Intrigas palaciegas
En La princesa Primavera, César Aira presenta una de sus originales fábulas, centrada en una traductora de best-sellers
Las mejores páginas de algunas novelas de César Aira son, en apariencia, las primeras. Son las más ostentosamente literarias, si se quiere, las más escritas. Se pueden ver como el amague coqueto y caprichoso de un escritor que elige cumplir con los protocolos de un buen artista figurativo antes de pasar al cubismo o a cualquier otro estilo menos predecible y más deseado. A Aira lo favorece el momento inaugural de un mundo. Por medio de sugerentes vaguedades, expresadas con un vocabulario exacto, ha sabido ser un hábil retratista de lugares extravagantes para personajes solitarios y recluidos.
El inicio de La princesa Primavera -publicada originalmente en 2003, en México, la novela no había circulado en la Argentina- remite al reciente El testamento del Mago Tenor, pero antes a Locus Solus, de su maestro Raymond Roussel. La precisión en la descripción es una de las armas de la ironía de Aira; la otra es cierto anacronismo en el léxico. Su afición por detallar una arquitectura y una naturaleza excedidas surte más efecto porque en él lo poético oscila entre lo paródico y lo adorado. La botánica asume dimensiones estrafalarias y a Aira parecen exaltarlo los meros términos (platelmintos, criptógama, por caso) o gozar del tono envenenado que asumen en un relato palabras como "sotobosque", y sobre todo las de origen extranjero como "parterre" y "pelouse".
En el centro de ese mundo -una isla frente a las costas de Panamá- reina en su palacio una traductora. Como si reescribiera lo postulado por la poeta Marianne Moore y sus "jardines imaginarios con sapos reales en ellos", Aira toma un trabajo real y se lo atribuye a un personaje de una realeza inconcebible. El autor de Cómo me hice monja no usa la literatura para procesar una vida -su biografía-, la hace pasar por una trituradora de papel. Si hay algo que no ha disimulado es su pasión por lo secreto. Elevar a una traductora a una categoría principesca -Aira fue traductor durante más de treinta años- suena a otra instancia de reivindicación a la vez sincera y socarrona.
Los plácidos días de la soberana se ven amenazados por los actos incongruentes de su servidumbre y, en especial, por una invasión inminente. Esta fábula arrebatada se dedica a revertir todo lo esperado, a convertir cada teoría estrambótica -sobre la misma lectura, por ejemplo- en una poética, y a una poética en la parte más apremiante del relato. Hechos minúsculos producen efectos desproporcionados. No es casual -tal vez sea un tic de traductor- la insistente adopción del diminutivo. La tecnología que se despliega para el ataque y la defensa de la isla es de utilería; la escenografía y el decorado son, otra vez, de película de bajo presupuesto. Casi invariablemente, se busca un modo novedoso de decir, y las formulaciones presentan una leve sorpresa -a la manera de una cortesía-, así sea mediante el ahorro de un artículo o la adición de un adjetivo insólito. La única ingenuidad de Aira fue la de creer que podía decidirse a escribir mal.
Sus personajes replican esa tensión entre lo tocado por la gracia y lo calculado, entre el exceso de esfuerzo y de ocio. Se vuelve a tensar la cuerda entre lo fácil y lo difícil, la nada y el todo, y la novela va encontrando su propia lógica, se justifica a sí misma con falsas lógicas que tienden puentes suspendidos de un hilo. Su procedimiento es la enumeración caótica, sólo que a diferencia de una de Borges, la suya no está concentrada en un solo párrafo sino que conecta a un objeto con otro, y a este con otro, por medio de relatos que son modelos de fluidez. Curiosamente, una ficción de Aira cumple con lo que John von Neumann consideraba la base de la vida artificial: un sistema que se organiza a sí mismo. Al final todas sus obras pueden parecer máscaras de la misma novela; en esto se asemejan a los bestsellers que traduce la princesa. La ridiculez de los sucesos y los nombres son a lo mejor un contrapeso -una forma de modestia- de las reflexiones asombrosas que los hechos provocan. Podrían adivinarse razones detrás del premeditado infantilismo onomástico de Aira, o creer que los nombres absurdos de no pocos de sus personajes desafían ellos también la verosimilitud convencional. Habría que ver si el humor de los miembros del jurado del Premio Man Booker, al que Aira está nominado este año, es compatible con el del autor de Cómo me reí.
Aira permanece fiel a su gratuidad, que lo mantiene cautivo en su torre con las constantes promesas de liberación que ella insinúa, y una sola ventana -la transparencia de su estilo- deja entrar la luz necesaria para iluminar una obra fantásticamente fallida. Si delira es quizá porque su devoción por la literatura lo lleva a querer ser muchos escritores a la vez. Es el desvarío elegante de un buen dibujo de Picabia, la elegancia de la desenvoltura, de la generosidad: Aira ha tenido la misma debilidad que su gurú Duchamp, la de obsequiar parte de su obra, en su caso a heroicos o atrevidos editores marginales. Lo que acaso irrita a algunos es que la arbitrariedad de su gusto siempre parece tener razón, es decir, buen ojo.
La princesa Primavera
César Aira
Emecé
120 páginas
$ 149
Más leídas de Cultura
Gratis, por la crisis. La Feria del Libro tendrá días con entrada libre para atraer a más público
En el aeropuerto de Ezeiza. Una nueva esfera brillante de Julio Le Parc se convierte en emblema de la Argentina de cara al mundo
Elena Montero Lacasa de Povarché. Murió una gran impulsora de la obra de Xul Solar