Con las piscinas naturales más conocidas de Brasil, esta playa 65 km al sur de Recife cotiza alto entre las mejores del país tropical. Hoy es un destino deplaya organizado, con resorts, restaurantes y muy buena infraestructura.
Mientras bordeamos los 4 km de arenas blanquísimas y piscinas naturales que separan la playa de Porto de Galinhas del Manguezal do Maracaípe, el chofer del buggy en el que nos movemos nos cuenta la historia del nombre de la playa. "Al principio este lugar se llamaba Porto Rico, porque desde aquí se exportaba a toda Europa el pau-brasil"(emblemático árbol de madera dura que acabó por bautizar a todo el país). "Después, a pesar de que se prohibió el tráfico de esclavos, los navíos negreros continuaban viniendo. Para disimular, traían a los negros junto con las gallinas de Angola y al arrojar las anclas anunciaban: Tem galinha nova no porto! Era el santo y seña para avisarles a los senhores dos engenhos que había llegado una flamante remesa de esclavos. Por eso la aldea empezó a llamarse Porto de Galinhas".
Y sí, la playa más linda de Pernambuco (según una encuesta realizada entre los lectores de la revista Viagem e Turismo) fue vía de contrabando de esclavos africanos destinados a trabajar en los ingenios y hoy guarda, de aquel pasado, el nombre y el símbolo: hay imágenes de gallinas por todas partes. Desde las esculturas del artista local Carcará, el primero en tallar gallinas negras en la base de los coqueiros, hasta las cabinas telefónicas y los canastos de residuos. Pero no sólo de gallinas vive esta pequeña ciudad, que hasta mediados de los años 60 era una aldea de pescadores de una sola calle. Su mayor e indiscutido encanto son sus diez playas, casi todas con piscinas naturales delimitadas por recifes (arrecifes en su mayoría coralinos): más de 18 km de paraíso terrenal que ofrecen opciones para todos los gustos.
El decálogo playero está integrado por Camboa o Gamboa, semidesierta y moteada de piscinas poco profundas; Muro Alto, aislada del mar por una compacta barrera de arena, ideal para nadar, hacer la plancha o practicar snorkel; Cupe, la de mayor infraestructura debido a la profusión de hoteles y posadas; Porto de Galinhas, la más céntrica (desde allí salen las excursiones mar adentro en velero o jangada); Maracaípe, la única de aguas abiertas, amada por los surfistas debido a sus grandes olas veloces; Pontal do Maracaípe, en la desembocadura del río homónimo, un santuario donde llegan a desovar las tortugas marinas y viven los caballitos de mar; Enseadinha, bordeada por arrecifes de coral y manglares, a la que se accede por un condominio; Serrambí y Cacimbas, famosas por sus aguas mansas y sus atardeceres dorados, y Toquinho, ideal para los solitarios, ya que los turistas la frecuentan poco debido a la furia del mar.
El buggy se detiene, tras su habilísima carrera, en Pontal do Maracaípe, donde confluyen las aguas fluviales y oceánicas: allí donde termina el mar azul comienza el río opaco y cobrizo, bordeado de manglares. Nos internamos a bordo de una jangada en ese cauce poco profundo (menos de un metro y medio) flanqueado por inmensas raíces que forman islotes para conocer a la frágil criatura que tiene allí su hábitat: el caballito de mar. Sólo los jangadeiros tienen permitido "pescar" cavalos marinos: los atrapan con la mano y los colocan durante unos minutos en recipientes transparentes para que podamos verlos; luego los devuelven al agua.
En Galinhas es común caminar hasta donde están los baobabs: árboles de troncos anchísimos traídos de África y plantados hace más de 400 años por los esclavos (los más famosos son el de Nossa Senhora do Ó y el de Porto de Galinhas, donde según la leyenda se apostaban los niños vigías que anunciaban el arribo de los barcos negreros). O recorrer los senderos ecológicos, entre ellos la Trilha dos escravos, que parte de la playa de Maracaípe y cruza un tramo de selva atlántica con algunos hitos históricos, como un antiguo molino harinero, la capilla Nossa Senhora da Conceição (1765) y el Mirador do Outeiro. Dicen que Porto de Galinhas "nunca duerme" y es verdad: los bares y restaurantes de la calle Beijupirá siguen abiertos hasta que las velas no arden. Y siempre, claro, hay música sonando en todos los rincones: forró y frevo y, de vez en cuando, algún maracatú que sorprende a los viajeros con la potencia y la elegancia de la herencia africana.