La novela inacabada de Nobel japonés: se editó el texto que estaba escribiendo cuando se suicidó
Por primera vez se podrá leer en castellano Dientes de león, la novela póstuma del Kawabata; la belleza, la existencia humana y la locura recorren las páginas de esta historia.
- 10 minutos de lectura'
“Entrar al mundo de Buda es fácil. Entrar al mundo de los demonios, no”, escribía Nishiyama, el anciano, en un papel que extendía sobre el tatami del pabellón principal del templo. Casi siempre eran los mismos ocho kanji.
La frase del anciano fue la que también pronunció Yasunari Kawabata en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 1968 y que aparece en las páginas de Dientes de león (Seix Barral), novela póstuma e inconclusa del escritor japonés, que por primera vez se publica en castellano.
Había muchos dientes de león a orillas del río Ikuta. Que hubiera tantos en la ribera decía mucho del carácter del pueblo: Ikuta era así, como una primavera llena de dientes de león. De sus 35.000 habitantes, 394 eran ancianos de más de 80 años.
Solo había una cosa fuera de lugar en Ikuta: el manicomio. Pero quizá era lo propio de un psiquiátrico desencajar así con el entorno. Quien eligió construirlo ahí, en ese pueblo tranquilo, silencioso y gastado, debió de ser un genio, aunque, bien pensado, los males del espíritu no se curan solo porque el entorno sea pacífico. El loco vive en su propio mundo, distinto al real y específico a su locura, y eso no va a cambiar por mucho que cambie de paisaje. Era poco probable que el manicomio fuera tan eficaz como esperaban los familiares que ingresaban ahí a sus locos. La locura está más determinada por el individuo de lo que lo está la cordura, y no hay un remedio único para todos, así da inicio la novela inacabada del autor celebrado por su maestría “en el manejo de lo bello y de lo grotesco, por haber «exportado» la tradición japonesa integrándola, simultáneamente, en el canon occidental”, como bien señala la traductora Tana Oshima en el prólogo de Dientes de león.
Kuno y la madre de su novia, Ineko, bajan desde la colina hacia el pueblo que lo rodean campos de dientes de león, esa flor luminosa que se abre al amanecer y se cierra sobre sí misma cuando cae la noche. La madre de Ineko y su yerno acaban de dejar a su hija en el manicomio en la colina. Ineko sufre una extraña enfermedad: ceguera de cuerpo. Kuno quiere rescatarla, pero la madre lo culpa de haber desencadenado la enfermedad. La novela transcurre en un solo día, es una larga conversación entre la madre y el novio, mientras se alejan del manicomio y escuchan sonar las campanas del que algunez vez fue un templo templo.
“Las obras de Kawabata unen la delicadeza con el vigor, la elegancia con la conciencia de lo más bajo de la naturaleza humana; su claridad encierra una insondable tristeza –escribió Yukio Mishima a la Academia Sueca, en 1961, para que tuvieran en consideración a su maestro y mentor como candidato al Premio Nobel de Literatura–. En todos sus escritos, desde su juventud hasta nuestros días, se encuentra, como una obsesión, el mismo tema: el contraste entre la soledad fundamental del hombre y la inalterable belleza que se aprehende intermitentemente en las fulguraciones del amor, como un rayo que de pronto pudiera revelar, en el corazón de la noche, las ramas de un árbol en plena floración”.
Tiempo después, siete años para ser precisos, Kawabata se convirtió en el primer autor japonés en ser reconocido con el Nobel.
Esa claridad que “encierra una insondable tristeza”, como decía Mishima recorre los sentires de los personajes de Dientes de león, texto que apareció en entregas, entre 1964 y 1967, con el título Tanpopo en la revista Shinchô. Kawabata tenía la costumbre de serializar sus novelas en diarios y revistas. Tras ganar el Nobel, los viajes al extranjero, las charlas y conferencias lo alejaron de las páginas de Tanpopo, las que marcaba y corregía, una y otra vez. La muerte, en 1972, le impidió darle un final, si los finales son posibles en una obra de Kawabata.
“Sus novelas podrían terminar en cualquier punto y se diría que nunca hay un final”, sostiene Amalia Sato en la introducción de Mil grullas (Emecé), una de las obras fundamentales del escritor japonés.
Fue Kaori Kawabata, su yerno, el que dio a conocer Dientes de león, el mismo año de la muerte del escritor de la inolvidable La casa de las bellas durmientes. La edición incluyó casi todos los cambios que Yasunari Kawabata había dejado. “Según cuenta Kaori, el autor revisaba todos sus textos una vez publicados en revistas literarias y los modificaba significativamente, nunca del todo satisfecho con el resultado. También en el caso de Dientes de león, Kawabata hizo anotaciones en los márgenes para reescribir el texto más adelante antes de convertirlo en libro –detalla la escritora, dibujante y traductora Tana Oshima–. Kawabata era un escritor exigente, casi maniático. Quizá, más que la perfección, lo que perseguía con sus continuas revisiones era «el eco de la impermanencia», como dicen los personajes de Dientes de león, un intento obsesivo por reflejar una realidad en constante agitación. Consideraba que sus historias no tenían un comienzo y un final claros, que podían concluir en cualquier momento. En ese sentido, como dijo Kaori, Dientes de león es doblemente inconclusa porque realmente carece de un final, de una conclusión intencionada por parte del autor”.
En un pequeño departamento a orillas del mar, en la isla de Honshū, el 16 de abril de 1972, la muerte se llevó a Kawabata. ¿Suicidio? ¿Accidente casero? El querido Juan Forn, en el prólogo de País de nieve [esta semana estará disponible una nueva edición de la novela] dice que no es difícil relacionar las necrológicas dedicadas a Kawabata con el anhelo de los lectores de País de nieve correspondido por su autor. Forn hace referencia al cierre que el autor había dado a la historia en 1937, pero, después de desechar diversos finales y sin confesárselo a nadie a lo largo de los años, sorprendió en 1947 con un capítulo adicional, lo que permitió que el texto se publicara en forma de libro.
“Difícil no relacionar ese anhelo con las necrológicas aparecidas luego de que Kawabata abriera todas las llaves de gas de su departamento frente al mar en Zushi, y se dejara morir: todas esas necrológicas, como toda noticia biográfica sobre Kawabata en sus libros desde entonces, puntualizaron y siguen puntualizando que «no se halló ninguna nota, ni se ofreció ninguna explicación satisfactoria del suicidio», delatando como un eco, molesto pero también comprensible, aquella decepción y aquel anhelo por saber algo más”.
En la propia voz de Kawabata, el hombre que nació en 1899, el mismo año que Vladímir Nabókov, Jorge Luis Borges y Ernest Hemingway, la vida, la muerte, la belleza y el suicidio se hizo eco en el discurso que ofreció en la entrega del Nobel: “He escrito un ensayo titulado ´Visión en los últimos momentos´. El título proviene de la nota que dejó, al suicidarse, Ryunosuke Akutagawa [escritor, 1892-1927]. Es la frase que me conmueve con más intensidad. Akutagawa expresaba que le parecía estar perdiendo gradualmente ese algo animal conocido como ´la fuerza de vivir´, y agregaba: ´Estoy viviendo en un mundo de nervios mórbidos; diáfanos y fríos como el hielo (...) No sé cuándo alcanzaré la resolución necesaria para matarme. Sin embargo, la naturaleza es para mí más bella de lo que nunca había sido antes. No dudo de que sonreirás ante la contradicción entre mi amor por la naturaleza y el contemplar la posibilidad del suicidio. Pero la naturaleza es bella porque viene a mis ojos en los últimos momentos´. En mi ensayo digo: ´Por más alejado del mundo que uno pueda estar, el suicidio no es una forma de iluminación. Por muy admirable que sea, el suicida está lejos del reino de la santidad´. No admiro ni simpatizo con el suicidio de Ryunosuke Akutagawa, ni con el de mi otro amigo, Osamu Dazai [el pintor vanguardista, 1909-1948]. Acerca de él, quien también con el correr de los años pensó en el suicidio, escribí en ese mismo ensayo: ´Parece haber dicho, una y otra vez, que no hay arte superior a la muerte, que morir es vivir´”.
El 25 de noviembre de 1970, su gran amigo y discípulo Yukio Mishima, se quitó la vida [un volumen, editado por Austral, reúne la intensa relación epistolar que mantuvieron estos grandes escritores japoneses del siglo XX: Correspondencia (1945- 1970)]. La tristeza y la enfermad acompañaron por esos años a un Kawabata insomne, cuyas noches eternas fueron invadidas por los fantasmas de Mishima. El gas, el sueño, la ausencia. Lo bello y lo triste.
Los humanos no tenemos ningún poder sobre la muerte, sea esta natural o accidental (...) Pese a mi joven edad, he visto a unas cuantas personas cercanas morir, y quizá por eso he llegado a la conclusión de que hay algo arrogante en la forma en que los vivos lloran la muerte y la atan a ellos y la hacen suya (...) A veces me da por imaginar qué pensaban del destino los humanos que vivieron en el pasado remoto, cuando no existían ni la palabra ni la escritura, escribe, reflexiona, en Dientes de león.
Impermanencia, ese saber budista abrazó a Kawabata desde muy niño. Con la pronta muerte de su padre y de su madre, a los tres años quedó huérfano, aceptó el cambio y la transitoriedad. Poco después enfrentaría la muerte de su abuela y la de su única hermana. Su abuelo ciego se transformó en la guía que supo contemplar y que también perdió demasiado pronto, a los 16 años. En Cartas a mis padres (escrita entre 1932-1935) Kawabata dice: Padre y madre, que hicieron de mí el hijo de mi abuelo, ¿no me habrán transmitido una sangre demasiado pura? Nadie en el mundo más que ustedes me dieron el don de sumergirme en el éxtasis de la nada.
Se ha dicho que sus obras expresan la belleza del vacío. La editora, profesora y traductora Amalia Sato recuerda la conferencia que el autor de La bailarina de Izu dictó en Hawaii en 1969: “Descubrí, por medio de la luz matinal, la belleza de los vasos en un restaurante. Vi esta belleza con toda claridad (...) Pensé que nunca la había visto hasta ese momento. ¿No es precisamente este tipo de encuentro la esencia misma de la literatura y también de la vida humana?” Los niños pequeños, las mujeres jóvenes y los hombres moribundos, eran para Kawabata los que estaban mejor calificados para descubrir “la pura belleza”.
“La relación que tenía Kawabata con la belleza es la que hace que yo elija situarme junto a los que dudan de su suicidio, en contra del cual él se había manifestado en varias oportunidades –comenta la escritora argentina Alejandra Kamiya en el prólogo de la novela recién editada–. Me gusta pensar, como Donald Richie [experto en cultura japonesa], que si el agua estaba corriendo en el baño en el que fue encontrado es porque él iba a darse un baño, que el caño de gas quedó abierto por accidente, que el agua aquella corría como la del río Ikuta en Dientes de león, que la historia no había acabado, porque las historias no acaban, continúan en otros”.
“Otra peculiaridad de esta novela es que guarda algunas similitudes notables con Una página de locura, la película muda vanguardista que en 1926 dirigió el cineasta japonés Teinosuke Kinugasa y de la que un joven Yasunari Kawabata fue uno de los guionistas –destaca la traductora Tana Oshima–. La historia transcurre en un manicomio en un pueblo. Quizá, al final de su vida, el autor decidió retomar aquel escenario imaginario (y primigenio en su carrera literaria) que ya anticipaba su fascinación por la locura y por lo que él entendía por makai, el mundo de los demonios”.
Otras noticias de Conversaciones
Más leídas
"Completamente domada". Ofelia Fernández salió en un móvil con Feinmann y Milei reaccionó con un retuit
Más complejas. El ataque con misiles de Irán contra Israel deja una alarmante pista sobre el avance de sus armas
Por el presupuesto universitario. Fuerte cruce entre Yacobitti y un funcionario de Milei: "Los monstruos de la marcha”
Un juez, la víctima. Le robaron el celular con datos sensibles, le falsificaron el DNI y le vaciaron la cuenta en dólares