Luego de la Primera Guerra, nacía la Sociedad de las Naciones
El corresponsal de la nacion en Europa fue testigo de grandes acontecimientos; entre ellos, el que narra aquí.
15 de noviembre de 1920
GINEBRA.- La flor y nata de la diplomacia argentina se encuentra en esta ciudad. En el Hotel des Bergues, donde me hospedo, se alojan las principales delegaciones; su comedor suntuoso parece la sala de una asamblea de naciones unidas si no por perdurable vínculo del corazón, a lo menos por imperiosa voz del estómago.
Ocupan en un ángulo una mesa el ministro doctor Pueyrredón, el ministro argentino en París, doctor Marcelo T. de Alvear y señora, el ministro en Viena doctor Fernando Pérez y señora, el encargado de negocios en España Sr. Levillier, el ministro argentino en Suiza, Sr. Lagos Mármol y el secretario de la legación D. Julián Enciso. Los dos últimos vinieron de Berna invitados para asistir a la apertura de la asamblea. La familia del doctor Pueyrredón, que ha quedado en París, vendrá más adelante.
En una mesa próxima, se distinguen los menudos rostros sonrientes de los japoneses. Más allá está el embajador de España en París, señor Quiñones de León, rodeado de secretarios y asesores. (...)
En la mesa del centro, como presidiendo el solemne yantar internacional, con sus austeras barbas, está M. León Bourgois. En una mesita separada, comen en dulce intimidad matrimonial M. Viviani y su señora. La dorada melena de Paderewski se destaca sobre el fondo plomizo del comedor junto a la cabeza rosada y pelada, como queso de bola, del delegado de Holanda.
Completan el cuadro altos funcionarios de la Confederación Helvética, consejeros nacionales y federales y muchos otros delegados, de difícil identificación todavía, pues son cuarenta y dos países los que están representados en la asamblea y algunos de ellos, como Gran Bretaña y Japón, vienen con delegaciones compuestas de setenta y cinco personas.
(...)
Bajo la tibia caricia del sol de otoño, en la ciudad riente y luminosa, y en un ambiente de bienestar, de orden y pulcritud, los delegados pasean su optimismo en suntuosos automóviles, que enarbolan la bandera de sus respectivos países, pero el cronista, que tiene la buena fortuna de contar con amigos personales en el seno de las principales delegaciones, desconfía de esas apariencias halagüeñas. Bajo las sonrisas, hay un fondo general de escepticismo. Todos desean que se desvanezca la atmósfera de suspicacia y del odio en la humanidad, aunque muchos temen que la tarea de disiparla sea superior a las fuerzas humanas.
La Sociedad de las Naciones se ha debilitado antes de nacer por la actitud del presidente electo de Estados Unidos, Mr. Harding, y por las diferencias franco-británicas, que se pondrán de relieve durante los debates.
Me consta que el Gobierno de Gran Bretaña ha puesto empeño en que se reúnan aquí juntamente con los delegados de la Liga de las Naciones, representante de todos los Gobiernos, incluso el de Alemania, con objeto de discutir a fin de llegar a un acuerdo. Francia se ha opuesto a esta idea, alegando que el tratado de Versalles es indiscutible, especialmente ante las naciones neutrales.
Aparte de estas divergencias, todos los delegados vienen a Ginebra resueltos a atenuar su escepticismo con la mejor voluntad, a fin de fortalecer la Sociedad de las Naciones como única esperanza de reanudar las relaciones amistosas entre los pueblos y derribar los obstáculos que se levantan en el camino de la paz.
Casi todos los delegados traen, además, su pleito correspondiente, por lo que sus sonrisas se trocarán mañana en gestos agrios.
Ginebra, en definitiva, parece hoy el estudio de un abogado a la moda, donde los litigantes sonríen mientras esperan en la antesala.
La orden del día de la sesión de hoy carece de interés salvo el punto de la elección de presidente de la asamblea.
Fernando Ortiz Echagüe