Julio Bocca: "Me fui olvidando del personaje que era para pasar a ser uno más y correrme de ese lugar diferencial"
La construcción de un personaje legendario conlleva una historia. Ésta es la del bailarín argentino más importante del siglo XX y cuenta que a los nueve meses ya caminaba. Que en una travesura propia de un deambulador, al año y medio trepó al escenario y se mezcló en plena función con los bailarines del estudio de danzas de su madre y primera maestra, Nancy Bocca. Que a los cuatro debutó oficialmente en el Teatro del Globo y que, aunque no había cumplido la edad reglamentaria, de la Escuela Nacional de Danzas pasó al Instituto del Teatro Colón a los nueve. Ya era bailarín profesional en el mayor coliseo argentino cuando lo tentó con un contrato el Teresa Carreño de Venezuela y, poco más tarde, le ofrecieron ser figura principal en Río de Janeiro. "Me convertí en hombre a los 15, porque además de estar trabajando fuera de mi país tenía que cocinar, lavar mi ropa y pagar las cuentas. No tenía ganas de perder mis raíces, pero mi abuelo me había enseñado que uno siempre tiene que luchar por lo que quiere." Nando: más que un abuelo. Un inmigrante italiano que "olía a hombre bueno" y se consolidaba como un pilar en la vida de este chico sin padre. Ahora, prácticamente no piensa en esto. Viste, en apariencia, y con holgura, el traje de un hombre sin demasiados recuerdos.
A los 50 años, Julio Bocca está plantado con otro porte frente a la vida. Pronto cumplirá una década sin bailar: 300 mil personas lo despidieron de pie aquella víspera de Navidad en la 9 de Julio donde no faltó nadie. Aunque sostiene con recelo el cerco de protección que construyó alrededor de su vida privada, está menos parco en sus formas, más seguro en sus ideas, aunque –otro refugio– prefiera decir que mucho no piensa. Mantiene también una vieja muletilla: él se expresa con el cuerpo mejor que con palabras; palabras a las que, sin embargo, aprendió a domesticar.
Sin ir más lejos, días atrás, cualquiera podría haberse sorprendido de verlo participar en tan raro contexto: en unas jornadas internacionales de negocios, disertó sobre cómo generar oportunidades y crecimiento en un país administrando los talentos. Claro, Bocca es ahora el factótum de un éxito mayúsculo en Uruguay: los colectivos en Montevideo están vestidos con la publicidad del próximo espectáculo del Sodre, el ballet nacional del que tomó las riendas y donde aplicó la experiencia adquirida tras 20 años de carrera en el American Ballet Theatre, adonde lo llevó Baryshnikov allá lejos y hace tiempo.
No es el éxito lo llamativo; ésa fue la marca de una trayectoria en la que bailó para multitudes y para reyes, en Moscú y en Nueva York. Popularizó la danza en un país al que le cuesta mucho entender que la popularidad puede asociarse con la calidad. Lo que Bocca exhibe ahora, ya no aquí, en la vecina orilla, es que lo hizo de nuevo.
–Estás cambiado. ¿Es la edad, son otras perspectivas, menos miedo a la exposición?
–Estoy más seguro de mí mismo, no estoy pendiente de lo que dirán; me controlo, sé qué puedo decir y qué no, y si hablo es porque lo siento.
–La famosa seguridad que da la experiencia.
–La seguridad que da no encerrarse en una sola idea sino ver que hay otras, conocerlas y comprender que, aunque no sea tu forma de pensar, puede ser que por ese lado funcione. Lo fui aprendiendo en mi nueva etapa como director, teniendo enfrente a 67 bailarines de diferentes nacionalidades, la mayoría jóvenes; trabajar para el Estado y aprender una burocracia… Antes yo bailaba.
–Hacías la tuya.
–Eso. Hacía la mía. No estaba todo el tiempo tomando decisiones, cambiando gente, tratando de conectar con el bailarín para que entienda, corrigiendo en este otro formato donde te contestan, te dicen, opinan… Hay que armarse y buscar alternativas, sobre todo si querés tener éxito y sostenerlo. En todo esto ayudó mi experiencia, todo lo que obtuve trabajando tantos años en compañías del mundo, con maestros y coreógrafos, compartiendo galas internacionales. Y todo esto es, también, lo que hace que me sienta más seguro, con los pies más tranquilos. Cuando el año pasado me fui del Sodre un tiempo, porque tenía previsto viajar a Italia para el cumpleaños de 70 de Lino [Patalano, su amigo, productor y arquitecto de su carrera], me di cuenta de que necesitaba tomar distancia, y demoré el regreso. Me sirvió ver desde afuera cómo estaba la compañía.
–¿Para ponerla menos personalizada en tu figura?
–Muchas veces las cosas pasan “porque Julio Bocca lo dijo” [imita la voz solemne de un tercero]. Y sí, si yo lo digo es porque quiero que se haga, pero no “porque él lo dijo”, sino porque que se trata de una necesidad.
–En el Sodre te dicen “el dictador” y vos aceptás el mote, veo.
–Es que me llaman así. Yo soy muy exigente. Vengo de una experiencia de trabajo en la que si un coreógrafo o un director planteaba algo no había una discusión de ida y vuelta sobre lo que a uno le parecía. Como exijo que lleguen a horario, subí las horas de trabajo, busco hasta el último detalle en el escenario, pido que tapen aquella luz porque desde la primera fila se ve o que estiren aquella cortina que está arrugada… Lo de “dictador” fue un comentario de un músico de la orquesta. Recogí ese guante, pero es gracioso que porque pongo límites y quiero la excelencia sea visto como un dictador. Las cosas que hago son porque amo la danza. Y la danza te exige una disciplina, ser perfeccionista, buscar más, estar en forma física, crear. A mí me gusta que el telón se levante y todo esté impecable. En Sudamérica estamos acostumbrados a ver a qué hora terminamos y eso no es el arte para mí; si te pasás cinco minutos, no jodas, ¿qué son cinco minutos?
–Cumpliste este mes 50 años, a 10 del retiro [en un gesto gracioso, pasa la mano por su abdomen, mostrándose en forma a pesar del paso del tiempo. Se ríe.]. En qué cambió la mirada de ese hombre que te hiciste “de prepo” a los 15.
–En la seguridad de la que hablábamos y en el agradecimiento. Pero sigo siendo ese niño que busca y que quiere más y a quien no le importa estar las 24 horas intentando mostrar que se pueden hacer las cosas. Sigo amando la danza, aunque valoro y defiendo el tiempo para mí. También me di cuenta de que no quiero estar gritando toda la vida. En nuestros países pedís mover esa silla o que se aprendan tal cosa, pasan tres semanas y todo sigue igual. Pero si pegás un grito, a las tres horas está solucionado. Eso no lo quiero.
–Te construiste un refugio en Uruguay, primero para el período que siguió al retiro, y luego para reinventarte como artista.
–Fue la necesidad de conquistar una tranquilidad que, en realidad, siempre tuve. Aunque me veían de un lado a otro, a mí me gustaba mi tiempo, estar solo. Fui a buscar un lugar de contacto al lado del mar, donde podía salir a caminar por la calle, bajar las energías que siempre estaban tan arriba. Bajar, bajar, bajar, para poder volver a respirar normalmente. Tuve la suerte de encontrar allá a mi pareja actual y eso me ayudó a tomar la decisión de irme. Era algo que en la vida estaba buscando y me dediqué a eso, a conocer a la otra persona. Pasé un año y medio relajado, me fui olvidando del personaje que era para ser uno más en la sociedad y no aquél que siempre ocupa ese lugar un poquito más diferenciado. Y, de golpe, cuando había logrado esa tranquilidad, empecé a sentir un vacío: quiero volver, quiero reconectarme con la danza, seguir con el trabajo que venía haciendo en la Argentina, llevar la danza a la gente. Me fui a Praga, a Moscú, a Nueva York, empecé otra vez a hacer cositas. Y en ese momento apareció la propuesta de Pepe Mujica de dirigir el ballet. Había visto al Sodre en una función triste, con la sala casi vacía… Creí que tenía la oportunidad de ayudar, a mí manera, como sé manejarme. Como una empresa privada.
–¿Cómo es que un día te llame el presidente con una misión?
–En Uruguay que te reciba el presidente puede ser algo muy natural. Todo pasa en la calle. Hasta hace poco no me había reunido con Tabaré Vázquez para mostrarle lo que habíamos hecho y saber si quiere darle continuidad al proyecto tal como está planteado. Nos juntamos. Tomó, además, mi proyecto de escuela, que la semana pasada la ministra de Cultura presentó oficialmente. Y el otro día precisaba hablar con él de nuevo y enseguida me estaba llamando. Es muy común, del mismo modo que puedo pedirle al ministro de Economía lo que preciso para un viaje.
–Bueno, sos un funcionario.
–Sí, pero con el mismo contrato anual que el resto. Soy uno más. De esa forma me gusta, porque así estamos todos igual. Volviendo a Mujica, lo raro, en verdad, fue el primer contacto para hablar de ballet con un presidente que era tupamaro.
–Entonces le dijiste: “Mire Pepe, viví 20 años en Nueva York, tengo una cabeza americana, capitalista, de gestión y largo plazo...” ¡Y con todo te dijo que sí!
–Mujica es una persona que iba al Colón con su padre, veía espectáculos, se relacionaba con la cultura. Apostó. Y el apoyo sigue. Tomaron al ballet como algo tan nacional como la selección. Salimos al mundo, traemos dinero, estamos vendiendo telones pintados a Hong Kong, alquilamos nuestras producciones (ahora, la escenografía y el vestuario de Romeo y Julieta va a Australia). Entrar en el mundo es importante para el país. Si los políticos apoyaran al máximo la cultura y la educación... ¿No sería maravilloso que todas las escuelas tuvieran danza, canto, teatro? Me imagino una sociedad mucho mejor. Es algo que uno sueña porque no tuvo la posibilidad de tener todo en un mismo lugar físico. Cuando hicimos El corsario, hace unos años, había un nenito que todos los días venía corriendo a la escuela desde Maldonado. ¡El esfuerzo que hacía! Y era de una familia humilde, aclaro, porque todavía está esa imagen elitista del ballet. Por eso insisto en que esto no es un hobby, es una carrera profesional, que implica un sacrificio, pero podés vivir y desarrollarte en ella.
–La historia de ese niño podría ser la tuya. ¿Cómo recordás esa infancia?
–Me divertía muchísimo, por más que saliera de casa a las 6.30 y volviera a las 11 de la noche. Lo volvería hacer. No cambiaría nada.
–¿Apreciabas esa soledad que ahora defendés tanto?
–Sí, claro. Siempre íbamos de vacaciones a Mar de Ajó. Mis abuelos construyeron una casa allá, a seis cuadras de la playa. Yo viajaba con ellos, después llegaban mi madre y mi hermana. Me acuerdo que a los 10 años ya me iba caminando solito a la playa y me sentaba largo rato en la arena. Siempre me gustó la soledad, no es algo que fui descubriendo. Y el contacto con el mar, una forma de energía y de pensar e imaginar. De soñar. Todavía hoy.
–En tu escena cotidiana esa contemplación recae en el río.
–Mi departamento da al atardecer, frente al golf y al río. Cuando llego a casa, a las 5.30 de la tarde, tengo el atardecer ahí, tranquilito, me desconecto de todo; pongo música o me quedo en silencio: el silencio también me gusta. A veces llego puteando, a veces, no.
–¿Qué pensás en ese momento?
–No sé si por la edad, pero últimamente estoy agradeciendo mucho.
–Vos no sos creyente.
–No, pero agradezco. Agradezco a mi vieja, la familia que tuve, las posibilidades que se me dan. Agradezco la suerte y el apoyo de la gente, cómo siempre se me ha tratado.
–Mencionas a Nancy, tu mamá. ¿Hace cuánto no vas a Munro?
–Uy, hace mucho. Mucho. Después de que falleció mamá no volví. Mi hermana sigue en Munro con la escuela de danzas de mi vieja y dirigiendo la Fundación [Julio Bocca] en el Centro Cultural Borges. La última vez en Munro, en realidad, fue bastante antes. No sé por qué, había estado todo un año diciendo que tenía que pasar Año Nuevo con mi familia. Alquilé una casa en Solanas, vinieron mi vieja, mi hermana, mi cuñado, mis sobrinos… Pasamos la fiesta, vimos el atardecer, fuimos al mar. Al año siguiente, en abril de 2014, mamá falleció. Agradezco haber sido tan cabeza dura, hoy sentiría un vacío grande si no hubiera tenido esos días para compartir con ella y charlar sobre lo que hace tanto tiempo hacía, cómo seguir enseñando y tratar a la gente joven. Era una maestra genial, muy dulce. Hice un cierre lindo antes de que ella decidiera dormirse y partir.
–“Lo confieso, recordar es algo que no me gusta demasiado…”, escribías en aquella biografía de hace más de 20 años.
–No soy de estar viviendo del pasado. Tengo cosas muy puntuales, momentos incorporados. Quizá porque siempre estuve de un lado al otro y nunca quise abrazarme a nada. Vivir era como poner un cassette: se graba, se borra, y viene el siguiente cassette.
–Pero sabemos que las cosas que nos pasan dejan marcas…
–Sí, pero no soy de aferrarme a esas cosas. En el trabajo cotidiano uno va absorbiendo las experiencias que tuvo, pero no hace las cosas exactamente igual. Yo me sorprendo de mí mismo y me alegro de querer estar abierto a escuchar, aprender y seguir buscando. De no encerrarme en lo que me enseñaron. No soy una persona de pensar mucho, igual. Me gusta ir viendo, sintiendo. No sé, nunca me pongo a hablar de cosas del pasado ni de los porqués.
–¿Cero psicoanálisis?
–Tuve mi etapa, no la voy a negar. Incluso ahora para el manejo con los bailarines contratamos una coach.
–Psicoanálisis no es liderazgo.
–No, pero cuando uno es líder tiene que estar un poquito más seguro para poder liderar. Creo que ahí está también el aprendizaje y el cambio que vengo haciendo.
–¿Cómo llevás el tema de la sombra de tu padre?
–No lo tengo presente, la verdad.
–Y la idea de la paternidad.
–Quizás la idea de crear una escuela para los niños me sale por ese lado, por la falta de contención de un padre como guía. Mi constancia con este proyecto, con el cuidado a los chicos. Pero al mismo tiempo yo ese cuidado lo tuve en una familia que me dio libertades, que me enseñó educación y respeto, y querer el trabajo como parte de la vida.
–Aquello del “príncipe y mendigo” qué construyeron alrededor tuyo, ¿cómo te resulta hoy?
–Igual que en esa época, me parece muy graciosa la comparación. El príncipe en escena y fuera de ella, el mendigo, esa persona que lucha todo el tiempo, contra viento y marea, un poco en esas sociedades donde por ser bailarín te relacionaban con algo… Igualmente a mí siempre me resultó muy cómico el título de ese libro. Fueron cosas que por un lado me daban ganas de hacer y por otro iban en contra de ese deseo mío de preservar mi vida privada. ¡Pobre Braceli [Rodolfo, coautor de la biografía], cómo sufrió conmigo!
–Ahora sería mucho más fácil para vos un proyecto así.
–Sí, puede ser. Quiero armar un documental con mis videos, desde mi punto de vista, sobre cómo me sentí y fui viviendo. Es una idea que está en estado de vuelo, todavía. Sería algo real para dejarle a la gente joven, para que se conozca lo que hice por la danza. En los Estados Unidos, por ejemplo, los jóvenes no saben quién es Baryshnikov.
–¿Eso no es un prejuicio?
–No tienen idea. Ni en Nueva York. Están con otras cosas, otros ídolos. Habría que preguntarles acá quién es Nureyev, quién es Nijinsky.
–Estás triunfando con la compañía oficial de un país que no es el tuyo, adonde llevás adelante un proyecto de escuela que nació acá, pero no pudo ser. Sin embargo, no terminás de despegarte: cuando una crisis en el Colón te invoca, admitís que en algún momento te gustaría ocuparte. Y que estás para ayudar.
–Se lo dije antes a Maxi [Guerra] y ahora a Paloma [Herrera]. Yo estoy para ayudar. En lo que se necesite.
–¿Pero por qué no salís a comerte la cancha?
–Porque no estoy acá, no sé si podría volver a vivir en una gran ciudad. Tengo mi pareja, sería cambiar nuestra vida, y esto lo quiero defender. Antes defendía mucho la danza, ahora quiero defender mi vida. Puedo ayudar, podemos tener una relación y no voy a negar que me gustaría dirigir el Colón: fue mi casa.
–¿Soñás entonces con una revolución como la del Sodre?
–Ojalá la pueda hacer Paloma, no hay que esperar a que venga yo. Que esa revolución se haga ahora. Uno puede ser el mejor director, pero si tiene una oposición excesiva, no se puede. El carro lo tiramos entre todos. Yo allá tengo el apoyo de presidencia, de ministros, de la prensa, del público; los bailarines lo ven y, entonces, quieren el cambio, trabajar, hacer funciones. Salimos de gira, vienen maestros, buenos coreógrafos. Con ese carro sí se puede, va más livianito; de otro modo, aunque haya talento, no. Lo que yo no entiendo es esa cosa de tener siempre que empezar de cero de los países latinoamericanos…
-Resuelto a poner una compañía latinoamericana entre las diez mejores del mundo, te pusiste la camiseta del superhéroe.
–Superhéroe, no. Pero, ¿cuántos bailarines argentinos hay en el mundo? ¿Y por qué no están en el Colón? ¡Imaginate esa compañía! Hay que tomarse en serio la cultura, salir a representar un país con mucho más que buena carne, vino y fútbol.
Bio
Profesión: ex bailarín, director del Sodre
Edad: 50 años
Es el bailarín argentino más importante del siglo XX. Integró por 20 años el ABT de Nueva York, adonde Baryshnikov lo llevó cuando era un adolescente. Bailó en los principales escenarios del mundo y popularizó la danza en la Argentina.
Lo que viene
Hamlet ruso, filosofía y pasos
La obra del coreógrafo Boris Eifman (Rubtsovsk, 1946) con la que Julio Bocca se despidió de San Petersburgo y que bailó, luego, en 2005 en el Luna Park, es la que desde el 10 de mayo devolverá al Ballet del Sodre al teatro Ópera de Buenos Aires. "Es un título que casi nadie tiene -observa el director, haciendo la salvedad de Lituania y el Bolshoi-, que a la compañía le queda bien y permite un desarrollo artístico y técnico." La obra se centra en el príncipe Pablo I de Rusia y en la lucha por el poder entre la emperatriz Catalina la Grande y su hijo. Visto a través de la mirada filosófica que este coreógrafo quiere imprimir como sello a sus producciones, un Hamlet que repara en la forma en que el poder político corrompe las relaciones humanas.
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