Cruz y delicia de bises anónimos
4 minutos de lectura'

El miércoles de la semana pasada, la programación del Festival Martha Argerich en el Teatro Colón anunciaba que ella y el pianista Nelson Goerner iban a interpretar obras para dos pianos. Estaban anunciadas En noir et blanc, de Debussy; Sonata para dos pianos en Re Mayor, K 448, de Mozart; y Danzas sinfónicas para dos pianos, Op. 45b, de Rachmaninov.
Siempre que puedo, trato de escuchar la composición de Debussy porque me trae recuerdos muy personales. La primera vez que la escuché en vivo fue en el departamento del compositor, pianista y clavecinista Pedro Sáenz (1915-1995) en la década de 1960, quizá en 1967. El dueño de casa había organizado una reunión en la que no estaba planeado ningún recital; pero claro, había una cantante, Loulou Bordelois, y dos pianistas: el dueño de casa, Pedro; y el excepcional pianista de jazz, pero también de música culta, Enrique Villegas; conocido por todo Buenos Aires como el “Mono” Villegas. Entre los muy pocos invitados brillaba la presencia de Manuel Mujica Lainez, “Manucho”, que aportaría el ingenio y su temible ironía.
En la casa de Sáenz, esa noche, además del piano, estaba el clavecín del maestro, que habitualmente, por razones de espacio, no amoblaba su casa sino un estudio cercano. En esa ocasión, se encontraba allí por refacciones en el segundo domicilio del instrumento. Por supuesto, bebimos, comimos empanadas y, claro, Villegas improvisó en el piano; los invitados le pidieron a Pedro que nos hiciera escuchar una composición suya. Lo hizo. Como había dos teclados –algo poco común en un hogar–, recuerdo que ¿Sáenz o el Mono? propuso tocar a dos teclados una obra pensada para dos pianos; el clavecín “imitaría” la voz del segundo piano. Pedro, con espíritu temerario, tomó de su biblioteca musical En noir et blanc, una ordalía de virtuosismo.
El clima era de intimidad y nadie oficiaría de crítico. El “Mono” se apoderó del piano; y Pedro se sentó al clavecín con doble tarea: debía leer y “arreglar” al mismo tiempo. La experiencia fue, por lapsos, maravillosa y sublime; y, por lapsos, divertidísima hasta las lágrimas. Entre epifanías y tropiezos, llegamos a la ovación de pie. “Manucho” sacó a relucir los lápices con los que, ya en esa época, había comenzado a dibujar sus famosos Laberintos con elefantes, leones, castillos, cuyas siluetas estaban recorridas por un texto improvisado que dedicaba a una persona. Cada uno de nosotros le exigió uno. Él, con una sonrisa mefistofélica y muy graciosa, cumplió con todos entre bromas y elogios.
El hermoso bis final de Argerich y Goerner estuvo inspirado en música popular brasileña, pero no era de un músico popular. Los bises son croce e delizia porque hay que adivinar de qué se trata. Los intérpretes juegan a las adivinanzas con el auditorio. Disfruté de la obra porque Goerner y Argerich estaban inspirados, pero me irritaba saber que yo tenía la grabación de ese dúo pero no recordaba el nombre de su autor. Me venía a la mente algo imposible. Dos señoras me preguntaron de quién era. Les dije que no sabía. Sólo compartí mis sospechas con un crítico amigo y discreto: “Se me ocurre algo disparatado. ¿Es de Milhaud?”. Supimos por Sergio Tiempo que yo tenía razón: era el tercer movimiento de Scaramouche.
Cuando regresé a casa, investigué en Google y descubrí que ese movimiento tiene una cita casi textual del choro “Ainda me recordo”, de Pixinguinha, el compositor del celebérrimo “Carinhoso”; y otra cita aún más textual del tango brasilero “Brejeito”, de Ernesto Nazareth. Hoy, las dos citas podrían ser consideradas plagios. No en esa época. Milhaud le dio a ese material un marco, un vuelo y una picardía, ricas en antecedentes que iban de Couperin a Carmen Miranda.






