Las claves de María Elena Walsh
La creadora de Manuelita y de esas deliciosas canciones con las que generaciones enteras de chicos argentinos aprendieron a gozar de la música y de la fantasía cumplió ayer 70 años. Sus creaciones no se han limitado al público infantil, ni su tono al humor poético. En períodos difíciles, su voz se alzó valiente para recordarnos la dignidad perdida. En este diálogo, a modo de homenaje, le pedimos, precisamente, que recuerde.
LA consigna era que María Elena Walsh hablara de las cuestiones centrales de su vida. De los puntos clave y también de los otros, los clavos, esas oscuridades que sirven para entender la obra de los artistas, aun de los luminosos. Ese propósito se cumplió sólo a medias: de modo inesperado, la señora Walsh, autora de poemas que niños y adultos saben de memoria, empezó y terminó esta charla hablando de música. De la música en los comienzos de su vida y de la música para comenzar el siglo, con el anuncio de un proyecto que sorprende escuchar cuando se va a entrevistar a una escritora: crear una escuela... de música.
En el medio, María Elena recordó a Brassens y a Jacques Brel, evocó el sonido del arpa que hechizaba a su madre y la bella caligrafía musical de su padre, habló del tango y de los Beatles. Contó cómo la emocionó escuchar el primer concierto de Martha Argerich, cuando la pianista, de apenas cuatro años, sólo era Martita, y rió con aquella declaración de la intérprete ("El problema es que solfeo un poco mal"). La música dominó la conversación como, en cierto sentido, domina también su obra, aun aquellos textos que no escribió para que fueran cantados. A los 70, Walsh parece llena de alegría, de vida y de recuerdos a pesar de los pesares que, con elegancia, evita mencionar.
-Una cuestión clave fue haberme criado con música. Ese período, por suerte, fue bastante largo, ya que se prolongó desde mi nacimiento hasta la adolescencia -comienza a contar, esforzándose por respetar la idea argumental de esta nota-. La música se practicaba en mi casa. Mi papá y mi hermana tocaban el piano. Mi papá también tocaba la mandolina y el cello. Tocaban música clásica y popular. Mucho vals, alguna zamba. Mi padre era un buen pianista casero. Leía música y escribía con una caligrafía perfecta. Era un copista extraordinario. A mi madre, más criolla, le gustaba cantar música popular, algunos tangos. Le encantaba la música paraguaya, con el arpa, que le parecía tan dulce. Además, se escuchaba mucho la radio, las óperas que transmitían desde el Colón. Era una de esas radios ropero que alguna vez había tenido la victrola arriba, pero ésta había desaparecido. De modo que en mi casa no había discos, pero sí esa música en vivo y esa música cantada, en serio o en broma. Algún tanguito, alguna melodía popular que circulaba en las emisoras. A medida que pasa el tiempo y veo cómo se van criando los chicos, con las distintas comodidades, con todos los cambios que hubo en el siglo pasado creo que tuve un "bien de cuna" extraordinario.
-¿Nunca la llevaron esos comienzos a querer treparse al piano?
-Lo intenté varias veces, pero no hubo caso. Lograron sí hacerme estudiar bellas artes. Mientras estaba allí adentro, dibujaba y pintaba, pero después eso no se transformó en creación. En cambio, la música quedó muy profundamente y tiene mucho que ver ese comienzo con lo que hice después: ligar las palabras con la música. Yo consumía mucho versito, mucha nursery rhyme en inglés. No creo que me contaran cuentos, pero vale una cosa por la otra. Lo importante es que el chico reciba ayuda de ese tipo de estímulos: el contacto humano de hacerle una broma, cantarle un cantito, incitarlo a completar una canción... Ni ruidos ni pantalla exclusivamente, aunque no tengo nada contra ellos.
-¿Cree verdaderamente que esos primeros años la determinaron para siempre?
-Lo importante en un ser humano es lo que mama en sus primerísimos años de vida o desde el vientre materno, la calidad de lo que puede absorber en ese momento. Creo que todo músico importante -en el sentido de su carga, de su tradición- casi siempre ha salido de familias que, si no se dedicaban a la música, lo estimularon mucho en ese sentido. Cuando uno entra en la escuela primaria, ya va o equipado o desprovisto. De elementos culturales o lo que sea, lo que su familia pueda dar. Y ni el nivel social ni el económico tienen nada que ver con eso.
-Puede ser una familia rica...
- ...y estúpida, cosa nada infrecuente. O puede ser una familia pobre de toda pobreza, pero que no se pierde la fiesta con la chacarera, el baile en el patio de tierra, con el chico tocando la caja.
-Tuvo, entonces, una infancia feliz.
-Fue una infancia feliz y muy rica. También había enormes peleas, porque yo tenía un montón de hermanos con los que podía canalizar todas las agresividades, las bromas...
-Usted era la más chica de la familia...
-Sí. Es muy útil para el hermano menor. Le pegás una trompada a un tipo de veinte años y no le pasa nada.
-¿Su familia era una familia de clase media?
-De clase media. Había que trabajar y más tarde hubo que soportar una situación de pobreza, porque esa condición de clase media se derrumbó con la muerte de mi papá, que ocurrió cuando yo tenía 17 años. En mi primera juventud tuve que vivir con muy poco. Tenía que trabajar, sí o sí. Lo que me gustaría decir, porque para mí es muy importante, es que siempre viví, al principio con dificultades, exclusivamente de los derechos de autor. Salvo alguna incursión, que no considero para nada denigrante, en la publicidad. Todo dentro de la misma tónica, nada denigrante, nada de lo cual uno deba arrepentirse. Tengo la grata sensación de que la gente me fue manteniendo. Es la mejor manera de hacer una fortuna, pequeña o grande: no se explota a nadie, no se degrada a los demás, al contrario, cada cosa que uno hace es una fuente de trabajo para un montón de gente. Esto nunca se tiene en cuenta, se trabaja con la cultura. ¿Cuánta gente vive de un disco que tiene éxito, desde el que diseña la tapa hasta el que fabrica el cartón? Lo que el autor gana es el mínimo de los mínimos frente a todo eso. Pese a lo cual, a mí me ha ido muy bien, cosa que es de agradecer. Detesto a la gente que me dice: "Uy, la carrera que habrías hecho en el extranjero..." No me interesa en lo más mínimo nada que sea exportación.
-Sigamos con los momentos cruciales...
-Los viajes de mi juventud. Primero a Estados Unidos, después a Europa. Yo no fui a la Universidad ni hice ningún estudio disciplinado, pero creo que para eso viajé. Aprendí muchísimo yendo a los grandes conciertos, recorriendo museos y muestras de artes plásticas, con gente de una esfera especial.
-¿Fue entonces cuando conoció al poeta Juan Ramón Jiménez?
-El me invitó al primero de esos viajes, a Estados Unidos [N. del R.: entusiasmado con el libro juvenil de poemas Otoño imperdonable , cuya publicación financió la autora]. Fue un descubrimiento de muchísimas cosas.
-¿Cómo decidió el segundo viaje, el europeo?
-Todos nos vamos a Europa y no por nada especial, sino porque para eso somos jóvenes. Además, nosotros salimos disparando del peronismo a principios de los años 50. Fue una época gris, de mucho ahogo, de mucha falta de expectativas, aunque uno ahora no quiera cargar las tintas. Yo ya era "famosísima"... en los círculos literarios. En La Nación empecé a publicar a los 15, 16 años.
-¿Qué le enseñó París?
-Cuando llegué a París, no sólo fui a los conciertos. Conviví con los grandes cantantes y autores. A mí me interesaba mucho Charles Trenet, que estaba cambiando la canción europea. Y, detrás de él, sus hijitos: Georges Brassens, Jacques Brel, Barbara, Aznavour... A la que más traté, porque vivíamos en el mismo hotel y ella tocaba el piano que teníamos en el cuarto, fue a Barbara, una mujer muy encantadora, muy loca. Y a Brel también, porque trabajábamos en el mismo lugar. A Brassens menos, porque era intratable.
-¿Demasiado loco?
-No, era reservado, como muchos franceses. De esos que no te hablan, no te saludan. No sé, es otra genética. Pero lo que hacía era fantástico.
-Con ellos nació la generación de los cantautores, ya que, antes, el cantor interpretaba temas de otros. ¿Al conocerlos comenzó a pensar que usted podía hacer otro tanto?
-Sí, puede ser. No lo vi como un camino para la poesía, porque la poesía es otra cosa, pero sí para el ejercicio de la versificación ligada a la música y después llevada al escenario. El arte de la versificación se ha perdido por completo. No le pregunte a nadie hoy qué quiere decir eso, aunque es muy difícil hacer canciones sin saber versificar. Salen así esas cosas deformes que consumimos, que también suelen proceder de letras anglosajonas mal traducidas. Porque tanto los Beatles, como Bob Dylan o Cat Stevens escribían muy bien. Ellos sabían. Y cómo sabían los nuestros, la galería de nuestros grandes letristas de tango, de la que excluyo a Discépolo. Habrá sido un señor del show, muy respetable, pero no está a la altura de la poesía de Celedonio Flores, de Cadícamo, de Manzi.
-¿Ese rechazo de Discépolo tiene algo que ver con su ideología?
-No, no es eso. Técnicamente, espiritualmente o como quiera llamarlo, es un rechazo hacia su supuesta poesía. En cambio, me interesa mucho la de mi querido Cadícamo... Yo creí que pasaba el puente. Pero estuvo muy bien hasta el final. Se enfermó y se murió. Un "dandy". Como era en la vida.
-Muchas de las canciones que usted ha escrito se pueden leer muy bien como poesía. ¿Qué diferencia hay?
-Usted puede pensar que eso es poesía, pero la poesía, como género, es algo que se ejerce en total libertad. De ideas, de forma, de sensaciones, de hermetismo. En cambio, una canción tiene que ser más sencilla, más directa. Por eso digo que me pareció maravilloso llevar ese oficio a la canción, un género menos complicado en cuanto a su carga de profundidad.
-De repente, cuando se presentó el dúo que integraban usted y Leda Valladares, pasó a ser una celebridad poética con poncho y vincha.
-Bueno, eso fue por la necesidad de trabajar, que es muy sana en la vida. Los escenarios requerían una "producción". Si no era poncho, iba a ser un traje largo de lentejuelas. Entonces, de caraduras, hicimos una fantaisie américaine , de Brasil, de Venezuela.
-¿Dónde fue eso?
-Fuimos, en París, a un lugar escandinavo, un restaurante con show . La patrona nos dijo: "Vengan y canten. Si le gustan al público, yo las contrato". Y gustamos con locura. Era un lugar exótico porque había una cantante danesa, un pianista inglés, una bailarina exótica de atuendo colorido... Todo lo que fuera así, pintoresco, les gustaba. Ahí trabajamos bastante tiempo.
-El éxito siguió...
-Sí. El público nos adoptó. Después, pasamos a dar un examen en L´Ecluse. Ese era un sitio muy clásico, un café concert, un lugar muy chiquito sobre el río, decorado como un barco. Una vez por mes había una audición de "nuevos valores". Ahí se presentó Brel, aterrado. Y Barbara y nosotras. Lo llamaban algo así como "club de ensayo". Los que eran contratados allí ya tenían un sello de garantía. Si uno había trabajado en L´Ecluse, estaba todo bien. Y nos contrataron.
-Usted volvió después de la caída de Perón, a fines de la década del 50. ¿Cómo fueron esos años?
-Si hablamos de hitos en mi vida, ése es otro momento para señalar, porque entonces escribí la mayoría de mis libros para chicos y empecé a hacer teatro para niños, que también tuvo mucho éxito.
-¿Por qué pensó en los chicos?
-No sé por qué. Quizás porque era un género que me daba más posibilidad de juego. Quizás era algo muy viejo, algo que yo quería reconstruir. Algo que, de alguna manera, no está desvinculado del folclore, de lo hispanoamericano.
-Hoy, el modelo en que se mira un autor dedicado al público infantil, es usted. Pero usted ¿en quién se miraba?
-Los modelos que teníamos, en castellano, eran muy escolares, muy severos. Yo encontré modelos en inglés, en Lewis Carroll, claro, y también en ciertas cosas humorísticas del folclore. Entre nosotros, el humor de la copla popular no llegaba a los chicos, no sé por qué.
-Al escribir ¿en qué chicos pensaba?
-Pensaba, y pienso todavía, en los más chiquitos. La edad preescolar es la que más me atrae, porque son más permeables al juego, porque han descubierto hace muy poco el idioma.
-Usted se había ido del país como una promesa literaria y volvía como una cantante popular. ¿La entendieron enseguida?
-Bueno, cuando uno vuelve, vuelve a asumir su "nadiedad". Siempre. Uno vuelve y no es nadie, de lo que hizo afuera no hubo nunca noticia. Entonces nosotras no éramos nadie. En la radio no cuajábamos. Les parecíamos raras, intelectuales. No gustábamos a los empresarios, a los programadores, porque el folclore que hacíamos no les resultaba creíble, el folclore tenía que estar hecho por cuatro gauchos. Nos manejábamos trabajando en centros culturales. Pero existía la dignidad de que te pagaban. Poco, pero te pagaban. Y esto lo digo con doble intención...
-La canción infantil sirvió para elevar a una potencia desconocida su cantidad de público.
-Claro. Lo que pasa es que, cuando uno tiene las puertas cerradas -algo de lo que ahora nos quejamos mucho- hay que abrírselas. De manera privada, pequeña, o como sea. Me gustó la idea de hacer teatro para niños. Había que luchar contra la burocracia del Teatro Municipal San Martín, para que nos dejaran actuar. A principios de los años 60, las salas estaban vacías, era un lugar muerto. En ese momento estaba en manos de los gremios, creo. Al final, dando muchas vueltas, conseguimos una autorización. Inauguramos, prácticamente, la sala Casacuberta, y empezó a ir gente. Y, además, qué gente. La primera fue Victoria Ocampo, en el estreno para la crítica de Canciones para mirar . El crítico de arte Julio Payró, Pepe Bianco, gente de La Nación que yo conocía, posiblemente Octavio Hornos Paz, todos estaban entusiasmados.
-¿Desde el comienzo el espectáculo sedujo a los niños?
-Sí, conseguimos que alguien de la Secretaría de Cultura nos trajera a chicos de los asilos. Era maravilloso. Cantaban a coro "La pájara pinta" y las demás canciones.
-Pero el éxito nunca llegó en la televisión.
-María Herminia Avellaneda nos llamó para hacer algunos programas, pero enseguida los levantaron. Después, escribí una telenovela, De todo corazón , que nunca fue un éxito. Los "capos" se quejaban de que no tenía rating. En esos tiempos la gente era muy distinta. Vos no estabas desesperado por el éxito. Si venía, era maravilloso, pero si no venía, también. Uno continuaba, tratando de producir otra cosa. Lo principal era que, de algún modo, había que hacerlo. Yo tenía ganas de hacerlo.
-¿Otro punto importante fue su aún famoso artículo periodístico sobre el país-jardín de infantes, durante la dictadura militar?
-Sí, esas cosas surgen cuando uno se da cuenta de que tiene cierta presencia, cierta autoridad como para decir: "Señores, yo sé que ustedes piensan eso. Bueno, lo voy a decir yo".
-¿Usted pasó toda esa época en la Argentina?
-Yo estuve siempre acá. El único año en que me fui y que pasé casi todo en España, fue el 74, porque ya no aguantaba los muertos. Ya no podía con más muertos. Nos hemos olvidado un poco, pero desde 1973 fue una cosa terrible. Prendías la televisión y pasaban las coronas, los muertos... Fui a España a tantear posibilidades de trabajo, hice algunas cosas en televisión. Pero el resto del tiempo estuve aquí.
-Bien ¿y los "puntos clavos" de su vida?
-Hay uno que yo llevo desde mi nacimiento: la preocupación política. En mí pesó mucho toda esa parte tétrica del siglo: la Guerra española, la Guerra Mundial, el régimen soviético, tan adorado por los intelectuales que ahora lo niegan. Fue una carga permanente. Y después, al terminar el siglo, la desilusión total. Durante un largo momento juvenil, pensé: "Bueno, esto tiene que cambiar. Ya más gente no se puede matar, ya no puede durar mucho la desigualdad social, va a venir una sociedad un poco más pareja".
-Pero esta inquietud política que usted dice haber sufrido nunca la llevó, por ejemplo, a la militancia...
-No podía. En todo ese grupo de intelectuales había izquierda, derecha o peronismo, y yo no me sentía identificada con ninguno de esos sectores. Es aterradora la falta de capacidad de discusión que hubo en el país. De los comunistas, ni hablar: ellos tenían la verdad revelada, eran paredes. Negaban lo que estaba ocurriendo en el régimen: los horrores, las grandes matanzas. Esa resistencia a la discusión es la misma que tenemos ahora: vos decís algo que no les gusta y te quieren matar. Yo aceptaba ese socialismo que se llamaba entonces burgués, con gran desprecio de los comunistas y de la izquierda, el socialismo de los países escandinavos. Conocer los países escandinavos fue otro punto clave en mi vida. Estuve viviendo allí, en la casa de unos amigos uruguayos, exiliados, y les pregunté de qué clase social era el barrio en que estábamos. "Estamos en la villa", me dijeron. Realmente, la vecindad podía ser relativamente humilde pero, para nosotros, era un departamento de lujo. Entonces pensé: "De alguna manera, el mundo irá a parar a esto". Y no.
-Por lo menos, no todavía.
-No, no lo veo. Es cada vez más difícil. Tendría que haber una mutación. Esto es un punto negro muy pesado. Habría que desenchufarse. Con cada cambio de gobierno, digo: "No me voy a meter en nada. No me importa". Pero no puedo.
-¿Esa decepción también la vivió en época de Alfonsín, cuando usted pudo haber llegado a ser, inclusive, funcionaria?
-No me hagas hablar. En algún momento voy a hablar. Me he callado mucho, pero... Al principio fue una gran felicidad, una gran esperanza para mucha gente, pero no hubo nada que permitiera suponer un cambio en serio, hecho por gente seria. Bueno, pero hemos estado hablando de los puntos negros y ni siquiera hemos citado a nuestra queridísima dictadura. Tal vez porque es algo demasiado obvio.
-¿Usted cree haber sido vista como un enemigo por los intelectuales de izquierda?
-Y, supongo que sí. Como un enemigo o como una persona inexistente, que es lo mismo. No por los viejos comunistas, mis amigos, como Neruda.
-Tal vez sería mejor abandonar esa cuestión de los puntos, y cambiar de tema. ¿Qué la hace a usted querer a alguien?
-Hay personas que para mí son como angelotes, no tienen malicia. Yo los conservo como amigos aunque puedan ser despistados o no nos entendamos mucho. Hay otros, la mayoría, en los que privilegio la capacidad de diálogo, de escucharte, de retrucarte, de discutir. He conocido gente muy rica, por suerte, en ese sentido. Y también hay un gremio desopilante, que en determinado momento frecuenté mucho: los artistas. Me gustan, me entretienen, pero además son, casi todos, gente muy generosa, más solidaria que...
-...que los políticos, por ejemplo.
-No lo sé, porque políticos no trato.
-Usted me ha dicho por teléfono, cuando concertábamos esta cita, que ahora, con el nuevo milenio, se siente más joven.
-Mirá, hay una cosa mágica. Quería hacer algo nuevo que me entusiasmara mucho, y pensé en hablar con Napoleón Cabrera, el musicólogo. En eso estaba cuando sonó el teléfono y era Napoleón Cabrera. Le dije: "Mirá, quiero hablar con vos desde que publicaste un artículo diciendo que a nuestro país le falta educación musical y que por eso no vamos a los conciertos y tenemos orquestas abandonadas por todo el país".
-¿Y cuál es su idea?
-Yo quiero juntarme con tres personas para hacer una escuela de música, pero de absoluta excelencia. Deben ser tres profesores que enseñen a chicos que realmente muestren dones para eso. En Misiones hay un señor, Ricardo Ojeda, que enseña música. La escuela es el profesor. Trajo aquí su orquestita, el mayor de cuyos integrantes tiene 14 años, y es maravillosa. Bueno, esto es lo que yo quiero hacer con Napoleón. No sé cómo. No es algo demasiado complicado ni demasiado costoso, tampoco quiero nada oficial. Y, como todas las cosas que me pasan, creo que será una compensación, porque yo nunca pude estudiar música.
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