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Un año después de la última visita de esta revista a la provincia vitivinícola (LUGARES 136), el escenario ya no es el mismo. En Perdriel, las hermanas Melanie, Tiffany y Tracy Parnas y Adriana, la madre, ofrecen alojamiento en la casa que ésta compró de regreso al país, luego de pasar buena parte de su vida en Canadá. Cuatro habitaciones con baño privado, la placidez del jardín y la pileta. Este servicio le siguió al emprendimiento original de servir brunch ?tal como es allá? los sábados y domingos. Les fue tan bien (les va muy bien) que las Parnas se animaron a sumar la hotelería, así que desde noviembre pasado ofrecen Bed and Brunch.
En Killka (Premio Lugares 2008) ?ese espacio de arte que transformó la nada misma del Valle de Uco donde fue construido en un punto de encuentro de artistas plásticos y visitantes que no ceden ni con mal tiempo? otra es la perspectiva a la hora de comer. La cocina del restaurante, hasta ayer nomás concesionada, ahora cuenta con un elenco estable de profesionales.
Junto a la RN7, en el lateral sur del Acceso Este, abrió el hotel De la Cava, sumándose con su nombre a la temática en boga. San Martín carecía de alojamiento acorde a los estándares vigentes y ahora lo tiene; se trata de un hotel de ruta al que no le llega el ruido de los vehículos, es perfecto para los que están en camino a Las Leñas (por ejemplo) y si quisieran visitar una bodega, tienen a mano Familia Zuccardi (ver página XX), en Beltrán.
Otro dato a estimar es el del hotel boutique Bohemia, en el centro de Mendoza, que funciona en una casa de época resguardada en una calle muy tranquila. Sus bien equipadas habitaciones cuentan con baño privado. Hay internet y sirven desayuno buffet en el que no falta un excelente pastel de manzanas; si además al huésped le da fiaca salir a comer, no tiene más decirlo: Héctor Emir Cabrera Abué, el responsable, es chef. También cocina, con anticipada reserva, para quienes no están alojados.
EL AGUAMIEL
Bajo el sol de justicia cuyano y sobre el seco suelo de Lunlunta despuntó un luminoso y colorido hotel rural. Las habitaciones son ocho, con sus techos acanalados a dos aguas, dispuestas como módulos en una línea continua y perpendicular a la estructura edilicia donde funcionan la recepción, la cocina, el comedor y el estar. La madera clara las distingue, subrayando la liviandad de las construcciones. En el interior de los cuartos no hay un solo detalle superfluo; sí hay buena cama, ancha y bien vestida, el piso es de cemento alisado y el sector de ducha y bañera está separado del baño. Cada cuarto concluye en una terracita con vista al césped, a una viña breve que brota en cada primavera en una parcela de antigua memoria viticultora, y al final del paisaje que abarca la mirada, más allá de todas las cosas y muy cerca del cielo, las crestas cordilleranas.
La propiedad está cercada por una empalizada y al hotel lo resguarda una pared alta y blanca; la pileta se abre junto al vergel de cepas y está ese homenaje al desierto, representado por un jardín seco de vegetales dispuestos como mástiles, que precede el acceso al edificio principal. Los cactus completan el escenario a la mexicana de esta relajante isla que sus dueños, los arquitectos Gustavo Barchilon y Leticia Espitia, idearon para recibir a escasos 15 minutos de la ciudad.
El Aguamiel es el nombre del flamante emprendimiento y lo es también del jugo sin fermentar del agave azul con el que se elaboran el tequila y el mezcal en la patria de Gustavo, oriundo del gran país de Centroamérica. Su mujer, nacida en San Juan, pasó unos años en Suiza siendo muy pequeña; de regreso a la Argentina y luego de un tiempo en Mendoza, se radicó en Buenos Aires; su espíritu trashumante la llevó a vivir a Francia (muchos años), país que adora y echa de menos.
El hotelito está próximo a la urbanización y golf La Vacherie, que ocupa los terrenos de lo que fueron las viñas El Globo. Arando, encontraron tocones de raíz de Vitis vinífera y así supieron que hace 30 años atrás aquí hubo un viñedo.
El enólogo Matieu Grassin, un francés que se quedó en el pago por amor a una mendocina, es quien los entusiasmó para replantar la vid y lo hicieron con pie franco de Malbec; este año pudieron cosechar por primera vez la hectárea y media del viñedito de sus amores y vinificaron en Altavista, bodega que produce excelentes enologías. Matieu es responsable, además, de los vinos que producen en Cruz de Piedra Brigitte y Philippe Subra en su bodega Carinae, así llamada por la constelación austral. Ambos productos se sirven en la mesa de Aguamiel.
Aquí se pone el gorro de cocina y no es blanco, Cintia Beatriz Del Negro. Después de seis fructíferos años en Barcelona volvió a su tierra. La experiencia catalana estuvo precedida por una que resultó ser clave: la vivida en Godoy Cruz en 1884, el restaurante de Francis Mallmann; "cocino gracias a Francis", admite Cintia, "él supo transmitirme amor por la cocina". Devota de las leyes más esenciales del conocimiento culinario, esta chef de 30 años es un reflejo de su época: los productos frescos y de temporada son sus banderas, le atrae la cocina asiática y hace buen uso de sus ingredientes para fusionarlos con los preceptos de la mediterránea en un juego que ejecuta muy en serio. Dos ejemplos que probó el equipo de esta revista: Ensalada de remolachas, espinacas y rúcula, con olivada, queso de cabra y chips de ajo. Solomillo (tournedós) con panceta ahumada, rösti de papas y batatas con reducción de Malbec y flor de Jamaica, y crujiente de perejil.
Sus diez años de trinchera son ahora el aval para desarrollar el restaurante del hotel, al que se tiene acceso todas las noches, con estricta reserva previa (ya que sólo son cuatro mesas), para comer menú fijo, con dos opciones por paso. No hay que perdérselo.
En otro orden de hedonismos, anote que la casa propone una interesante lista de tratamientos de relax, con productos naturales de Ixir, marca local, y los que elabora Marcela Baquero a base de vino y de aceite de oliva. El de Vinoterapia se hace en la habitación y coordina un kinesiólogo; la sesión arranca y concluye con copa de vino; en el medio tiene lugar una exfoliación, un baño relajante, una hidratación facial y un masaje descontracturante. En verano lo proponen afuera: plantan gazebo en la viña y a dejarse mimar.
ALTUS
Blanco torrontés, un espumante, varietales de uva Malbec, Cabernet, Merlot, Chardonnay, un ambicioso tinto bautizado a la francesa Grand Vin? son algunos de los vinos finos que se producen en la bodega de Gualtallary, Tupungato, un proyecto que arrancó en el 97. La rodean el viñedo y la calma infinita del mentado y bello pago de Gualtallary, nombre vernáculo poco fácil de pronunciar.
El camino hasta aquí está lleno de encantos cordilleranos, de alturas y extensiones despojadas de otro signo civilizador que no sea el del camino asfaltado. Cuando éste alcanza las alturas del paraje conocido como Portezuelo, el viajero no puede sino detenerse, embobado con el Cordón del Plata que traza un horizonte irregular de picos nevados, altivos e inalcanzables. Sólo por este recorrido merece el día entero ser dedicado a la bodega Altus.
A pasos del establecimiento está el restaurante La Tupiña, donde suelen concluir las visitas; la terraza está pegada al viñedo y para mayor disfrute de tal cercanía, se instalaron dos camas de hierro forjado con almohadones para reclinarse en ellos y contemplar la mansedumbre de la viña. También hay mesas y sillas donde es un placer consumar el viaje sensorial que propone el chef Lucas Bustos, referente mendocino del momento. A su restaurante 743 (que alude a los metros sobre el nivel del mar donde está situada la ciudad) en pleno centro de la capital, suma la conducción de la cocina de Ruca Malén, bodega de Agrelo que creara Jean Pierre Thibaud hace diez años, dedicada a desarrollar exitosos almuerzos con los acuerdos vino-plato pautados por el chef y el venerable monsieur Thibaud.
De Bustos y su don de la ubicuidad cabe destacar el eficaz uso que hace de la cocina como vehículo de comunicación del terruño; su celo por lograr las mejores relaciones entre comida y vino se aprecia en el cálido escenario de La Tupiña, abierto hace tres años. El lugar es encantador; la casa, que supo ser un puesto rural y del que se conservan las anchas paredes y techos de viga originales, está ambientada con primor campestre. Aquí, el rito se inicia junto al hogar, con un prolongado y sabroso tapeo; luego se pasa a la mesa, donde se aborda el resto del menú. Paso a paso, el contenido de la copa busca corresponderse con el del plato. El chef trabaja al calor de la magnífica chimenea y con la olla de hierro fundido que aquí llaman tupiña, término que podría derivar del catalán tupí, un recipiente propio del ámbito de la cocina rural de allá. Bustos recrea platos propios de la tierra mendocina profunda, y los adapta en raciones y expresiones a las circunstancias de ofrecer menú largo y estrecho. Quesos de la región, papas locales, cordero, maíz? son los protagonistas.
Ahora los dueños de Altus están por dar otro gran salto y es el de abrir, dentro de la propiedad, en pleno plenísimo campo de Tupungato, una hostería a todo trapo y por lo que se pudo constatar, la apertura es inminente. Habrá que estar atentos.
ANTUCURA
Estefanía es la representación del alimento hecho cuerpo. Es madre nutricia y es, en las horas de los fuegos cotidianos, el ángel de la guarda de Leopoldo Rodríguez, el chef del exquisito hotel de Vista Flores, en el Valle de Uco. Ambos conforman un dúo imbatible; ella se aplica a cuajar la leche para el yogur de los desayunos, a domeñar harinas a pulso que se habrán de multiplicar en panificaciones riquísimas (focaccie, grisines y medialunas incluidas) o en envolturas aéreas de empanadas (de entraña, cortada a cuchillo), a acompañar y asistir a Leopoldo en cada una de las instancias que la cocina requiere. El resultado es de agradecer: platos compuestos con cariño y productos de calidad.
Leopoldo dio sus primeros pasos en el restaurante La Sal (2003); le siguió otro establecimiento en pleno centro de la ciudad, Mi Tierra; pasó por las cocinas del hotel Huentala, de Postales del Plata, de Andeluna, del Hyatt y de Montañas Azules. Un joven chef muy fogueado Leopoldo. Su lema es jugar un poco a recrear sin desvirtuar la esencia de los ingredientes. El clasicismo impregna sus platos y de ello dan fe el untuoso de calabaza (sopa crema), la trucha con vegetales grillados y salteado de cherries, el lomo de cerdo con puré de batatas y puerro y salsa a las tres mostazas.
El restaurante está abierto al público todos los mediodías, a menos que haya huéspedes decididos a no moverse del hotel. Si el buen tiempo acompaña, el placer mayúsculo es comer en la galería, con vista al gran parque que adornan dos vacas, una partida en dos como en un acto de magia y otra con un cuerno frontal. Para los almuerzos, la vajilla es de tonos pasteles con motivos frutales y los cubiertos son de peltre; la de la noche es blanca, con filete dorado y logo del hotel, flanqueada por cubertería de plata labrada de Christofle.
La propiedad pertenece al matrimonio que conforman Anne-Caroline Biancheri y Gerardo Cartellone; hay 120 hectáreas de viñedos y tres mil metros cuadrados de parque. La primera cosecha que realizaron fue en 2003, y en esa misma época empezó a construirse la casa como vivienda particular. Ésta se asienta en un terreno elevado del parque, donde además de los motivos vacunos, destaca una fuente muy femenina, obra de Chiavazza, que representa la vendimia, y al fondo, los 25 metros de la piscina semi olímpica climatizada y el jacuzzi. Las arboledas, los senderos que trazan vías laterales, cada espacio del parque invita a la caminata. Del otro lado de la verja se abre el territorio de la bodega, al que no se accede libremente. El telón de fondo de toda esta composición es, cómo negarlo, la montaña, las crestas del Cordón del Plata.
A cargo de la gestión hotelera está Melisa Ivanchi, discretísima mendocina de 24 años que además es sommelier y novia, ya que estamos, del chef Rodríguez.
La casa abrió sus puertas como hotel en febrero pasado. Impresiona la doble altura del living comedor, que remata en un cielorraso pintado por Roggerone con alegorías de las cuatro estaciones. Tampoco faltan obras de Thorman y de Ceverino, y en la planta superior, cuyo piso es perimetral, se descubre el verdadero tesoro de esta casa: una biblioteca de 7.833 libros. En cada extremo se detecta la entrada a las habitaciones, ocho en total con su baño privado y siete de ellas dobles, cada una decorada con un estilo único y un nivel de confort digno de la hotelería más encumbrada. Los ventanales van de una punta a la otra de las paredes, las camas son soberbias y el mobiliario, precioso; hay conexión wi-fi en estos cuartos, miradores de privilegio que dan a los viñedos o a la cordillera.
Antucurá significa piedra del sol, un apelativo que le cabe a tamaño remanso que se guarda en la grandeza de un valle cada vez más ubérrimo de uvas finas.
Por Rossana Acquasanta
Fotos de Denise Giovaneli
Publicado en Revista LUGARES 149. Septiembre 2008.




