Tres razones por las que Facebook lleva las de ganar
Hay al menos tres razones por las que no podemos dejar de usar Facebook. O, para decirlo mejor, que para muchas personas, posiblemente la mayoría de sus usuarios, la plataforma ya sea ineludible. Varias personas me dijeron estos días que habría que dar de baja a Facebook (eso no sería posible, es una compañía pública) y crear otra red social. En los hechos, hay docenas de redes sociales (aquí una lista algo desactualizada, pero representativa). Hay docenas, pero ninguna es Facebook. No necesariamente por su tecnología o su interfaz, sino porque ganó la carrera por los usuarios; tiene un número de suscriptos equivalente a casi 50 veces la población de la Argentina. Pero hay cuestiones más importantes por los que la red social fundada por Mark Zuckerberg es por ahora inevitable (y ninguna es una buena noticia).
Una conversión inconveniente
La primera es simplísima. ¿Por qué deberíamos salirnos de Facebook? ¿Porque ha demostrado –de mínima– no ser capaz de proteger la información que gentilmente le proporcionamos? Si esa es la propuesta, se basa en un sofisma. Nuestra privacidad es el núcleo del negocio de Facebook. Y de todos los demás: Google, Twitter, Whatsapp (que es de Facebook) e Instagram (que también le pertenece a Facebook). Es posible que a un puñado de personas el Facebookgate les haya caído como un baldazo de agua fría, pero a estas alturas casi todos han notado la precisión (en ocasiones grotesca) con que aparecen los avisos en la Web, dentro y fuera de la red social. Y eso es sólo el principio.
Nuestros datos personales, con grados de profundidad escalofriantes, son el dinero con que pagamos todos estos servicios que nos parecen fantásticos. Sí, Maps me lleva y trae de las mil reuniones que tengo por año; de otro modo, viviría extraviado. Pero Google conoce cada lugar donde estoy y predice con certeza cuál será mi próximo movimiento. ¿Costo? Cero. La app y el servicio son gratis.
Error, la app no es gratis y la infraestructura que necesita Google para ofrecer ese servicio es colosal. Los 2100 millones de usuarios de Facebook no podrían postear ni una foto al mes, si la compañía no hubiera invertido miles de millones de dólares en la maquinaria detrás de bambalinas. Como la televisión abierta, todo eso se costea con publicidad. Al revés que con la televisión abierta, la publicidad hoy puede refinarse para apuntar exactamente a nuestros intereses, miedos, dilemas, preocupaciones y fantasmas. O a nuestras circunstancias: tomamos un nuevo empleo, nos casamos, nos divorciamos, tuvimos un hijo, murió un familiar.
Lo que pensamos, decimos y nos gusta es la moneda de cambio para que esta clase de servicios exista. Y no pocos, como Netflix o Spotify, pese a cobrarnos una cuota mensual, también acumulan datos masivos (big data, en inglés) sobre nuestras preferencias.
Ese es exactamente el problema, no el que hayan entregado esa información a terceros o que quizá se la haya usado para manipular dos elecciones. Cuando pago un par de zapatos no le pregunto al comerciante qué hará con mi dinero. Todo lo que explotó estos días en los diarios no es sino consecuencia de haber convertido nuestra privacidad (un derecho constitucional en las democracias modernas) en dinero. Y que, además, lo hayan hecho sin explicarnos de forma clara, simple y rápida que nuestros datos personales serían transformados –en esta nueva forma de economía que el criptógrafo estadounidense Bruce Schneier califica de capitalismo de la vigilancia– en dinero.
Si acaso, algo de esto puede deducirse, abogado de por medio, de los términos y condiciones, un texto que nadie lee, y que resultaría difícil de entender, si lo leyéramos. Pero, lógicamente, si hubieran sido transparentes de entrada, si nos hubieran dicho sin ambages ni eufemismos que se meterían en nuestra más profunda intimidad, el negocio tal vez no habría prosperado tanto.
Una Web dentro de la Web
La segunda razón tiene que ver con algo que un puñado de analistas advertimos de entrada, desde el principio de Facebook, e incluso desde que Google adquirió su actual supremacía. Internet y la Web llegaron a ser lo que son porque no había corralitos ni burbujas. Pues bien, ahora estamos viendo las consecuencias de aquellas advertencias. Facebook es una Web dentro de la Web. Ya no es sólo el lugar para debates entre sordos y fotos de gatitos, bebes y comida. Ahora las personas allí promueven sus emprendimientos, compran, venden, encuentran pareja, se comunican.
Facebook ya no es una red social. Es una variable significativa de la economía de los países industrializados. Es cierto que los accionistas de la compañía perdieron mucho dinero con el escándalo, pero cientos de miles de pymes lo perderían todo, si Facebook desapareciera. Y esto constituye un verdadero problema, porque la Web es y depende de un número enorme de actores, no de una sola compañía (que además cotiza en Bolsa).
Pero es un dilema de muchas capas. Sólo la Unión Europea hizo frente a estos colosos e incluso posee una ley que regula cómo deben usar y disponer de nuestros datos personales. Pero también es cierto que fiscalizar estas cajas negras es un desafío monumental y que, paradójicamente, Europa ha promulgado algunas de las leyes más lesivas para la libertad de expresión. Lo que me lleva al último punto.
El poder de la dopamina
La tercera razón es que somos sociales y que el lenguaje es el rasgo que nos diferencia del resto de las especies vivientes. Las personas siguen expresándose en Facebook, y esto es improbable que cambie a causa de un oscuro affaire involucrado con algo que siempre ha sido opaco para la persona de a pie. Esto es, la política.
Todavía ni estamos preparados ni tenemos claras las formas de expresarnos online. Pero socializar nos premia con dosis de dopamina, cosa que anticipé en 2015, que los científicos ya habían vislumbrado en 2012 y que el año último un neurocirujano explicó del mismo modo en la nota en la que Justin Rosenstein reveló sin rodeos la verdadera función del botón Me gusta. La dopamina es el neurotransmisor asociado a las adicciones porque su función es premiarnos cuando ejecutamos cualquier acción fundamental para la supervivencia del individuo y la especie. Socializar, por ejemplo. Pero socializar online siempre deja un regusto a poco, y entonces volvemos por más.
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