Ya casi ni nos damos cuenta. Pero en cada minuto de nuestro día experimentamos, inconscientemente, cuánto nos cambió la tecnología en las últimas tres décadas: el empleo, la amistad, el amor, el consumo, la educación.
Esa revolución casi completa pero gradual modificó otras acciones humanas tan añejas y esenciales como relacionarse, crear una familia o trabajar.
Manifestarse, rebelarse, elegir un gobierno… o hasta destituirlo, son actos decisivos para la construcción de cualquier sociedad; y todos ellos dieron giros radicales en los últimos años, al punto de producir o acelerar fenómenos antes impensados.
Una revolución inesperada y generalizada en el mundo árabe; un empresario con mucha fama mediática pero nula experiencia política que se convierte en presidente de Estados Unidos y en el hombre más poderoso del mundo; naciones crecientemente enfrentadas en una influyente y nueva forma de diplomacia pública; campañas de propaganda internacional de alto alcance y bajísimo costo para diluir las responsabilidades de una pandemia.
Ni la política ni el gran juego de estrategia y poder internacional están ajenos a la tecnología: redes sociales, big data, nuevas infraestructuras digitales, ciberarmas los alteraron para siempre, y con ellas también cambiaron el significado de verdad.
A lo largo de los últimos 25 años, la tecnología revolucionó la geopolítica en dos niveles. Uno es directo -el propio de la relación entre los Estados- y otro, indirecto -el efecto monumental que tiene sobre la política doméstica-.
Las tecnología en la política en las primaveras árabes
Tal vez el primer ejemplo total que el siglo tuvo de cómo la tecnología afecta la política de un país y luego modifica por completo balances regionales una década después fueron las primaveras árabes.
Ya en 2009, el movimiento verde de Irán había sido una señal de que las redes sociales eran capaces de movilizar a sociedades atrapadas en regímenes asentados sobre décadas de mano dura y opresión. Miles de jóvenes, entrelazados por Facebook y Twitter, salieron a las calles para cuestionar el supuesto fraude cometido por el gobierno de los ayatollahs a favor del entonces presidente, el utraconservador Mahmoud Ahmadinejad, y en contra del reformista Mir Hussein Mossavi.
Las protestas fracasaron pero crearon una hoja de ruta, y solo un año y medio después la gran revolución de Medio Oriente comenzó. En 2010, primero en Túnez, después en Libia y Egipto y luego en Siria y algunas naciones del Golfo, miles de jóvenes tomaron las calles para acorralar a los autócratas que gobernaban sus países desde hacía décadas. Las redes sociales, en especial Twitter, fueron el vehículo que permitió que la fuerza de ese reclamo diluyera, en apenas un puñado de días, las fronteras geográficas para convertirse en un gran grito regional. Unificado por las redes, la demanda era contundente: más reforma, más libertad y más porvenir.
Algunos dictadores sobrevivieron; otros no y fueron reemplazados por dirigentes democráticos o incluso por nuevos líderes autócratas, como en Egipto. Uno, en especial, se mantuvo en pie contra todos los pronósticos, Bashar al-Assad. Como sus pares regionales, para hacerlo apeló a todo tipo de violencia y embarcó a Siria en la mayor y más sangrienta guerra civil del siglo, un conflicto que involucró a más de un vecino.
Con la región desestabilizada por completo, otro actor aprovechó sus recursos para crecer y emerger como el mayor fenómeno de terror en años. Estado Islámico (EI) descartó no solo los métodos sino la ideología de su antecesor, Al-Qaeda, por considerarlos inefectivos y débiles. El grupo creó un verdadero ejército para lanzar una guerra territorial con una misión final y total: la fundación de un califato. Sus blancos cruzaban fronteras y se encontraban tanto en Medio Oriente como Europa o Asia. Sus soldados también.
Con un mensaje de miedo y odio y un aceitado manejo de contenidos,EI logró establecer una eficiente maquinaria de propaganda y reclutamiento global a través de las redes sociales, desde Telegram y YouTube hasta Facebook. Miles de jóvenes llegaron a Irak y Siria atraídos por esos mensajes, que ni las agencias de inteligencia occidentales ni las propias redes sociales lograron contener.
El poder de las redes sociales
El impacto de las redes sociales no solo se potenció en situaciones de guerra e inestabilidad, también lo hizo en contextos de democracias maduras, con resultados que modificaron la relación entre las grandes potencias del mundo. El año que se encargó de demostrar el sorprendente poder que tienen las redes fue 2016.
Dos fueron los hechos que le ratificaron al mundo que las redes no solo habían alterado las relaciones sociales sino también el destino de los gobiernos y la geopolítica: el Brexit y el triunfo de Donald Trump frente a Hillary Clinton.
El impacto de las redes sociales no solo se potenció en situaciones de guerra e inestabilidad, también lo hizo en contextos de democracias maduras
Ambos éxitos sorprendieron a Occidente con fórmulas similares: un movimiento y un candidato que se alzaron contra el statu quo y el establishment con el megáfono de las redes sociales como mayor y más potente arma. Pocos apostaban, en Estados Unidos o Gran Bretaña, por ese resultado, basado en una estrategia de maximización de uso de redes con contenidos que, en muchas ocasiones, apelaban a mentiras, eventualmente, dieron origen a la era de las fake news.
Esos éxitos también dejaron al desnudo la complejidad de las redes sociales y de internet: a la vez que alimentan el debate político y construyen ciudadanos más informados, también alientan las divisiones y la manipulación, un fenómeno que se resume en sociedades divididas en la era de la posverdad.
Trump y el Brexit contaron con otra herramienta tecnológica hasta entonces de tímida presencia en el mundo de la política, el big data, un fenómeno capaz de recopilar tantos datos que fue posible identificar al detalle a potenciales votantes, sus preferencias, sus hábitos, sus ideas, su ubicación. La persuasión, tan básica en la política desde la Grecia Antigua, se convirtió entonces en una tarea más rápida, precisa y eficiente.
Semejantes cambios en la política desembocaron en dos hitos geopolíticos. Por un lado, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea no solo dejó al bloque sin uno de sus socios más influyentes sino que reavivó los nacionalismos y arrojó duda sobre la integración como método de gobernanza global.
Por el otro lado, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca aceleró y acentuó una rivalidad hoy irreversible. Decidido a combatir los desbalances de la relación de su país con China, el presidente norteamericano le planteó la guerra en donde más le duele a Pekín hoy, el comercio. En su embestida, se topó con un líder surgido de la forma más tradicional posible para la China de las últimas décadas -de las filas del Partido Comunista-, que, a la vez, apostó por la revolución tecnológica como arma para convertir a su nación en la mayor potencia global y a sí mismo en una especie de "nuevo emperador".
La contienda comercial es, por eso, solo una de las facetas de una competencia estratégica que se inmiscuye en cada rincón del mundo de diferentes formas, como ya sucedió con la Guerra Fría.
Entre esas maneras, hay una que, en los próximos años, decidirá el balance de poder entre los dos grandes adversarios y, en definitiva, el orden global. Inteligencia artificial, 5G, ciberguerra, son algunos de los campos de batalla de la gran guerra tecnológica que enfrenta a China y Estados Unidos, el mayor y más definitivo de los capítulos de esta competencia estratégica.
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