Album secreto de un sueño
A propósito de la publicación de Gutiérrez a secas (Nuevo Extremo y RBA), Vicente Battista habla de su nueva novela en esta entrevista, donde también repasa los hechos que lo convirtieron en vendedor de libros, horoscopista, director de urbanizaciones y, por fin, narrador de tiempo completo
Vicente Battista, Catholic Press . Eso decía su tarjeta de presentación y el hombre solía sacarla del bolsillo en el momento justo, antes de mostrar el lomo terso y tentador de una Biblia encuadernada. Hoy la tarjeta de presentación de Vicente Battista diría otras cosas, pero cuando tenía apenas más de veinte necesitaba dinero y vendía Biblias. Nada grave. Ya había sido cadete, ayudante de radiología, y sería todavía encargado de relaciones públicas, guionista, escritor fantasma, dueño de un piso millonario con vista al mar y ejecutivo en las islas Canarias.
El cuarto de Buenos Aires en el que Battista escribe tiene rastro de tabaco de pipa y una biblioteca recorrida por clásicos contundentes: Faulkner, Poe... Sus datos biográficos dicen que nació en Buenos Aires en 1940, que formó parte de la revista El escarabajo de oro , que en 1967 publicó su primer libro de cuentos, Los muertos , premiado por la Casa de las Américas y por el Fondo Nacional de las Artes. Que en 1970 fundó con Mario Goloboff la revista Nuevos Aires . Que en 1972 publicó Esta noche reunión en casa; en 1975, Como tanta gente que anda por ahí ; en 1984, El libro de todos los engaños y en 1985, Siroco .
Su volumen de cuentos El final de la calle ganó el Premio Municipal de Literatura 1992. Tres años más tarde, Battista obtuvo el Premio Planeta con su novela Sucesos Argentinos , traducida al francés y editada por Gallimard. Editorial del Nuevo Extremo, en coedición con RBA de España, publicará en junio de este año el último de sus libros, Gutiérrez a secas , una novela en blanco y negro -con la excepción de un solo color, el azul-, la historia de un hombre que tiene por profesión una de las tantas que ha tenido su autor: Gutiérrez es, sí, escritor fantasma.
"A Gutiérrez lo veo parecido a un robot. A una criatura de este tiempo", comenta Battista. Gutiérrez es un ser imperturbable, encorsetado en normas asfixiantes: repasar obsesivo álbumes de fotografías viejas y ajenas, chatear con dos o tres personas a las que nunca vio, esconder en la memoria de su PC -y visitar cada tanto- una foto de Nuestra Señora de los Dolores, recordar con más indiferencia que congoja a Ivana -una mujer de carne y hueso- y añorar como un adolescente despechado a Dolores, una mujer virtual con la que suele encontrarse en el chat y que un día desaparece.
"Las fotografías que mira Gutiérrez las saqué de este libro -dice, hojeando un volumen con imágenes de Florida en 1940, de Palermo en 1900-. No me pone bien mirar fotos. Pienso: ´Además de estar en la foto, ¿qué habrá hecho esa gente?´" A Gutiérrez mirar fotos no lo pone ni bien ni mal. El no se ríe ni se angustia, no demuestra pesadumbre o aburrimiento. Escribe, a pedido de Marabini, un editor brutal y despectivo, novelas policiales, horóscopos o libros de autoayuda y los entrega puntualmente: la mitad en un diskette un lunes; la otra mitad, en otro diskette, el lunes siguiente.
"Yo entregaba todos los lunes. Un día, como le pasa a Gutiérrez al principio del libro, me crucé en el ascensor de la editorial con un hombre que tendría unos 60 años. Yo tendría 35. Pensé ´Si sigo haciendo esto ¿no terminaré igual a este tipo?´ Y supe que no quería eso", recuerda Battista. Pero para saber cómo llegó a ser un escritor fantasma de la editorial Bruguera en España, hay que retroceder en el tiempo.
Corrían los años 50 en Buenos Aires y él, adolescente de 15, era cadete en la clínica Bazterrica. "Llegué hasta ayudante de radiólogo. Como era un trabajo insalubre, trabajaba sólo cuatro horas. Lo malo era que te podía dar cáncer. Pero bueno. A los 20 me echaron y me dediqué a vender las Biblias, carísimas. ¿A quién se las podía vender? A las monjas de la clínica. Iba a ver a la Madre Superiora, sacaba la tarjetita de Vicente Battista, Catholic Press y le decía: ´Madre, la editorial católica está distribuyendo las Sagradas Escrituras, si vendemos diez Biblias, la editorial nos autoriza a darle una a la Orden. Supongo que usted conocerá médicos que puedan comprarla´. La monja me daba un listado, yo llamaba: ´Hola, hablo de parte de la Madre Superiora´. Los médicos no se iban a poner en contra de las monjas."
Un día, medio muerto de hambre, esta joven promesa consiguió un puesto de redactor en Radiolandia , de lunes a viernes, de 13 a 19. "Lo comenté en la reunión de los viernes del Tortoni, con la gente de El escarabajo : ´No tengo un peso y conseguí este laburo´. Todos empezaron a los gritos: ´¡No, no puede ser!´ Un tipo que estaba ahí me dijo: ´Estoy en una empresa de correo y necesitamos alguien para relaciones públicas. Venite el lunes y si no te gusta, te vas a Radiolandia ´. La empresa era OCA. El sueldo era bueno, el trabajo también. Dije que sí. Yo estaba recién casado con Gloria y salíamos todas las noches. Llegaba a la oficina a las nueve de la mañana y me iba a tomar café hasta las diez y pico, a las doce del mediodía estaba almorzando en mi departamento, dormía la siesta y a las cinco volvía y me inventaba todo. Decía: ´Sí, estuve en esta empresa, en la otra´. Un día un jefe me dijo: ´Vicente, andá a tu casa si querés, pero no te bañes, porque llegás destilando colonia, no das la imagen de llegar de la calle´."
En esos años, escribió el guión de una película que dirigió Miguel Bejo y que se estrenó en 1972. Se llamaba La familia unida esperando la llegada de Hallewyn . La película ganó un premio, y la crítica la puso por las nubes. "El director se instaló en Barcelona, donde consiguió un productor, y me llamó para hacer los guiones. Gloria, mi mujer, estaba embarazada de mi primera hija y le dije: ÔGloria, vendemos el Citro‘n 2CV y vamos a España por un año´. Al principio fue bárbaro, pero después se puso duro. Entonces conseguí trabajo en editorial Bruguera, como escritor fantasma. Firmaba como Tomás Baeza. Escribía libros sobre sectas y sociedades secretas, la cábala y el diablo. Lo que más me interesaba eran los horóscopos, porque era lo que mejor pagaban. Yo no tenía ni idea de astrología y escribíamos muy controlados por el franquismo. Uno podía escribir para tipos casados de, digamos, Virgo: ÔTal día se reencuentra con una antigua amiga. El lunes, encuentro afectuoso´. El martes, el miércoles también, pero el jueves ya tenía que volver al hogar. Lo prohibían, si no."
Un lunes, cuando iba a entregar sus originales, tuvo aquella oscura epifanía en el ascensor: se vio reflejado en un hombre abatido y supo que no quería seguir. "Un amigo rico me ofreció dirigir una urbanización en las islas Canarias. Yo no sabía qué era una urbanización. La noche anterior a mi viaje invité a un arquitecto amigo a comer unas pizzas: ´Nos despedimos y de paso me explicás qué es una urbanización´, le propuse. En Canarias yo era el capo, tenía 33 años y me decían don Vicente. Hacía una reunión todos los lunes con la gente de la obra. Un ingeniero decía: ´Don Vicente, pasa tal cosa con las aguas´. Y yo le preguntaba: ´Bien, ¿usted cómo lo solucionaría, ingeniero Pérez?´ El ingeniero Pérez decía que haría tal cosa y yo contestaba: ´Exactamente. Esa es la solución´. Tenía un piso con vista a la bahía, un Volvo 264 que había costado un millón doscientas mil pesetas, un Saab que no usaba nunca y un sueldo de cinco mil dólares.
Allí, en Canarias, terminó El Libro de todos los engaños y escribió Siroco . "Pero en un momento no aguantaba más. Le dije a Gloria: ´Estamos en condiciones de convertirnos en gente de mucho dinero y de acá a diez años me suicido´. Yo no quería eso. No quería tener dinero y un yate. Yo quería escribir." Entonces volvió a la Argentina. Publicó libros, pasó por el periodismo en editorial Perfil, escribe ahora en Clarín y una noche de fines del siglo pasado empezó a imaginar a Gutiérrez.
Battista hunde la mano en una pila de papeles y regresa con una carpeta. Ahí están, en letra jeroglífica y sobre papel cuadriculado, las anotaciones que dieron origen a la novela."Terminados los festejos del planeta, me pongo a pensar en otra novela. Estará escrita en tercera persona y sucederá en la Argentina de los 90. Lo terrible es que aún no sé qué sucederá", lee. Y continúa: "Por fin tengo el tema y el modo. Hoy comencé a escribir la nueva novela. Será una historia con algún dejo kafkiano. Su personaje principal es un escritor por encargo."
La novela de Battista empieza así: "Si da un par de pasos al costado lo ve. Es el hombre que está junto a la mujer de tapado azul. El hombre que tiene las manos en los bolsillos y las solapas del sobretodo levantadas; de ese hombre quiero hablarle". "Fue lo primero que se me ocurrió -explica-, escribir una novela donde dirigiera al lector: ´Usted está viendo esto, pero si mira desde otro lugar va a ver esto otro´. Gutiérrez evita que lo miren, pero al final se da cuenta de que lo han mirado todo el tiempo."
Gutiérrez, este experimento de laboratorio, este insecto fóbico, vive en una ciudad que nunca se menciona pero que es Buenos Aires desierta, atravesada por una garúa tenue de personas tan grises como él. La novela comienza con el periplo de cada lunes de Gutiérrez hacia la oficina cruel de Marabini. Marabini lo desprecia, lo humilla, lo descalifica. Gutiérrez no dice nada, porque es un hombre anodino pero también alguien con un deseo ardiente: quiere ser un gran escritor. Escribe su propia novela y la oculta en un pliegue secreto del disco rígido de la computadora de su casa, enterrada en un cofre cibernético en el que, supone, está a salvo de los monstruos que más teme: los correctores de la editorial. Los correctores -como especie, como cardumen, como raza- son su obsesión más molesta. Ellos han devuelto a Marabini un texto de Gutiérrez, una novela del far west firmada con el seudónimo Larry Gibson, con la siguiente anotación: "Clasificación: mediocre. Decisión: rechazada". Por eso cada lunes, Gutiérrez cumple con una misión: busca el nido de los correctores en la manzana de la editorial. "Nadie los conoce y nadie sabe dónde están [...]. Hay quienes afirman que lo único que diferencia a los correctores de los ciudadanos comunes es su renguera; dicen que todos los correctores son rengos."
"Un viejo periodista me dijo que Natalio Botana, de Crítica , tenía dos consignas: todo refugiado español republicano conseguía trabajo en su diario. Y todo rengo también. Y los rengos no tenían otro destino que ser correctores. En Crítica todos los correctores eran rengos -cuenta Battista-. Pensé: ´Esto lo voy a poner en una novela´."
Un día Marabini le sugiere que se tome un descanso, que no escriba. Entonces, el mundo de Gutiérrez colapsa: irrumpen libros mutantes, un contestador automático con mensajes que le sugieren que revise sus álbumes de fotos. Gutiérrez obedece. Vuelve las páginas con horror. Susurra que no, que todo menos esto. El lector nunca sabrá qué vio Gutiérrez. El autor, dice, tampoco. "Creo, y esto lo estoy inventando casi ahora, que Gutiérrez ve fotografiadas sus fantasías más perversas. Como si uno soñara algo terrible y se despertara y pensara ´Yo soy incapaz de algo así´, y después viera una foto de uno mismo haciendo eso. Pero no lo sé."
Gutiérrez descubre que, a pesar de todas sus precauciones, el mundo externo no ha sido otra cosa que una cámara cenital enfocada en él. La peor de sus pesadillas le muestra los dientes perfectos, hambrientos, jugosos. Su novela secreta tampoco se ha salvado de los correctores. "El final era distinto, pero alquien que leyó el borrador me dijo: ´La novela me pareció bárbara, salvo las cuatro últimas líneas que la vuelven pura literatura: ingeniosa, pero nada más´. Me dije: ´Me parece que tiene razón´. El final era así: Gutiérrez se iba de la historia y después se decía: ´Si da un par de pasos al costado, lo ve. Ese hombre que está a punto de cruzar la calle, bla bla, ese hombre se llama González. De ese hombre quiero hablarle´. Era una cosa circular. Terminó Gutiérrez, empezó la vida de González que es igual a la de Gutiérrez. Era como un chiste, pero era un final más de cuento que de novela. Entonces lo cambié."
En las últimas líneas de ese final cambiado destella la única, luminosa sonrisa de toda la novela. La esboza Gutiérrez.
Quizás sólo él sepa por qué.