Florentino Ameghino, el sabio autodidacta que forjó un “parque jurásico” en la Argentina
A ciento diez años de su muerte, una biografía de la investigadora del Conicet Irina Podgorny rescata su labor y pone el foco en las relaciones entre ciencia y política a fines del siglo XIX
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Un día como hoy, en 1911, moría en la ciudad de La Plata uno de los impulsores de la paleontología y la arqueología en la Argentina, Florentino Ameghino. Había nacido en 1853 en la localidad genovesa de Moneglia y llegó a la Argentina con sus padres cuando tenía solo dieciocho meses. Por mucho tiempo y a causa de las propias declaraciones de Ameghino, se creyó que había nacido en Luján en 1854. Para algunos investigadores, esto se debe a que su carrera científica se hallaba en el medio de dos paradigmas de la época: la ciencia importada del norte de Europa, representada por figuras como el alemán Karl Hermann Bursmeister -que pretendió descalificarlo al llamarlo ‘italiano’- y el surgimiento de una clase patricia en el país, encarnada en Francisco Pascasio ‘Perito’ Moreno, eterno rival de Ameghino. Los investigadores del Conicet Alberto Boscaini y Sergio Vizcaíno aportaron este año nuevas pruebas sobre la italianidad del “científico accidental” que recolectaba fósiles en sus paseos por las afueras de Mercedes.
Autodidacta, Ameghino se desarrolló como paleontólogo, antropólogo, geólogo y científico desde 1862 hasta su muerte. Fue maestro de escuela, director del Colegio Municipal de Mercedes y profesor de zoología en la Universidad Nacional de Córdoba. Dirigió y financió sus propias campañas por el territorio argentino, desde la zona pampeana (en principio, por Luján, Mercedes y Chivilcoy) hasta el norte y el sur del país. Todas sus investigaciones las hizo junto con su hermano menor, Carlos Ameghino, y el apoyo de su familia. Mientras su hermano hallaba las muestras y redactaba informes, él hacía el trabajo de laboratorio y caracterizaba los fósiles sobre la base de sus propias teorías. Ameghino clasificó nuevas especies y escribió libros y artículos hasta dar forma a una obra que merece ser calificada de “monumental” (llegó a publicar unas 30.000 páginas). En 1878, viajó por Europa, estudió en la Academia de Antropología de París, compró y vendió piezas paleontológicas y dio conferencias en congresos científicos. Con su trabajo “Contribución al conocimiento de los mamíferos fósiles de la República Argentina” obtuvo una Medalla de Oro en la Exposición Universal de París. Volvió a la Argentina como un científico reconocido en las principales capitales del mundo.
En 1886, Moreno lo nombró vicedirector y secretario del Museo de La Plata, y le asignó la sección de Paleontología, que Ameghino enriqueció con su propia colección (que vendió a la provincia de Buenos Aires). Carlos obtuvo el cargo de naturalista de campo, a la vez que seguía oficiando como ayudante en las expediciones de su hermano. No obstante, la pugna entre Moreno y Ameghino -los dos “fanáticos de los huesos”- provocó la expulsión de los hermanos del museo al año siguiente. En mayo de 1914, se inauguró en La Plata el Museo Escolar “Florentino Ameghino”, hoy conocido como Museo Provincial de Ciencias Naturales Florentino Ameghino. En el Museo de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia”, institución en la que él y su hermano desarrollaron sus trabajos y llegaron a ocupar los más altos cargos, se halla la Colección Nacional Ameghino, con más de 40.000 piezas fósiles correspondientes a peces, anfibios, reptiles (incluyendo dinosaurios) y gran variedad de mamíferos extinguidos, que testimonian sobre los últimos 250 millones de años de evolución biológica en el extremo sur del continente sudamericano.
Este año, la doctora en Ciencias Naturales por la Universidad Nacional de La Plata y directora del Archivo Histórico de la Facultad de Ciencias Naturales de esa casa de estudios superiores, Irina Podgorny (Quilmes, 1963), publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa Argentina de Paleontología Ilimitada (Edhasa). Su biografía de los Ameghino se deja leer como una novela de aventuras en la que la pasión por paleontología y la arqueología, las prácticas de campo y la clasificación de la fauna prehistórica se fusionan con los esfuerzos de los protagonistas por persuadir a políticos, colegas y la opinión pública de la importancia de sus proyectos. La prensa, el correo, las cartas, los medios de comunicación, las técnicas de registro, los museos y las colecciones fueron instancias que los Ameghino no desconocían y supieron aprovechar.
“El historiador italiano Arnoldo Momigliano, en su trabajo sobre el desarrollo de la biografía en Grecia, afirmaba: ‘Ninguna historia, por más que dependa de las decisiones colectivas, puede desembarazarse de la presencia perturbadora de los individuos’ -dice Podgorny a LA NACION- . El problema es qué hacer con ella, sobre todo si se entiende que hacer ciencia no es algo privativo de los grandes hombres o de las grandes mujeres sino que implica una serie de prácticas colectivas y cooperativas que se urden entre los agentes más diversos”. En opinión de la autora, el “caso” de los Ameghino y de sus socios (los científicos alemanes de la Academia de Ciencias de Córdoba y, luego, el director del Museo Paulista de San Pablo en Brasil) es “ideal para entender y desarrollar esa noción que, por otro lado, se ratifica en el subtítulo de mi libro: para hacer paleontología, los Ameghino montaron una empresa familiar”.
Y, por si fuera poco, una empresa argentina. “Atada a las crisis, a las falsas promesas, a los vaivenes de la política y a los derroteros de un clan genovés que se embarca en las obsesiones del hijo mayor, es decir, de Florentino, que, en brazos de sus padres, había llegado a la ciudad de Luján en 1854 procedente de San Saturnino de Moneglia, cerca de Chiavari, en la Liguria italiana”.
La biografía intelectual de los Ameghino comienza, sin embargo, en 1873. “Cuando el joven Florentino, que trabajaba como preceptor en la ciudad de Mercedes, ya había adquirido la costumbre de salir a pasear por el campo y a recorrer la vera de los ríos -destaca la autora-. Pronto aprendió que, con las sequías, afloraban osamentas y, seguidamente, llegaban los viajeros dispuestos a cosecharlas para llevarlas al museo de Buenos Aires. Percatado de ese interés y de la particular abundancia de fósiles en los terrenos de la pampa, cambió su destino de maestro de campaña por una promesa de gloria: la posibilidad de comprobar la antigüedad de la humanidad en el Plata, es decir, la convivencia en tiempos geológicos entre los hombres y los mamíferos fósiles que daban renombre al territorio rioplatense”. Luego seguirían el período de formación en París, el paso por el Museo de La Plata, el inicio de las campañas en Santa Cruz, la teoría del origen sudamericano de los mamíferos y, finalmente, la dirección del Museo Nacional y sus tesis antropogénicas.
“Los Ameghino no fueron ni los primeros ni los únicos en dedicarse a estas cosas, pero a su obra hoy se les debe no solo la descripción de numerosos géneros y especies de mamíferos fósiles (la gran especialidad de los hermanos) sino también la primera clasificación geo-estratigráfica del período Terciario del sur del continente”, explica Podgorny. “Sus teorías sobre el origen sudamericano de todos los mamíferos, muy debatida en la época, han quedado descartadas pero, a partir de 1890, lograron que la casa de Florentino en La Plata se transformara en uno de los centros mundiales para el estudio de la evolución y dispersión de estos animales”.
A la hora de escribir su libro, la autora usó, además de las cartas y publicaciones de Ameghino y la profusa bibliografía, un material hasta ahora inédito: una carpeta de recortes que encontró en la Biblioteca Jorge Furt en la Estancia Los Talas. “En el libro intento recuperar el tono de los debates de entonces, la ironía, el sarcasmo y las pasiones fosilíferas que atraviesan las amistades, las alianzas y los odios entre los protagonistas y personajes de esta historia -agrega-. Ameghino no llevó un diario de su vida: le alcanzó con registrar sus huesos en un cuaderno de librería, copiar sus cartas y recortar y pegar las noticias aparecidas en los diarios con su nombre. Como creía en su gloria, dejó que la prensa llevara el registro de sus acciones. Esto me permitió ver que, contrariamente a la idea tan difundida de que era un incomprendido de sus contemporáneos, desde la prensa y desde muy joven, avivó el debate y buscó el apoyo de los personajes más diversos. Esa elección le impuso una determinada estructura a su vida, un carácter explosivo amante de la polémica furibunda”.
Para la autora, Ameghino llega hasta nosotros modelado por los medios que usó para construir su fama. “La prensa del fines del siglo XIX dominada por la lógica del escándalo, del enfrentamiento, la fragmentación y la adscripción a una facción política o de otro tipo -señala-. Esa lógica terminaría dictándole quién era y cómo debía hacer ciencia apelando a la opinión pública y al llamado ‘bombo mutuo’. Desde ese punto de vista, la vida de los Ameghino permite recorrer la complicada relación entre ciencia y política, mostrando cómo las prácticas científicas replicaron los mecanismos de imposición de candidatos del orden conservador, la negociación de influencias, la movilización y la transferencia de lealtades, adhesiones y alianzas. En ese entonces, y a diferencia de la autonomía con la que nos movemos hoy, todos los nombramientos pasaban por los despachos del Poder Ejecutivo y que los subsidios a la investigación o a una publicación se votaban en las cámaras”. Florentino Ameghino y Hermanos invita a leer la historia de la ciencia en la Argentina con el foco puesto en un clan de hermanos que consolidó un “parque jurásico” en la Argentina.
Así comienza Florentino Ameghino y Hermanos
Prefacio
Restos de discursos
El 20 de noviembre de 1876, El Correo Español de Buenos Aires salvaba una errata:
“Ayer dimos cuenta de haber sido encontrado en Mercedes un colmillo del Sr. Sarmiento, el cual, equivocadamente, decía “La Reforma” pertenecer a un mastodonte.
El hallazgo fue hecho por D. Florentino Ameghino, que hace muy pocos días tuvo el placer de sacar de las entrañas de la tierra una cabeza y una parte de un panoctus tuberculatus, piezas que hacen honor a las ciencias naturales, y que ha tenido una nueva satisfacción, que grandemente recompensa su constancia y amor al trabajo.
El hallazgo a que nos referimos, consiste en el enorme colmillo de mastodonte.
El citado colmillo es de un color negruzco: mide dos metros cinco centímetros de largo y 38 centímetros de circunferencia en su parte inferior.
Este colmillo fue perdido por el Sr. Sarmiento en aquel célebre viaje a Chivilcoy.
En uno de los discursos se le saltó”.
El Correo Español, uno de los tantos periódicos sostenedores de la candidatura presidencial de Bartolomé Mitre en 1874, se refería al director general de Escuelas, hasta hacía poco presidente de la República Argentina y aliado del actual, el tucumano Nicolás Avellaneda. En “Programa de Chivilcoy”, su discurso del 3 de octubre de 1868, Domingo F. Sarmiento había celebrado los avances de esa ciudad, un anticipo de su futuro gobierno y un resultado de la ley de tierras que había promovido como senador. De las civilizaciones muertas, de los mundos del pasado ya se encargarían los filósofos; para los estadistas, sobraban estas ciudades donde la agricultura, el trabajo y el capital triunfaban sobre el destino pastoril de la pampa. Pero ahora, ocho años más tarde, en los coletazos del crack de Viena de 1873, una de las crisis financieras más graves de la Argentina, la prensa le enrostraba esas palabras, fósiles del pasado reciente. Una burla que, a pesar de todo, destilaba confianza en el progreso. A fin de cuentas, el colmillo estaba en manos de un joven con apellido italiano, un hijo de inmigrantes que enseñaba en las escuelas de la campaña y honraba a las ciencias y el trabajo.
El 27 de noviembre, una semana después de esta humorada, quizá casualmente, quizá no, los nombres de Sarmiento y Ameghino volverían a reunirse en el informe que el inspector escolar Trinidad S. Osuna le dirigía al expresidente. Osuna, aprovechando una ida a Mercedes por asuntos del servicio, había visitado las escuelas comunes de aquella ciudad. Su estado no era desfavorable pero había irregularidades en la escuela municipal, a cargo de Luis Traverso y su ayudante, don Florentino Ameghino.
Probablemente su nombre le sonara de la prensa, donde, de un tiempo a esta parte, se hablaba de su dedicación al estudio del noroeste de la provincia. Hijo de una familia genovesa llegada a la ciudad de Luján en 1854, el mismo año de la fundación de Chivilcoy, Ameghino trabajaba en Mercedes, donde había adquirido la costumbre de salir cada tanto a pasear por el campo y recorrer la vera de los ríos. Pronto aprendió que, con las sequías, afloraban osamentas y, seguidamente, los viajantes italianos, franceses o argentinos, dispuestos a cosecharlas y llevarlas a Buenos Aires. También reparó en que, buscando agua o enterrando la basura, uno podía toparse con esqueletos, las placas de un peludo gigante o, por lo menos, con un diente, como ese de Sarmiento llegado a la boca de los mitristas, con quienes el joven comulgaba. Percatado de ese interés y de la particular abundancia de fósiles en los terrenos de la pampa, Ameghino cambió su destino de maestro de campaña por una promesa de gloria: la posibilidad de comprobar la antigüedad de la humanidad en el Plata, es decir, la convivencia en tiempos geológicos entre los hombres, los megaterios y los gliptodontes, esos mamíferos fósiles que daban renombre al territorio rioplatense. Y que aquí, en Luján, Mercedes y Buenos Aires, la Edad de la Piedra había sido una realidad. Con ese objetivo Florentino Ameghino, primogénito de un zapatero de Moneglia, se decidió a marcar el tono de las prácticas científicas de la Argentina finisecular.
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