
Los diagnósticos de autismo, TDAH y ansiedad se expanden y esto que proponen los expertos puede suponer un alivio
En EE.UU. y el mundo crecen los casos de neurodivergencias e incluyen versiones cada vez más leves
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NUEVA YORK.— En la época de la pandemia, empecé a notar que algo sucedía en mi círculo social. A una amiga íntima, que entonces rondaba los 50 años, le diagnosticaron trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Lo describió como un profundo alivio, que la liberaba de años de sentirse culpable: por no cumplir plazos y perder recibos, pero también por cosas más profundas y complicadas, como su sensibilidad a la injusticia.
Algo parecido le ocurrió a un compañero de trabajo, a un primo treintañero y a un número cada vez mayor de personas que conocí durante mi cobertura de temas relacionados con la salud mental. No siempre se trataba del TDAH. Para algunos, la revelación fue un diagnóstico de trastorno del espectro autista: tras años de malestar inarticulado en situaciones sociales, se sintieron liberados por el marco de la neurodivergencia y acogidos por la comunidad que vino con él.
Desde entonces, he escuchado relatos de personas que recibieron diagnósticos de trastorno alimentario compulsivo, trastorno de estrés postraumático o ansiedad. Casi todos dijeron que el diagnóstico los alivió. A veces conducía a un tratamiento eficaz. Pero a veces parecía que los ayudaba el simple hecho de identificar el problema y ponerle nombre.
Últimamente, parece como si nunca dejáramos de hablar de las crecientes tasas de padecimientos crónicos, entre ellos el autismo, el TDAH, la depresión, la ansiedad y el TEPT. El secretario de salud, Robert F. Kennedy Jr., ha señalado estas tendencias como prueba de que los estadounidenses son “el pueblo más enfermo del mundo”, y ha puesto manos a la obra para poner patas arriba secciones enteras de nuestro sistema de salud pública en busca de causas, como las vacunas o las toxinas medioambientales.

Sin embargo, gran parte de lo que estamos viendo es un cambio en las prácticas de diagnóstico, a medida que aplicamos etiquetas médicas a versiones cada vez más leves de la enfermedad. Hay muchas razones para ello: la vergüenza que antes acompañaba a muchos trastornos ha desaparecido. La detección de problemas de salud mental es ahora habitual en las escuelas. Las redes sociales nos dan las herramientas para autodiagnosticarnos. Y en una época de crisis de salud mental, los médicos ven la oportunidad de tratar las enfermedades a tiempo.
Hace unos años, los críticos empezaron a decir que esta tendencia se había desbordado y empezaba a hacer un daño real. Algunos dicen que abrir ese círculo ha tenido un gran costo para los enfermos más graves, que han perdido la atención de la comunidad médica.
Otros dicen que eso tampoco está ayudando a las personas con enfermedades más leves, sobre todo si son jóvenes. El diagnóstico, aseguran, puede hacer que la gente se sugestione. Al declarar como trastornos los síntomas leves o pasajeros, podemos crear una “expectativa de enfermedad”, como lo señala la neuróloga irlandesa Suzanne O’Sullivan, en la que “hay poca o ninguna enfermedad”.
Los investigadores, que están estudiando los efectos secundarios de los diagnósticos, empiezan a ver que este efecto se manifiesta a largo plazo. Los diagnósticos te aprisionan. Sugieren inevitabilidad biológica, no una mala racha.
Entonces, hay que explicar esto: ¿Por qué los diagnósticos también parecen ayudar?
Ponerle nombre al problema
Alan Levinovitz, profesor de filosofía y religión en la Universidad James Madison, observó desde la parte delantera de un aula cómo aumentaban las tasas de diagnóstico. Las solicitudes de discapacidad, en su mayoría por TDAH y ansiedad, le robaban cada vez más tiempo; cada vez era más difícil encontrar espacio suficiente para que todos los estudiantes con necesidades especiales pudieran hacer los exámenes.
No obstante, cuando, por curiosidad, Levinovitz empezó a leer en las redes sociales relatos en primera persona de pacientes diagnosticados, no se trataba en absoluto de necesidades especiales. En su lugar, describían otro tipo de beneficio más misterioso, “que era la naturaleza existencialmente transformadora del diagnóstico por sí mismo”.
Le comentó esa idea a su amigo Awais Aftab, psiquiatra y autor de un popular boletín sobre salud mental en Substack. Apenas había terminado de explicarlo cuando Aftab respondió: Sí, claro que lo había visto. Los médicos lo ven todo el tiempo. Ciertos pacientes experimentan una sensación de “alivio fuerte, tremendo, al recibir un diagnóstico”, afirmó.
Aunque el diagnóstico puede conllevar beneficios concretos como tratamiento y adaptaciones, su beneficio psicológico “parece ir más allá” de cualquiera de ellos, explicó Aftab, profesor clínico adjunto de psiquiatría en la Universidad Case de la Reserva Occidental. Se parecía al efecto placebo, es decir, una mejoría generalmente atribuida a una expectativa positiva, que se produce tras recibir un tratamiento inerte, y que los médicos han empleado durante siglos.
“Para nosotros, esta es una versión del efecto placebo que, básicamente, ha pasado desapercibida”, aseguró Levinovitz. “He aquí algo transcultural y transhistórico —el poder de un nombre oficial para tener el control sobre algún tipo de patología— que casi no se ha estudiado”.
Otros investigadores también se dieron cuenta. Cuando el equipo de investigación de Cliodhna O’Connor, del University College de Dublín, analizó 1848 relatos de adultos a los que se había diagnosticado autismo, descubrió que los adultos afirmaban “de manera abrumadora” que los beneficios del diagnóstico superaban las desventajas. Una palabra que aparecía con frecuencia era “revelación”. A menudo, lo único que lamentaban era no haber sido diagnosticados antes, lo que les habría ahorrado años de sentirse “equivocados” o “descompuestos”.
Lo que el fenómeno necesitaba era un nombre. En el artículo que Levinovitz y Aftab publicaron en agosto en “BJPsych Bulletin”, lo denominaron “efecto Rumpelstiltskin”, por el enano saltarín del cuento de los hermanos Grimm. En el cuento, una mujer desesperada cae bajo el poder de un espíritu maligno que le exige que le entregue a su primogénito.
El enano le ofrece una salida: si adivina su nombre, será libre. Así que adivina todos los nombres que se le ocurren, hasta que da con el correcto y el enano se escabulle, despojado de su poder. Los autores sugieren que algo similar ocurre en el momento del diagnóstico, pues eso alivia tanto la ambigüedad como la culpa.
“El efecto terapéutico de sentir que tienes una explicación para algo, una explicación oficial, es realmente extraordinario”, afirmó Levinovitz. “La gente dice que somos criaturas narrativas y que contamos historias para darnos sentido a nosotros mismos. Este es un tipo especial de historia: un diagnóstico”.
El momento Keyser Soze
El apoyo anecdótico a este beneficio está por todas partes. Cuando pedí a la gente que me hablara de sus diagnósticos, utilizaron frases como “momento Keyser Soze”, “momento eureka” y “marejada masiva de reconocimiento”. Karen Lean, de 48 años, especialista en informática a la que diagnosticaron autismo a los 30, recordaba “sentirse validada, aliviada, reconocida, quizá incluso reivindicada”.
Años antes, a la deriva tras abandonar sus estudios de posgrado, había planteado la posibilidad de ser autista a un psiquiatra que la había estado tratando por ansiedad y depresión. El psiquiatra, según relató, desechó la idea, y le dijo: “Solo quieres una razón para no cambiar”. Pero, de hecho, el diagnóstico de autismo cambió muchas cosas. Le proporcionó, como ella dice, un “modelo explicativo de por qué tenía problemas”.
Empezó a evitar las cosas que la desconcertaban, como los lugares ruidosos y abarrotados. Compró una manta con peso para dormir y recibió terapia ocupacional. Y lo que es más importante, se sumergió en un grupo local de apoyo a la neurodiversidad y el autismo. Su nueva comunidad la apoyó durante el divorcio y terminó ayudándola a encontrar trabajo.
En el trabajo, el diagnóstico le facilitó pedir lo que necesitaba, como audífonos con cancelación de ruido. “En lugar de pensar que soy perezosa o que me hago la rara a propósito, o que simplemente no puedo ponerme las pilas por algún tipo de defecto inexplicable, hay un marco de referencia para entender por qué soy así”, afirmó.

Muchos amigos contaron historias similares. Sus diagnósticos, decían, explicaban años de lucha con tareas que otras personas consideraban sencillas. Con los años, esta experiencia —culpa y autoculpa— se había convertido en una aflicción en sí misma. Francie Latour, a la que diagnosticaron TDAH inatento hace dos años, comparó la situación con la de una persona a la que, tras perder el uso de las piernas en un accidente automovilístico, le dicen una y otra vez que se levante y camine.
“Es como si te hubieras pasado toda la vida al pie de una escalera y un coro de voces te dijera: ‘¿Por qué no puedes subir y bajar? ¿Por qué no puedes subir por las escaleras? ¿Por qué eres un desastre? ¿Eres una holgazana? ¿Te estás haciendo la difícil?’”, comentó Latour, escritora y docente en Boston. “Es genial darte cuenta a los 50 años de que no tenías las herramientas necesarias para subir las escaleras”.
Pero con el paso del tiempo, dijo, esa marea de alivio retrocedió. Las hojas de permiso y las notas de las reuniones seguían dándole problemas, y mucha gente seguía culpándola por ello. En todo caso, cuando eso se hizo evidente, se sintió aún más aislada, señaló.
Cuatro años y medio después de que le diagnosticaran TDAH, otra amiga describió una sensación similar de revelación, seguida de una dilución parecida.
Tras probar varios tratamientos, ha aceptado que lo más probable es que no exista una solución mágica. Tal vez, me dijo, lo que quede en última instancia sea la frustración de que “esta cosa nunca cambie en mí”. Pero aun así, dijo, lo aceptaría. Puede que los síntomas sigan ahí, pero ya no despiertan odio hacia uno mismo. “Sigo pensando que prefiero eso en vez de pensar que soy una mala persona”, aseguró.
“Atrapados en una enfermedad”
Al mismo tiempo, están surgiendo pruebas de que, a largo plazo, diagnosticar afecciones más leves no ayuda. Sí, la reducción de la autoculpabilidad tiene un efecto positivo. Pero también hay un efecto negativo, el de un mayor pesimismo sobre la recuperación.
O’Connor, profesora adjunta de psicología en el University College de Dublín, puso a prueba este equilibrio comparando grandes grupos de personas que cumplían los criterios diagnósticos de un trastorno como la depresión o TDAH: un grupo que recibió un diagnóstico y otro que no.
Lo que descubrió su equipo, tras controlar la gravedad de los síntomas y los factores sociodemográficos, es que los grupos diagnosticados obtuvieron peores resultados. Los adultos jóvenes a los que se les diagnosticó depresión en la adolescencia tenían peores síntomas de depresión más adelante, a pesar de recibir tratamiento; los niños a los que se les había diagnosticado TDAH tenían peores relaciones con sus compañeros, peor imagen de sí mismos y peor bienestar emocional.
A menudo, precisó O’Connor, los adultos sienten cierto pesar por no haber recibido el diagnóstico cuando eran niños. “Pero las pruebas objetivas de las que disponemos ahora sugieren que en realidad podría no haber sido algo tan positivo”, dijo. “Es muy posible que gracias a su autocomprensión hayan obtenido beneficios, pero también habrían estado expuestos a más estigmas y a interacciones más negativas con compañeros o profesores”.
Los resultados, reveló, siguen la lógica de una profecía autocumplida. Los diagnósticos crean expectativas: Los jóvenes a los que les dicen que padecen ansiedad pueden evitar las situaciones sociales y perder oportunidades de entablar relaciones, las cuales, según sabemos, protegen la salud mental.
Esta es la alarma que hace sonar O’Sullivan en The Age of Diagnosis. No cabe duda, comentó en una entrevista, de que recibir un diagnóstico supone cierto alivio. Y algunos diagnósticos pueden proporcionar un camino hacia la recuperación, pues se explica que una enfermedad suele durar X tiempo y resolverse de X manera.
El problema, agregó, son las etiquetas que no vienen acompañadas de historias de recuperación, en particular los trastornos del neurodesarrollo como el TDAH o el autismo. “Aunque te sientas aliviado al recibir una explicación, y aunque hayas encontrado una tribu, ahora estás atrapado en una enfermedad por la forma en que la conceptualizas como una inevitabilidad biológica”, explicó.
Quizá esto no perjudique a un paciente de 40 o 50 años, cuya trayectoria vital está establecida. “Pero, si tienes 15 años y alguien conceptualiza tu dificultad como una anomalía del desarrollo cerebral”, dijo, “entonces podríamos ver cómo se desarrolla una profecía autocumplida”.
No te lo tomes tan en serio
Todos coinciden en que es demasiado pronto para sacar conclusiones contundentes de los datos. Apenas están empezando a aparecer investigaciones longitudinales rigurosas sobre los beneficios de tratar los trastornos más leves. Mientras tanto, no hay indicios de que nuestro apetito por el diagnóstico esté disminuyendo. De hecho, nuestras acciones hablan por sí solas.
Por eso es importante entender por qué las personas encuentran alivio en ponerle un nombre al trastorno. Isaac Ahuvia, doctorando de la Universidad de Stony Brook que ha realizado un seguimiento de los estudiantes universitarios que se autodenominan ansiosos o depresivos, afirma que suele toparse con este fenómeno en sus datos —un misterioso estímulo que sigue al diagnóstico— y que está encantado de tener palabras para captarlo.
“Creo que se reduce al efecto Rumpelstiltskin”, afirmó Ahuvia. “Hay algo en tener una explicación. Te valida, te da una dirección y te hace sentir, en promedio, un poco más bajo control”.
En cuanto a Aftab, desde que acuñó el término, ha vuelto a sus pacientes, adultos y adolescentes que intentan gestionar la vida diaria frente al terror, la pena, el pánico y la desesperación. Su exploración del efecto Rumpelstiltskin no lo ha hecho más liberal a la hora de diagnosticarlos, ni más parco.
Si algo ha cambiado es que pasa más tiempo hablando con los pacientes antes de darles la noticia. A menudo, lo que les dice es que no se tomen tan en serio la etiqueta del diagnóstico; ha visto lo que puede salir mal cuando la gente construye su identidad en torno a un diagnóstico. Los problemas psiquiátricos son difusos y fluidos, les dice. Existen en un contexto de temperamento e historia vital: “es solo un hilo entretejido en una historia mucho más amplia de quién eres”, concluyó.
En cuanto a sus colegas clínicos, quiere que dejen de ver el diagnóstico como un paso neutral y procedimental, y que comprendan el poder que tienen sus palabras —un poco de beneficio social, un poco de estigma, un poco de fatalismo, un poco de identidad—, pues estas seguirán resonando en la vida del paciente, como una campana que no deja de sonar.
Por Ellen Barry
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