Periferias. Miopes por elección
Cuando abandonamos la tarea de intentar “ver de lejos” renunciamos, aun sin saberlo, a una sustancial cuota de autonomía intelectua
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La metáfora médica, que tanto agrada a los políticos porque simplifica la retórica de atril –con sus llamados a luchar contra el “cáncer” de la droga, “amputar” de cuajo los odios sectarios, evitar la “gangrena” de la economía, combatir la “ceguera” o la “sordera” de la sociedad, y una interminable lista de etcéteras– es terreno delicado; campo minado del que conviene mantenerse lejos a riesgo, no de salir herido, sino de herir: lo que para algunos es mera filigrana del lenguaje (lugar común, en verdad, al que se echa mano en la esperanza de que una audiencia despistada no descubra la oquedad del discurso) para muchos puede ser dolorosa y cotidiana realidad.
Pero a veces el sentido se invierte y es la medicina la que incuba el germen involuntario de la metáfora social.
Recientemente entrevistada en Clarín, la oftalmóloga Adriana Tytiun alertó sobre una epidemia de miopía en curso. Aquí, el mal uso y abuso de pantallas está en el centro del problema; pero a poco de avanzar en las explicaciones de la especialista surgen peculiaridades llamativas.
En apretada síntesis y entre otras cosas, dice la médica: “El miope ve bien de cerca y entonces es como que todos estamos queriendo ser miopes; estamos con el celular, la computadora. Esto hace que el ojo esté en ‘modo cerca’. A los chicos antes vos les dabas anteojos y estaban chochos. Se ponían el anteojo porque veían el mundo, veían de lejos. Hoy les das un anteojo para ver de lejos y se lo sacan. Porque como de cerca ven bien, no les interesa ver de lejos. Yo les digo a los chicos en el consultorio: a mí me interesa que en la calle puedas saber si alguien te está mirando, tenés que interactuar con el afuera. Los chicos te dicen que no necesitan ver de lejos. Ni siquiera ver la tele, miran Netflix en la compu”.
Adultos de hoy y adultos de un futuro inmediato, entonces, encerrados, engañosamente protegidos y –acaso aún más engañosamente– conectados por la burbuja de las pantallas en todas sus formas. Tal vez despreocupados del tema (al margen de lo estrictamente relacionado con la salud), convencidos de que ya no hay que esforzar el ojo y luego las neuronas para alcanzar ni aprehender el mundo exterior: ahora es el mundo el que viene a nosotros, lo queramos o no y sin importar con cuánta apatía lo recibamos, en formato portátil y a la velocidad de lo instantáneo.
No es poco; pero esa porción de caos que crea ilusión de totalidad siempre será un mundo recortado por otros, elegido y “editado” por otros para nosotros, aunque pensemos que tenemos el control porque maniobramos el dispositivo y damos las instrucciones. Si perdemos la capacidad (y sobre todo el deseo) de “ver de lejos” perdemos perspectiva, desaparece el juego de matices que nos da la versión más cabal del conjunto (y los instrumentos más sutiles para comprenderlo). Cuando abandonamos la tarea de intentar “ver de lejos” renunciamos, aun sin saberlo, a una sustancial cuota de autonomía intelectual. Por ese camino, la involuntaria metáfora médica nos lleva a la breve cárcel de otra metáfora del solipsismo, esta vez –un poco más prosaica– emparentada con la agrimensura: la preocupación excluyente por el “metro cuadrado” propio (ensimismamiento que no conviene confundir con la habilidad para sortear condiciones adversas o escasez de recursos que implica ser capaz de “bailar el tango en una baldosa”). Claro que tranquiliza confiar en que todo lo indispensable, todo lo que es significativo para nuestras vidas está allí, al alcance de la mano o a veinte centímetros de nuestra nariz. Pero en ese espejismo la seguridad se vuelve apenas simulacro.
Entonces, cuando las desgracias llegan (políticas, sociales, económicas; esas amarguras que se amasan lento y a lo lejos) las descubrimos de golpe y tarde, anegado ya nuestro “metro cuadrado” (¿el envés del dogmático “elijo creer” será “elijo no ver”?). Miopes por elección, una vez más, no las habremos visto venir.
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