Las elipses ingrávidas de Frank Gehry
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“Fue un verdadero visionario y nuestra amistad fue una de las más fructíferas e inspiradoras de mi vida”, escribió Daniel Barenboim para despedir a su amigo, el famoso arquitecto Frank Gehry, fallecido en Santa Mónica el 5 de diciembre pasado, autor del impactante Museo Guggenheim de Bilbao, la Casa Danzante de Praga y el Walt Disney Concert Hall de California, sede de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, entre otros fabulosos diseños que marcaron el siglo. “Parece inconcebible que ya no esté con nosotros –lamentó el músico argentino–, pero sus increíbles contribuciones, tanto arquitectónicas como artísticas, lo inmortalizan en todo el mundo. La más significativa para mí, por supuesto: la Boulezsaal de Berlín”.
Este Manuscrito cuenta sobre el edificio que alberga la sala de conciertos que, durante 60 años, desde 1950 hasta 2010, funcionó como depósito de escenografías de la Staatsoper Unter den Linden, institución lírica de casi trescientos años, y de los dos arquitectos que marcaron su historia: Richard Paulick, que la rediseñó tras su destrucción durante la Segunda Guerra, y Frank Gehry, en su reconversión actual. Del primero, la fachada; del segundo, el interior. La impronta y el contraste de dos constructores célebres.
Paulick fue uno de los urbanistas más representativos de la ex República Democrática Alemana, asistente de Gropius en la Bauhaus y militante del Partido Socialista Obrero, por el cual se exilió en China desde el ascenso de Hitler en 1933 hasta la creación de la RDA en 1949. A él le fue encomendada la restauración del teatro tras la guerra y la construcción del edificio que hoy aloja la sala Boulez y la Academia Barenboim-Said, el antiguo Magazin o almacén de decorados de la ópera en el típico estilo neoclásico, elegante y sereno del Berlín-Mitte.
Excepto por ese templo de la lírica sobre el bulevar que le da su nombre: “Bajo los Tilos”, donde preservó la armonía y el equilibrio de las formas clásicas, la estética de Paulick era aquella que ordenaba las reglas del Berlín Oriental y del imperante brutalismo comunista de los años 50. Testimonio de esa orientación es su diseño del monumental Karl-Marx-Allee, la gran avenida de Alexanderplatz que suma los emblemas de la cultura soviética, la Torre de las Comunicaciones y el reloj mundial, los “palacios proletarios”, el Café Moskau, el arte militante del Kino International y los murales socialistas que acompañan el recorrido de la arteria más representativa del este berlinés con las imágenes de la vida obrera y su propaganda. Sin embargo, lejos de esa megalomanía marxista, en la reconstrucción de la Staatsoper, Paulick consolidó el clasicismo dieciochesco de Knobeldorff, aquel que el teatro proclama en su lema “Apollini e musis”, un llamado al dios de la música y las deidades de la poesía, portadoras de la inspiración.
En un salto abismal de décadas, Barenboim inauguró en 2017 –como parte de la reconversión de aquel edificio de almacenamiento del que solo fueron conservados fachada y techo– un auditorio con el revolucionario modelo oval de Gehry y diseño acústico del ingeniero japonés Yasuhisa Toyota, creado en honor a su admirado amigo, el compositor Pierre Boulez. Una intimista y acogedora sala de madera con paredes onduladas y capacidad para setecientos espectadores, cuyo objetivo fundamental fue la mayor cercanía posible entre músicos y audiencia. Dividido en dos niveles que rodean el escenario en todo su perímetro, el recinto genera la ilusión de que el piso superior, con dos balcones ovalados e inclinados sin columnas, flota por fuera del eje principal a la manera de unas elipses ingrávidas. La fusión del sonido y el espacio en una experiencia infrecuente. Porque, como dijo Boulez, que permaneció inmóvil durante horas frente a la maqueta del teatro que llevaría su nombre: “Al final de todo debemos extender nuestros horizontes para incluir nuevos y desconocidos mundos”. Al final de todo.
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