La vida descalzo
En su texto el autor observa que la playa es, a la vez, lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia
Lasplayas más puras nunca son más puras que la arena que las constituye, y la arena es cualquier cosa menos pura. Está hecha de desechos: sobras de rocas, arrecifes, corales, huesos, conchas, valvas, caracoles, pescados, plancton. A esa impureza ancestral, uno solo de cuyos granos, examinado en su tamaño, su forma, su textura o su composición por un sedimentólogo moderadamente sagaz, permitiría reconstruir el lugar del que procede y el tiempo y los procesos que lo llevaron hasta una costa determinada (se calcula, por ejemplo, que la arena de Miami tiene trece mil años de edad), Villa Gesell agregaba otra, ya no geológica sino cultural, y más de uno dirá inconfundiblemente argentina, que hacía coexistir dunas con mermeladas de rododendro, Land Rovers de la guerra descalabrados con canciones de protesta calcadas de Georges Brassens, calles de tierra y plumeros con sandalias de cuero trenzado, playas tan anchas que a pleno sol era imposible cruzarlas descalzo con bares hip como La Jirafa Roja, carnes de jabalí con cielos de un azul impasible que duraban semanas, centros de perdición infantil como el Combo Park –con sus mesas de ping pong, sus metegoles de hierro, sus flippers, sus canchas de bowling automáticas y sobre todo su sistema de cospeles, primera moneda de uso infantil y primera noción general de equivalencia económica, que los chicos compraban por su cuenta a empleados apenas uno o dos años más grandes que ellos, siempre malhumorados– con cantautores sensibles ("Era la tarde / la tarde cuando el sol caía / la tarde cuando fuiste mía / la tarde en que te vi, mi amor"), hoteles residenciales regenteados por familias croatas con chicas a go-gó, ancianas alemanas que ya entonces –corrían los sangrientos 70– reivindicaban los derechos del animal con rockeros de pecho hundido y costillas marcadas, duchas a la intemperie con varietés noctámbulos como La mandarina a pedal o Nacha de noche. Y si esa incongruencia pudo ser posible, si hoy es, digan lo que digan sus detractores –en primer lugar los gesellinos de la primera hora, esos profesionales del desconsuelo–, lo más parecido a un estilo Gesell, es porque no hay geografía más en blanco, más dócil, más susceptible de reescrituras arbitrarias que la geografía de la playa. Puede, pues, que no haya hoy en todo Villa Gesell un solo lugar digno de llamarse virgen. Puede que el paraíso Gesell, como todos, sea un paraíso perdido. Pero nadie que vaya a Gesell –no importa si invocando los goces de la naturaleza o los de la cultura– podrá negar después, una vez que ha vuelto, que lo que le dio verdadero sentido a su viaje, aun cuando la revelación sólo durara un instante, fue precisamente algo del orden de lo perdido. No sé por qué, buscando qué mito de origen, va a la montaña la gente que acostumbra ir a la montaña. Sé que los que vamos a la playa –a Villa Gesell como a Cabo Polonio, a Punta del Este como a Mar del Plata, a Florianópolis como a Mar del Sur, a Cozumel como a Goa– vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribirlo.
La playa es a la vez lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia.
Antes –pero quizá también después. Porque la playa, espacio escatológico por excelencia, reúne en su fisonomía de tabula rasa los valores de una era primitiva, previa a la historia, y todos los rasgos de un escenario póstumo, que una catástrofe natural o el zarpazo de una fuerza aniquiladora habrían reducido a lo más elemental: un paisaje de restos y escombros microscópicos. La playa es a la vez lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia. De ahí que "virginidad", idea demasiado fechada, demasiado irreversible, no sea la palabra más conveniente para describir el anzuelo imaginario con el que sigue buscando capturarnos. Tal vez sea mejor hablar de desnudez. La playa, como el desierto, es un espacio desnudo, y es ese despojamiento radical –antes que un mayor o menor índice de primitivismo o de naturaleza– lo que la distingue de la selva u otros emblemas canónicos de la virginidad. La diferencia no es tanto natural como estética, o incluso de régimen de significación; que la playa –es decir, esencialmente, un territorio compuesto de mar, costa y arena– sea minimalista no significa que sea muda, ni siquiera que sea lacónica: la playa murmura y habla, sólo que en ella fondo y figura, soporte y trazo, parecen indistinguibles, como si estuvieran hechos de un mismo material y compartieran una misma naturaleza. Fruto de una acción inmaterial, la que ejercen sobre el mar y la arena las fuerzas del viento, el sol y las nubes, los trastornos de luz, de forma y de color, el aumento o la disminución del oleaje, los cambios de dirección en el movimiento del agua y todos los signos típicos de la playa tienen algo trucado, un cierto carácter de ilusión óptica, como si lo que los produjera no fuera algún agente exterior, como la tiza que traza la línea sobre la pizarra, sino el mismo plano del mar o de la arena al plegarse sobre sí mismos.
Fragmento de La vida descalzo, publicado por Literatura Random House, en 2018.
El libro
Reflexiones e imágenes se entremezclan en La vida descalzo, trabajo autobiográfico que el autor de El pasado, Historia del dinero, El factor Borges y Wasabi, entre otros libros, publicó a fines de 2018. Entre muchos atributos de la playa, la gran protagonista del volumen, Alan Pauls dice en base a su experiencia personal que es un lugar donde se sueña mucho (y en continuado, como en los viejos cines), se sueñan sueños que bien podrían ser una película completa.
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