El dispenser inteligente, versión unplugged
Un poco de humor, aunque con una base muy real, para que no se nos termine quemando un fusible
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Esta ha sido una de esas semanas tremendas en las que las noticias no dan tregua, literalmente. Entre una invasión homicida y salvaje que podría derivar en enfrentamiento nuclear, más la escenografía política argentina, que sigue dando muestras de una inmadurez (¿o es solo sorna?) incalificable, llegamos al sábado con todo menos ganas de seguir abrumados por la agenda. Además de que, no sé si les pasa a ustedes, pero cada uno tiene a su vez sus propios –y eventualmente muy graves– problemas. Así que vamos por una de esas historias tecno que combinan el delirio, una pizca de humor y nuestra bien conocida doble personalidad tecnológica. Digo doble personalidad en un sentido coloquial, no vaya a ser que alguien se lo tome a mal, y me refiero a que por un lado tenemos compañías y talentos notables y, del otro lado, pasan cosas como la que narro a continuación.
¿Para qué sirve este botón rojo?
El más insignificante de los problemas puede convertirse en algo parecido a una catástrofe. Todo depende de dos factores: la naturaleza del problema y su duración. Pensarán que estoy hablando de un virus, y sí, es el primer ejemplo que en estos días nos vendría a la mente. Pero, en realidad, estoy hablando de un dispenser de agua.
Son muy conocidos, porque se encuentran en casi todas las oficinas, solo que los de uso hogareño en general no se conectan directamente al suministro de red (nada lo impediría, hay que aclararlo, aunque a nosotros no nos habría servido), sino que usa bidones. No es que tenga alguna clase de obsesión con el agua envasada, sino que este barrio era tan nuevo cuando nos mudamos que el agua de la canilla era de una calidad, como mínimo, dudosa. Pero sí tengo la convicción –una convicción es una obsesión científicamente probada– de que buena parte de nuestra salud depende de lo que comemos y bebemos, así que nos resignamos al agua envasada.
La primera experiencia fue con un dispenser elemental: una base de plástico, una canillita del mismo material y Newton. No tardó en dar problemas. Lo cambiamos varias veces, hasta decidimos alquilar un equipo que además enfría y calienta el agua. Cuando el dispositivo llegó a la casa, mi instinto termodinámico me sugirió que la siguiente factura de electricidad traería consecuencias cardiovasculares. Cosa que, efectivamente, ocurrió. ¿Por qué? ¿Y para qué era ese sospechoso interruptor rojo en la parte trasera del equipo?
Mantener agua fría como para que sea agradablemente fresca en verano no consume demasiada energía. Por eso el gasto eléctrico de las heladeras, dentro de todo, bien utilizadas, es razonable. Pero conservar agua durante 24 horas a 80 grados, en lugar de poner una pava al fuego durante 3 minutos, cuatro o cinco veces por día, me sonaba a algo muy desviado. Una jornada tiene 1440 minutos, para empezar. O 480 cafés.
Más allá de que las facturas de servicios en la Argentina son de lo más interesantes (intento ser diplomático, como pueden ver), las de gas y electricidad me preocupan especialmente por razones ecológicas. Consumir más energía no solo es gastar más dinero, sino que es también contaminar más. Como digo siempre (y esto en la Argentina es un poco predicar en el desierto, luego de décadas de tarifas irrisorias) una lamparita que nadie usa contamina igual que la que usan cinco personas.
En efecto, luego de usar esta cosa demoníaca durante un período, pagamos un 50% más de electricidad, más o menos. De allí el botón rojo. Aunque no lo dice en ninguna parte (al menos, en los dos modelos que hemos tenido hasta ahora), ese interruptor apaga el calefactor. Quod erat demonstrandum, para ponerlo delicadamente.
El resto del equipo está constituido por un pequeño refrigerador, un contenedor de material aislante y un sistema que despacha el agua por gravedad. El frío se puede regular, menos por razones energéticas que por preferencias personales, y ahí se termina todo el secreto. Solo hay que mantenerlo limpio. Es agua. El agua es el origen de la vida. Etcétera.
Así que, salvo el soponcio eléctrico, todo anduvo bien durante unos cuatro años, hasta que la otra noche, mientras comíamos percibí el sonido característico de una gotita. No sé a ustedes, pero a mí las gotitas me irritan y, además, me preocupan. ¡Por qué, es solo una gotita! Error. Son muchas gotitas.
¿Y de dónde salía la dichosa gotita? De la canilla del agua fría del antes mencionado dispenser. Hice un cálculo rápido, y perdía a razón de una gotita cada dos segundos. Eso me daba alrededor de 11 litros por día. O sea, tenía un problema.
Grave, por gravedad
La gravedad tiene una gran virtud: nunca falla. Así que ahí estaba, inexorable: un bidón de casi veinte litros vaciándose a razón de treinta gotas por minuto en un recipiente de no mucho más de 700 centímetros cúbicos. Cuando nos fuéramos a dormir tendríamos que poner un reloj cada más o menos dos horas, para evacuar el recipiente. O bien amanecer con la cocina encharcada. Sacar el bidón era una opción, pero tampoco crean que los tanques están preparados para una operación de esa clase. Además de que pesan veinte kilos, cuando están llenos.
Pensé en un número de soluciones, pero en todos los casos, la gravedad ganaba la partida. Envolver la canilla con una bolsita no iba a funcionar, porque al final el líquido se escurriría por la unión entre la bolsita y el grifo. Dar vuelta la canilla tampoco tenía sentido, salvo que le uniéramos un tubo más alto que el nivel del agua en el bidón.
Pero lo de la bolsita me dio una idea. Si usaba una más o menos buena, podría aumentar el volumen hasta un valor que nos permitiera dormir sin levantarnos cada dos horas. Funcionó, aunque, por desgracia, la bolsita, de apariencia robusta, cedió. Típico de las bolsitas.
Así que al día siguiente me tomé unos minutos para explorar esos grifos de plástico y descubrí que la parte superior podía desenroscarse. Obviamente, si la desarmaba iba a derramarse el agua, y bastante rápido (Newton, de nuevo). Así que tuve que esperar una noche más, hasta que el tanque se terminó de vaciar.
No importan las razones de la falla. El plástico y la goma no pueden ser eternamente estancos, eso es todo. Tarde o temprano, estas cosas empiezan a gotear. Por fortuna, la solución era bastante sencilla, al menos hasta que trajeran un nuevo dispenser. Corté un guante de látex y fabriqué un tapón para obturar la canilla por dentro, y listo, dejó de gotear. Sin embargo, y si están pensado qué hay de tecnología acá, la respuesta es simple: nada. Mis problemas no habían hecho sino empezar, y solo terminarían gracias a Internet.
Quién soy, dónde estoy
Había que pedir un dispenser nuevo, no solo porque ahora ya no servía agua fría, sino porque tarde o temprano iba a empezar a perder también la otra canillita, con lo que todo el dispositivo quedaría, por así decir, cancelado. Parecía, prima facie, cuestión de hacer un llamado telefónico. “Hola, se me rompió el dispenser, necesitaría que lo reemplacen. Gracias.”
No tan rápido. Cuando llamé, tuve una imagen fugaz de una noticia que había leído tiempo atrás sobre el dispenser inteligente de jabón de Amazon, pero la realidad me reclamó enseguida. Así como llamé para pedir el reemplazo choqué con el (SIC) Número de Cliente. Siempre me pregunté las razones de la existencia de una tal entidad numérica. Obviamente, no lo recordaba. Tampoco tenía ni la más remota idea de dónde podía llegar a estar el último remito de bidones. No sé ustedes, pero en general tengo asuntos más arriba en la lista de prioridades. Además, ¿no sería más fácil usar el DNI? No, tampoco me encontraron con ese dato. Hasta que el operador, un muchacho con buena predisposición, logró ubicarme y me hizo saber que el agua nos llegaba por medio de un distribuidor.
A estas alturas, como pueden imaginarse, entre el número de cliente, el remito y el organigrama corporativo, ya tenía una bandada de ánades volados. Le pedí que no me diera más detalles y que me mandaran un dispenser nuevo. Digo, es un dispensar de agua, no un un kilo de plutonio.
Me tomaron el reclamo, y, como ya he pasado por esto un número de veces, insistí unos días después. En la Argentina, por si alguien lee esto en el exterior, “paso el reclamo” es un eufemismo por “voy a mandar un mail que nadie va a leer de acá a Navidad”. Por lo tanto, unos días después llamé para ver en qué estado se encontraba mi reclamo. Fue entonces cuando la cosa se puso turbia, porque la operadora volvió a pedirme el número de cliente.
Le dije que no lo tenía y le di mi DNI. Tampoco me ubicó, y todo empezó a sonar a déjà vu, solo que esta vez la muchacha me hizo saber, sin sonrojarse ni disculparse, que no podía ayudarme sin esos datos. Le dije OK, en lugar de perder el tiempo explicándole que no estaba pidiendo permiso para construir un shopping en la reserva ecológica, sino reclamando un simple dispenser, y corté. De inmediato volví a discar. Es estadísticamente imposible que te vuelva a responder la misma persona en un call center, y, en efecto, esta vez contestó un muchacho, mucho más cooperativo, que me encontró por la dirección de casa y me informó que ya habían trasladado mi solicitud al área correspondiente, que a su vez iba a hablar con el distribuidor, que a su vez iba a coordinar conmigo la entrega del equipo y el retiro del actual.

Hice un cálculo rápido y estimé que tendríamos el reemplazo para las Pascuas. Del 2023. Por lo tanto, le pedí que me diera el número del distribuidor en cuestión. Pero no, no iba a ser tan sencillo. Me dijo que él no tenía ese número, pero que ya me lo conseguía. En ese momento se cortó la comunicación. Volví a discar, pensando en la cantidad absurda de tiempo que me estaba consumiendo un simple dispenser de agua. Pensé también que hoy uno debería poder enviar un código por WhatsApp o un SMS a un número y al otro día tener este tipo de accesorios en la puerta, sin más. O que el dispenser detecte fallas antes de que ocurran y pida por sí el reemplazo. Pero estamos a años luz de eso, y no porque la tecnología no exista. El aparatito de Amazon pasó de nuevo por mi mente, fugazmente, y cuando pude volver a comunicarme, no tuve suerte. La persona que me atendió se resistió tenazmente a darme el teléfono del distribuidor, hasta que le pregunté:
–¿Vos estás tratando de decirme que no puedo hablar por teléfono con la empresa que me deja el agua que bebe mi familia?
Me dijo que se lo iba a pedir al área correspondiente. Más o menos como si fuera el teléfono de Mark Zuckerberg o algo así. Esperé un rato, algo así como cinco minutos, hasta que me di cuenta del nivel de delirio que había en toda la situación. Sin cortar, hice una búsqueda rápida del antes mencionado distribuidor, cuyo nombre (tal vez ignorando que existe algo llamado Internet) me habían dado cuando hice el primer reclamo, y en algo así como 0,25 segundos (1200 veces menos que lo que llevaba esperando) encontré la página de Facebook de la empresa, donde, obviamente, figuraba el teléfono que la conocida marca de agua envasada no había querido darme. Corté la llamada, marqué el número que aparecía en la página de Facebook y me atendió un señor con la mejor de las actitudes, que me prometió el dispenser para el viernes y me hizo saber que no entendía porqué el fabricante no facilitaba su número, y reconoció que no era el primero que llamaba con la misma queja.
Para peor (o mejor, nunca se sabe), el dispenser de repuesto llegó el viernes como habían prometido, lo que es casi milagroso. O sea que todo el rollo del número de cliente, el área correspondiente, el teléfono secreto y las largas esperas oyendo musiquita insufrible no son sino formas de alimentar una maquinaria inútil, pasada de moda y obsoleta. Si el dispenser de jabón conectado de Amazon les pareció un ridiculez o una exageración, les aseguro que no lo es.







