Un repaso del increíble 1986 que marcó su trayectoria e impuso varios hitos para la historia de la danza de la Argentina
La condición define al elegido, pero la determinación apuntala su trayectoria. El tiempo compacta recorridos, resume todo en un resultado final y se corre el riesgo de pasar por alto la experiencia. Una vieja imagen permite desandar el camino una vez más. Recoger pistas que presagiaban el destino de grandeza. Ese 1986 fue un torbellino para Julio Bocca. Una aventura fantástica en un momento crucial de su vida. Emociones, sacrificios, operaciones, viajes y decisiones que lo marcaron para siempre.
De esa temporada las crónicas de la época registran dos hitos para la historia del ballet de nuestro país:
- Junto con Cristina Delmagro formó la primera pareja argentina invitada por el prestigioso Bolshoi.
- Al finalizar la temporada firmó contrato como figura principal del American Ballet Theatre de Nueva York. Fue el primer bailarín que sin ser norteamericano ocupó ese lugar. Mikhail Baryshnikov, director de la compañía que reclutó a Bocca por esos días, tampoco lo había sido, ya que sus contratos eran por funciones.
Su fama se disparó un año antes, cuando ganó la medalla de oro en el V Concurso Internacional del Ballet de Moscú, junto con Raquel Rossetti. Eso le valió la invitación soviética para actuar con las compañías del Bolshoi, el Kirov y el Novosibirsk (N. de la R.: Rossetti no pudo asistir a la gira por una intervención quirúrgica y la reemplazó Delmagro).
“Aunque ya había bailado en el Bolshoi, en esta oportunidad los nervios duplicaron los que sentí en el concurso. El año pasado bailé fragmentos; y si se aprobaba o no ya no era mi cuestión. Ahora, con el homenaje a Asaf Messerer (tío de Maya Plisetskaya y maestro de toda una generación de bailarines), el público tenía otras expectativas y seguramente esperaba más. Fue muy emocionante”, describía a su regreso al país el 26 de mayo de 1986.
Moscú era un lugar culturalmente distinto y realmente lejano. No estaba al alcance de un streaming ni existía la telefonía celular. Rusia era la porción dominante de Unión Soviética y San Petersburgo todavía se llamaba Leningrado. En esta última ciudad sintió un reconocimiento superior. “Los nervios aumentaron en el Kirov –por el ahora Teatro Mariinsky-, un escenario en el que surgieron figuras como Nijinsky, Nureyev y Baryshnikov. Fue un sueño maravilloso, porque allí nos brindaron la mayor ovación”.
Ahora, a 36 años de ese viaje, y en una charla desde Montevideo, repasa: “Estaba totalmente encerrado en lo mío. Con 19 años, me invitan al Bolshoi, al Kirov... Me quedan imágenes, claro: el viaje a Lituania en tren, que duró 16 horas; la nieve, ir a Siberia, donde no había nadie en la calle, para luego entrar en un teatro lleno”.
Al ver sus fotos del regreso en Ezeiza, advierte un detalle y lo quiere contar. Necesita contarlo: “¿Te diste cuenta de que tengo puesta una alianza? Era de mi abuelo, que murió cuando yo era chico. Como mi padre no me reconoció, Nando fue mi padre. Antes de salir le pedí a mi abuela algo de él. Quería sentir que me acompañaba. Y me dio esa alianza”.
Asombra una frase que los diarios publicaron en su regreso. “Nos llamó la atención cierta indisciplina de ambas compañías (Bolshoi y Kirov). Durante las funciones algunos de sus integrantes hablaban en voz muy alta o se reían. Creo que la extrema juventud ha hecho perder algo de ese respeto famoso dentro de los elencos soviéticos”, sentenció. Curioso que esas frases llegaran de alguien que... aún no había cumplido 20 años. Hoy, a los 55, sonríe cuando le mencionan la anécdota: “No recuerdo haber dicho eso”.
Las operaciones fueron una constante en su vida tal como lo contó otra veces: las dos piernas, las costillas, las manos. Doce en total
El tema principal de conversación en el ambiente era su situación con el Teatro Colón. Seguía sin renovar contrato. En la entrevista en Ezeiza advirtió con madurez: “No firmé contrato como primer bailarín porque las condiciones no eran las convenientes. Quiero bailar en mi país, en el extranjero y perfeccionarme. Pero también deseo lo más justo para mí”. No lo sabía todavía, pero el destino le tenía preparadas alternativas.
La oferta de Nueva York y el dato que le ocultó a Baryshnikov
Poco después llegó el ofrecimiento del American Ballet Theatre (ABT). Su respuesta positiva no demoró ni un segundo. “Desde muy chico tuve que tomar decisiones. A los siete años le dije a mi madre que quería ser bailarín. Me fui un año a Caracas, entre los 14 y los 15 años. Ella aceptó todo. Pero no estaba conforme y segura al principio. Dejar a su hijo partir a otro país no era algo sencillo. Le dije: ‘Aunque no me des permiso, me voy igual’. Era tan chico que ni siquiera sabía que no podía dejar el país sin su autorización”.
Pero no fue nada simple la nueva mudanza. Hubo un detalle que no se conoció en ese momento y que le ocultó a Baryshnikov. “Esa gira rusa fue maravillosa, pero yo volví con un problema en la rodilla. Hice una función en el Ópera con el Mozarteum y después empecé los estudios para operarme”. Las operaciones fueron una constante en su vida tal como lo contó otra veces: las dos piernas, las costillas, las manos. Doce en total. Esa primera trajo contratiempos. “No teníamos la resonancia todavía -recuerda-. En esa época te inyectaban un líquido para inflamar la rodilla y ver por contraste. No salió bien…”.
Al parecer la aguja utilizada en el procedimiento no estaba esterilizada. Sufrió una infección en la articulación. Lo que debía ser apenas una intervención sencilla de 20 minutos, se convirtió en una operación de meniscos de cuatro horas. Suero, antibióticos... La recuperación que debía ser de una semana se extendió a dos meses.
Justo en ese momento llegó el llamado de Baryshnikov para invitarlo a sumarse al ABT. “Era mi compañía preferida. Llegar a trabajar con ellos era un sueño. Estaba deprimido por la operación. Las sesiones con el fisioterapista me hacían doler. Me costaba empezar los ejercicios. Pero el llamado fue un incentivo. Hablé con mi maestra y empecé. Mañana y tarde. Todo para ponerme en forma”.
Apenas estaba comenzando a recuperarse, la insistencia desde los Estados Unidos lo acorraló. “Nos llamaron otra vez y nos dijeron que querían que viaje de inmediato. No podíamos decirles de la operación. ¡Quién te va a contratar con una lesión! Entonces tuvimos que decir que no podíamos porque teníamos muchas funciones, pero que podía llegar para septiembre”. La mentira se hubiera derrumbado al instante en la actualidad. Sin información con registros en línea, los dos meses de inactividad quedaron ocultos en la lejanía argentina.
Las sorpresas no habían terminado. Al llegar a Nueva York, Baryshnikov le dijo que lo quería de figura principal del ABT. “Me acuerdo que fue un vuelo muy largo, vía Río de Janeiro. Tardamos 14 horas. El mismo día, apenas llegamos, fuimos al estudio. Yo estaba dispuesto a firmar contrato para estar en las filas. Tenía experiencia, pero no quería ir a lo más alto. Mi objetivo era llegar, claro, pero no imaginé que podía tenerlo de un día para otro. Había figuras muy importantes y la posición estaba vacía. Lo lógico es que los que ya estaban en la compañía aspiraran a ese puesto. Que venga alguien de Sudamérica y se lo quede, sin duda fue una gran presión”.
No sería ilógico sentir temor ante tamaña responsabilidad. No le ocurrió a él. Y aunque puede sonar soberbio, lo expresa de un modo que no da esa sensación: “Nunca tuve miedo. Fue entrar en un mundo en el que me sentía seguro. Tenía una coraza: el estudio de danza era mi protección”.
Los primeros días tuvieron la dificultad idiomática, que fue salvada, según dice, por el “lenguaje de la danza”. Antes de partir, en una producción especial con LA NACION había dicho: “Voy a aprender a hablar inglés a los sopapos”. Y hoy lo corrobora: “Así fue. No tuve un profesor y tardé dos años en soltarme completamente. Aprendí viendo series y películas. Con el italiano me pasó lo mismo. No soy un erudito en idiomas, pero me defiendo”.
En aquella entrevista de Antonio Tabbia también habló de su adolescencia en Munro. ¿Distinta? “Con los compañeros del barrio salíamos a colgarnos de los trenes o nos íbamos a pasear al centro. Que yo estudiara danzas no les resultaba extraño, pero sí les despertaba curiosidad. Me preguntaban por la técnica y les hacía gracia el vocabulario especializado: ‘attitude’, ‘entrechat’, ‘fouetté’, ‘pas de bourrée’, ‘pirouette’. Estaban más interesado en el lado de la acrobacia, como una forma de destreza a la que yo le dedicaba horas”.
Es que por su edad todavía estaba más cerca del adolescente que del bailarín aclamado. Aunque su mentalidad, en ese 1986 ya lo había ubicado en el camino que lo cambió todo. Curiosamente, el único posible. Ese destino era inevitable.
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