrían pagado sus errores.
La decisión de Sosa era irreversible y la suerte estaba echada. Sin embargo, al acercarse a la hondonada donde descansarían, no podían dar crédito a lo que veían: los blancos de Villegas pastaban junto a la caballada india; y a un costado, unos ochenta indios pampas, varias chinas y niños dormían despatarrados.
El ataque de los soldados del 3 de Caballería –veinte hombres para cubrir la recuperación de caballos y treinta que apuntaron a las tolderías– tomó por sorpresa a los guerreros de la tribu: no imaginaron que serían perseguidos luego de haber pasado la fronteriza zanja de Alsina. En el instante en que comenzaron los tiros, los blancos de Villegas parecieron comprender que se trataba de su rescate y enfilaron por el camino de regreso. A la estampida se sumaron los potros de la indiada.
La persecución cambió de mano. Y aparecieron en escena malones que intentaron recuperar tanto el botín, como la caballada propia y los prisioneros. Pero fueron rechazados. A las dos de la tarde del 21 de octubre de 1877, cincuenta y seis horas después de haber partido (Eustaquio rumbo al más allá y ellos hacia las pampas), los cincuenta hombres entraron encolumnados en el cuartel de Trenque Lauquen y marcharon delante del ranchito –y las narices– del comandante. Montado, cada uno de los cincuenta, en un blanco de Villegas.
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