
La invención del futuro
Pensar en el futuro es aquello que nos hace humanos. Nos hacemos llamar "homo sapiens", en alusión a nuestra sabiduría, aunque esto es más una expresión de deseo que una buena descripción. Qué nos distingue de los otros animales no queda del todo claro, y las respuestas posibles se amontonan. ¿Es nuestra cultura? ¿Son nuestras herramientas? ¿Es nuestra capacidad para colaborar?
Desde hace algún tiempo se habla de que en realidad somos más bien "homo prospectus": el éxito nos encuentra cuando podemos evaluar posibilidades futuras y elegir entre ellas. Esta propuesta—popularizada por Martin E. P. Seligman y John Tierney, entre otros, en Homo Prospectus (2016)—rescata aquello que realmente distingue a nuestra especie: la contemplación del futuro.
Nuestra afición por espiar en aquello que se viene, argumentan, es lo que creó a la civilización y sostiene a la sociedad. Es el poder de las prospección aquello que nos hace sabios. Consciente o inconscientemente, aprendemos no a través de meros registros estáticos sino a partir del retoque constante de recuerdos y la imaginación de posibilidades futuras. Incluso nuestras emociones son menos indicadores de reacciones al presente que guías para nuestro comportamiento futuro.
Pero para ser un aspecto tan fundamental de quienes somos, la forma en que solemos pensar en el futuro es bastante reciente. Me refiero a aquellas fantasías que sin dudar atribuimos a la ciencia ficción: autos voladores, la vida en Marte, o complicados dispositivos que de una forma u otra harán nuestra cotidianidad más cómoda, sea lo que sea que eso signifique.

Esta forma de pensar al futuro se la debemos mayormente a la época victoriana. Antes del Siglo XIX el futuro rara vez era retratado como una realidad distinta de aquella del presente. El orden social y el natural eran percibidos como mayormente estáticos, con cada cosa en su lugar. Como siempre había sido, como siempre debería ser. Incluso Newton al pensar sobre el futuro hacía especulaciones sobre la fecha del Armagedón y no acerca de las posibles implicancias de sus aportes a la ciencia.
Fue recién a comienzos del 1800 que empezó a pensarse en el futuro como algo por descubrir, un lugar hacia el que ir, como un espacio para la exploración. Hemos naturalizado tanto esta forma de pensar en lo que vendrá que nos cuesta caer en la cuenta de lo extraordinaria que es.
El imaginario futurista victoriano estaba plagado de fantasías que mezclaban la mecánica con la recientemente dominada electricidad. En las ilustraciones de la época se ven globos, dirigibles, máquinas voladoras a pedal, animales mecánicos e incluso un gran tubo metálico que prometía unir Inglaterra con la India viajando en el vacío. Exagerando aún más el parentesco victoriano, esto es de lo que Elon Musk viene hablando hace ya algún tiempo.
El trabajo de los caricaturistas es sátira y no futurología, pero lo que las ilustraciones de la época retratan a la perfección son tanto las aspiraciones desmesuradas de los ingenieros de la época como el espíritu general del tiempo en el que vivían. Para que la sátira funcione, como señala el profesor de historia Iwan Rhys Morus, aquello que se reproduce debe resonar con el público.
La popularidad de estas caricaturas, en su momento y ahora por lo fascinantes que nos resultan, se explica por la repentina instalación del pensamiento acerca del futuro como el producto de sucesivas innovaciones tecnológicas. El futuro surge del progreso, y este surge del avance de la ciencia acompasada por las novedades tecnológicas.
Lo exagerado de estas viñetas muestra, en principio, la inagotable inspiración para poner en ridículo que estas ideas ofrecían. El futuro, por más esfuerzo que hagamos, siempre se piensa en base a los pedacitos de presente que supimos conseguir. El manual victoriano para el futurista se resume en que el avance de la tecnología implica el avance de la sociedad.
Por más inagotable que pueda resultarnos el futuro, aquella terra incognita de las fantasías victorianas, con preocupante pregnancia, cada vez más crece el temor de aquello que podamos encontrar una vez que estemos ahí. El autor Umair Haque hace poco se preguntaba precisamente esto. Casi como si de galletitas en un frasco se tratara,¿qué tal si estamos quedándonos sin futuro?
Es cierto que el mundo en muchos aspectos nunca estuvo mejor, pero también estamos viviendo un presente particularmente oscuro. El fascismo, el autoritarismo y el extremismo, señala Haque, siguen floreciendo. El cambio climático es un problema urgente y las grietas, en todas sus formas y colores, se multiplican en cada sociedad.
Si el futuro victoriano implicaba el mirar hacia lo más adelante que pudiéramos, la tendencia opuesta está empezando a cobrar peso. Ante realidades insoportables es hacia el pasado que se vuelca la imaginación. La tecnología que durante tanto tiempo, al menos en la superficie, cumplió con la premisa de liberarnos cada vez más es utilizada como herramienta de opresión, control y vigilancia.
Haque atribuye esto a una sequía de ideas para el futuro. Yo no me apresuraría tanto. Es cierto que la web está en problemas, que la desigualdad económica está haciendo estragos, y que la tecnología que supo unirnos resultó ser una herramienta preocupantemente buena para dispersar desinformación y, una vez más, ensanchar aquellas grietas variopintas.
Sumando a la paradoja, aquella tecnología que puso en marcha la Revolución Industrial, el motor a vapor, coincide con el punto en que pusimos en marcha el cambio climático antropogénico. En toda visión del futuro algo queda afuera y muchas veces puede suponer carísimas consecuencias para quienes deben vivir en aquellas tierras desconocidas, lejos del presente en que fueron concebidas.
Fue a partir de un instante en el calendario cósmico que el futuro pudo empezar a ser pensado, y fue esta ventaja la que nos vale la sabiduría de la que nos enorgullecemos frente al resto de los animales. No es en el pasado donde esta vez podemos encontrar cómo salir de esta, sino en mejores futuros. Ante los desafíos que se perfilan frente a nuestras narices, una vez más nos toca inventar el futuro.