La voz inconfundible del viajero
A propósito de su última novela, La belleza del mundo, (Seix Barral) Héctor Tizón habla en esta entrevista de los mitos que los escritores reelaboran una y otra vez y del carácter universal de las narraciones vinculadas entrañablemente con un lugar. Además, se refiere a la influencia decisiva que tuvo Almas muertas de Gogol en su obra. Como el autor ruso, trata de acercarse de un modo risueño, irónico y tierno a sus temas, con una sonrisa de Mona Lisa, para no llorar ante la orfandad y el dolor humanos
Algunos vuelven a la escena del crimen. Otros, los escritores por ejemplo, suelen volver a los lugares del pasado siguiendo el invisible hilo de Ariadna de la curiosidad o la melancolía. Y en ese camino hacia atrás, donde el único crimen visible es la erosión del tiempo, con algo de suerte puede encontrarse el germen de una novela.
Le ocurrió a Héctor Tizón. Un buen día, en la ciudad donde hizo sus estudios de derecho, se dijo a sí mismo que hacía cuarenta años que no iba al barrio donde estaba el altillo que habitó en su juventud y donde quedaba el recuerdo fantasmal de una muchacha. Ya no estaba en la esquina la lechería (esos locales con mesa de mármol "donde la gente se reunía a tomar leche... o caña"), pero sí la farmacia que pertenecía a los padres de la chica. No pudo evitar entrar. Sonó la campanilla. Y entonces de los fondos del local, como si el trabajo de las décadas la hubieran evitado por milagro, surgió ella, idéntica al recuerdo.
"Me quedé paralizado, me tuvo que preguntar dos o tres veces qué quería --cuenta el narrador--. Pedí dos rollos de venda y partí sin preguntar nada sobre su madre. Pero no pude evitar la intriga: qué pasa cuando el tiempo transcurrió para uno y vuelve a ver, o cree ver a otra persona, que está exactamente igual."
Una escena similar se encuentra en las últimas páginas de La belleza del mundo, la nueva novela de este novelista, creador de casi una veintena de libros que le valieron, el año último, un homenaje (por cierto, infrecuente) que empapeló con su sereno rostro de bigotes muchas carteleras de Buenos Aires.
Jujeño, habitante de Yala, a pocos kilómetros de San Salvador, ex diplomático, juez de la corte suprema de su provincia, hombre que conoció los sinsabores y la miseria del exilio, Tizón habla con entusiasmo de su última obra. Asegura que nunca está conforme con sus libros, porque todo autor está destinado al fracaso, pero admite que algunos, según la experiencia que los prohijó, le son más queridos que otros. No es difícil adivinar, detrás de sus palabras, que La belleza del mundo forma parte de ese grupo selecto.
"Uno va a escribir siempre el mismo libro, pero tratando de ir yendo hacia las últimas capas de la cebolla. Lo que hay que hacer es esmerarse en contar el mito de la mujer de Lot, pero de otra manera", dice para explicar por qué La belleza del mundo ahonda aún más, si fuera posible, ese estilo inconfundible y seco, cada vez más depurado, cada vez, se diría, más silencioso.
Desde los relatos de A un costado en los rieles, publicado en México en 1960 y que hace un par de años tuvo su merecida reedición argentina, pasando por Fuego en Casabindo, La casa y el viento, La mujer de Strasser o Extraño y pálido fulgor, por citar un puñado de ejemplos, Tizón fue construyendo un mundo narrativo en que el discurso, como un río manso, va puliendo con simplicidad las palabras, esos guijarros que yacen en los bordes y el fondo del lecho del lenguaje. Un paisaje reconocible, polvo y luz, hombres que parten y retornan, las elementales pasiones humanas pueblan sus relatos. Pero en los libros de los últimos veinte años las señales de localización son cada vez más tenues, los nombres cada vez más anónimos, las coordenadas temporales cada vez más difusas.
Con su arquitectura y sus vocablos de engañosa simpleza, La belleza del mundo cumple con esas consignas. Es una de esas fábulas que parecen resumir el mundo, una odisea moteada de epígrafes homéricos.
Un joven apicultor es abandonado de manera inesperada por su joven mujer y entonces se lanza a una travesía de expiación que lo lleva al mar, a la deriva y a un tardío regreso al pueblo natal. Los relatos, dice Tizón, son los mitos fundantes contados una y otra vez.
"El del viaje, ya sea real o imaginario, es una de las más grandes metáforas de la vida. No sabemos si existió la guerra de Troya, si el viaje de Ulises existió o no. Hay ocho Troyas superpuestas, un trabajo de siglos. Pero sí sabemos que el hombre que se va, vaga por el mundo para expiar vaya uno a saber qué culpa y que después de muchos trabajos, tanto como los de Heracles, regresa a Itaca, estuvo siempre ahí. Y hay algo muy curioso en las viejas fábulas, siempre tienen happy end. Jasón termina encontrando el vellocino de oro. Ulises vuelve, se reencuentra con su mujer y mata a los pretendientes. Robert Graves --lo conocí y era muy maligno-- decía que en realidad Penélope no fue tan fiel como quiere la leyenda, que los pretendientes fueron favorecidos. Pero eso carece de importancia. Cuando pasan los siglos queda lo fundamental."
El apicultor, a secas, que en algún momento se hará llamar Lucas --como en Extraño y pálido fulgor el personaje adoptará un anónimo Juan Fernández-- parte y cuando vuelve después de innumerables años no es reconocido por su imagen, sino por su voz, aquello que ningún hombre puede ocultar. El timbre, indisimulable, parece ser una metáfora de su propia literatura, que se reconoce en el fraseo, en esos rastros de oralidad que campean en todas sus novelas.
"Las señas de identidad --explica Tizón-- están en los intersticios. Poner referencias concretas acarrea el peligro del color local. ?Toda literatura es provinciana --decía Fellini--. El que no puede ser provinciano es el crítico.´ Y es cierto. Toda literatura es de un lugar, lo que le quita todo sustento a las discusiones sobre literatura nacional o internacional."
Sin embargo, hubo una época, la de las primeras obras, en que las referencias eran más directas. Hasta qué punto la propia experiencia personal se refleja en ese rasgo de estilo lo explica Tizón: "Esa falta de referencias es una consecuencia del exilio. Cuando vivía en España, creí que no iba a regresar más, que tenía que convertirme en español. Pensé que me podía pasar lo mismo que a Cortázar: escribir sobre un mundo que se me iría de las manos, que ni siquiera iba a hablar como yo lo escuchaba hablar en mi memoria".
La casa y el viento (1984) fue un poco la despedida a ese mundo y la primera de las novelas que ya no están localizadas es El hombre que llegó a un pueblo (1988), publicada cuando Tizón ya estaba de vuelta en el país, en su Yala natal.
Así como los nombres geográficos o los de los personajes comenzaron a borrarse o diluirse, lo mismo ocurre con el tiempo. Puede deducirse en qué época transcurre La belleza del mundo (Laura, la mujer, escucha por ejemplo música en una vitrola, las canciones responden a un lejano período) pero, a medida que avanza en la lectura, uno lo olvida, queda suspendido en un tiempo inmemorial.
"Transcurre más o menos en la misma época en que transcurre Extraño y pálido fulgor, entre los años treinta y los cincuenta --confiesa Tizón, un poco a regañadientes--. Debe de estar relacionado con algo muy simple: es la década en que comenzó mi vocación por la literatura."
Su literatura observa esa paradoja de la buena literatura: es de provincias y profundamente universal. "Hablar de escritor del interior es una etiqueta de profesores de literatura sin imaginación. En Francia, mi editor, cuando tenía que hacer una gacetilla, me preguntaba qué significaba. Con su mirada racional, muy francesa, se preguntaba: ¿Qué es el interior? ¿Qué es Flaubert sino un escritor del interior? ¿Y Cervantes, que es de La Mancha, un territorio mucho más pequeño que Jujuy, con el cual le basta y le sobra? Todo escritor --mientras no sea superficial o frívolo-- es del interior."
A Tizón le gusta citar a Raúl Galán, el poeta que también vivió en Yala y que afirmaba: "En un pueblo pequeño uno ve a los siete pecados capitales caminando por la calle con nombre y apellido."
"Todo escritor está atado a un lugar y a su experiencia. Aunque quiera solaparlo, en algún momento va a mostrar la hilacha. Pensemos en escritores del exilio voluntario de los alegres años veinte, en Hemingway. Por más que introduzca en sus cuentos una palabra francesa o hable de la rue Mouffetard, es un americano provinciano del medio oeste. Nadie puede dar un paso más allá de sus zapatos. Un escritor refleja su lugar."
El lugar es, también, la literatura. En Tizón las influencias podrían ser obvias (de Faulkner a Rulfo), pero en su conversación el escritor jujeño habla con naturalidad de Babel, de Hermann Broch o de Stendhal, otro ex diplomático que admiraba la prosa del código napoleónico. ¿Cuáles considera él sus influencias? "Los críticos menos astutos dicen Rulfo, que fue amigo mío cuando vivía en México. Otros hablan de José María Arguedas, aunque eso se relaciona con que escuché las primeras historias de boca de mis niñeras indígenas. Pero hay otra influencia que nunca nadie nombró y que es mi verdadera influencia: Gogol. Y sobre todo Almas muertas. Me gusta ese acercamiento irónico, risueño y tierno, con una leve sonrisa de Mona Lisa para no llorar ante la orfandad y la desgracia humana."
Nicolai Gogol, el ruso que se volvió loco, que quemó la segunda parte de la novela y se lanzó al mundo a viajar, como dice Tizón, sin orden ni concierto: de Dresde a Napoles, de Napoles a Gante. Tal vez porque, antes de que lo expresara Maurice Blanchot, y tal vez Tizón concordaría, "quien escribe está exiliado de la escritura, ésa es la patria en que no es profeta".
"De todos los artistas, suponiendo que lo seamos, sólo los escritores sentimos esa sensación de fracaso --reflexiona--. En algún momento de nuestra vida queremos ser otros. Gogol cree que no tiene nada más que decir, que en lo que ha dicho se ha equivocado, y le confiesa a un amigo que en realidad quiere ser historiador. Tostoi, a los 80 años, se manda a mudar de Yasnaia Poliana porque quiere dedicarse a elaborar leyes agrarias. Malraux prefiere ser político, con lo cual la literatura pierde un gran escritor y la política no gana nada. Flaubert ridiculiza en Bouvard y Pécuchet la propia obra literaria. Kafka ordena a Max Brod que queme su obra. Su último cuento, "Josefina la cantante", es maravilloso: la protagonista se queda afónica, no canta más."
Tal vez en esa trágica tensión radique la belleza del mundo, que es también añoranza. Por escribir, el autor deja a un lado la propia vida. Y acaso por eso Tizón, "a su edad provecta", como dice con ironía (tiene jóvenes 74 años), admite que aunque sigue escribiendo entre sentencia y sentencia, ya casi no lee ficción. A los autores jóvenes dice no entenderlos ("No sé desde qué lugar escriben. Prefiero conversar con mis nietos") y por eso prefiere a los clásicos y entre los clásicos al inextinguible Herodoto: "Ranke decía: ?La historia es la descripción de lo que uno ve´. Es, me parece, la mejor definición de la locura. Sólo un loco cree que lo que ve es la realidad. En cambio Herodoto mezcla todo: lo que ve, lo que no ve, lo que se imagina, los chismes. Es simplemente una fiesta".
Más leídas de Cultura
La historia de Billiken. Nostalgia, recuerdos entrañables de la infancia y diferentes formas en las que una revista te puede cambiar la vida
Lectura y escritura. 20 frases destacadas para compartir en el Día del Libro
La llamada de los ancestros. Desde Perú, Pinta PArC conecta con una tendencia global