
Historia de dos ciudades
La Nueva York anterior a la desaparición de las Torres Gemelas, y la posterior, son las principales protagonistas de la más reciente novela de Thomas Pynchon, el autor estadounidense que hizo de la paranoia su marca registrada
Con mayor o menor disimulo, hay autores que escriben como guiñando un ojo a cámara de tanto en tanto, al igual que esos actores desafortunados que deben rogar la complicidad -la piedad- del espectador. Paradójicamente, presuponen una clase de lector inteligente, incluso levemente vanidoso. Esto se observa de un modo ostensible en cierta novela policial -Agatha Christie- y de un modo más sutil en novelistas como Muriel Spark. En Spark, al igual que en el muy disímil Thomas Pynchon, el punto de contacto es casi siempre un cierto sentido del humor. El autor de El arco iris de la gravedad -suele ser su costumbre- complica las cosas un poco más, ya que escribe para una categoría difícil de encontrar: estadounidenses dispuestos a reírse de sí mismos.
Pynchon critica la política exterior de su país pero no abandona su recalcitrante comicidad provinciana. Arrecian las referencias locales (sobre todo, actores y actrices de viejas series y celebridades de popularidad volátil) y las bromas -no todas malas, no todas intencionadamente brillantes- dependen en demasía de la familiaridad y del interés del lector por la vida cultural y política de los Estados Unidos de los años noventa. La especialidad de Pynchon son los tiempos desplazados, alejados del presente o paralelos, y es extraño que se deje esclavizar por apellidos con fecha de vencimiento. Su traductor se ve ante la imposibilidad de traducir los nombres -las caras- que rematan cada chiste. Con todo, el naufragio retiene restos por demás curiosos.
El lector se cruza con una mujer tan nerviosa que, en comparación, "el paranoico urbano promedio parece James Bond en una mesa de baccarat". Una figura simpática ostenta "una amabilidad no forzada, algo que no se ve en muchos blancos, anglosajones y protestantes, aunque se atribuyan su invención". Al límite ofrece karaoke coreano, hip-hop ruso, ortodoncistas lituanos. El narrador se mofa de las sustancias tóxicas y de golosinas espirituales que embelesan a los californianos y suelta que "así es Nueva York, los grandes jueces son capaces de acusar a una feta de salame". La política de Pynchon es cada vez más franca y de pronto la protagonista comenta: "¿Cuán de derecha tiene que ser una persona para pensar que el New York Times es un diario de izquierda?".
Al límite es la historia de dos ciudades -Nueva York antes de la desaparición de las torres gemelas en 2001, y después- y de las dos caras de una ciudad: la vida privada -nunca tan presente en Pynchon la vida familiar- y la vida pública. El mundo inmobiliario de Nueva York, descrito como laberíntico y siniestro, es el marco en el que la protagonista, Maxine Tarnow, investiga fraudes de sitios de Internet durante la última década del siglo veinte. En el mundo virtual, Pynchon encuentra terreno fértil para seguir paseando su objeto de transición favorito: la paranoia. ¿Cómo esconder o encriptar información? ¿Se puede narrar la tecnología, lo virtual? ¿Se puede convertir un juego en un relato escrito? ¿Puede llamarse experiencia a eso que sucede entre una persona y la tecnología que usa? Pynchon es diestro para retratar cómo se degrada la calidad del trabajo y describe con gracia un mundo hecho de "entrepenerds", en el que no pocos empleados se dedican al Tetris en horas de oficina.
Son escasos los personajes de Al límite que adquieren cierto espesor (por esta vez, sus nombres no contribuyen a volverlos memorables) y da la impresión de que Pynchon actúa como un escultor que coloca a criaturas junto a armatostes gigantes -una trama de senderos que se bifurcan indefinidamente- con el fin de obtener un sentido de escala más absurdo. El narrador, una tercera persona con tics de una primera, está dentro de sus personajes, adivina sus reacciones calladas y a la vez se encuentra fuera de lo que cuenta gracias a una ironía total, que calibra cada párrafo y es indivisible de su estilo. En él, estilo e ironía dependen de lo coloquial como de una droga. En las calles de Nueva York nadie reconocerá a Pynchon -el incógnito profesional más famoso entre literatos- pero las debe patrullar a diario para ejercitar su oído.
Fiel a un credo que supo recompensarlo, el autor de Vicio propio -protagonizada por Doc Sportello, un detective mejor bautizado y dibujado que la Maxine Tarnow de Al límite- sigue buscando nuevos territorios para la novela. Tal vez persiguiendo ese fin con un afán excesivo, en esta ocasión cayó en una altísima rotación de escenas que hace difícil sostener la atención, como si remedaran la distracción urgida por los programas y juegos virtuales que la propia novela recrea. Al límite es una novela que sí se deja leer con música de fondo, incidental.
Es como si Pynchon hubiera resuelto no narrar, sino redactar un guión de diálogos fugaces. Excepto por pasajes breves, en su obra parece haber quedado atrás el estilo asombroso de Mason y Dixon o de Contraluz, cimas con otro tipo de exigencias en las cláusulas del contrato con el lector. Es difícil juzgar la efectividad de un autor que trabaja con un montaje abrupto, así como es difícil juzgar líneas surrealistas. Parecen modos que se aprueban o descalifican en bloque. Se puede ser desordenado de distintas maneras al narrar. De un modo digresivo -Cervantes, Laurence Sterne- o sincopado, como Pynchon. Al límite podría funcionar, acaso, como un instructivo para despertar de su letargo a un hipotético país en el que sólo hubiera novelistas que practican un realismo duro. El realismo plano cierra demasiadas puertas, y son las puertas más poderosas. Lo demuestra cada novela de Thomas Pynchon, cuando no se enredan, como un perro, con la correa de su amo.
Al límite
Por Thomas Pynchon
Tusquets
Trad.: Vicente Campos
492 páginas
$ 219