Manuel Borja-Villel: “El museo debería ser un lugar donde los terrores y los deseos de la sociedad se puedan plantear y negociar”
El español, exdirector del Reina Sofía, habla sobre cómo habitar estas instituciones, el papel que desempeñan, la ultraderecha hoy y el arte como bastión de libertad
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Reconocido internacionalmente, con trayectoria al frente de museos como el Reina Sofía, el MACBA o la Fundación Antoni Tàpies, Manuel Borja-Villel (Burriana, 1957) regresó a la Argentina para participar de “Desplazamientos”, un encuentro coorganizado por el Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA), la Fundación Williams, la Oficina de Proyectos, el Museo Moderno, Central Affair y La Escuelita. El encuentro, con la curadora Jimena Ferreiro, se tituló “Habitar el museo”, nombre del proyecto que actualmente el especialista desarrolla en Cataluña.
Doctor en filosofía, historiador del arte, formado en las universidades de Valencia, Yale y Nueva York, Borja-Villel estuvo quince años al frente del Museo Reina Sofía. Tras su conferencia de ayer en el CCBA, conversó con LA NACION.
—¿Cuál es el rol de un museo hoy?
—Es un lugar de conocimiento, que preserva la historia, la memoria. Es una institución que tiene una dimensión económica, vinculada con la gentrificación en los malos casos, con la revalorización de barrios, con el turismo. Todo eso con muchos matices. Hay gente que lo hace con una voluntad más dirigida al espectáculo, otros no. Pero, ¿qué creo que podría ser? Primero, debería ser un lugar donde no solo se nos enseñe una historia y donde no haya solo uno que hable. Un lugar en el cual los terrores y los deseos de la sociedad se puedan plantear y negociar. Y a partir de esa negociación, que sea factible imaginar otros mundos. Una de las características o uno de los elementos de la cultura occidental es básicamente que no se nos permite imaginar un mundo más allá. De hecho, se decía que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Si ves Hollywood, las industrias culturales, todas son distopías. Hay zombies, elementos donde se generan estructuras violentas, pero estructuras que son la misma en la cual estamos. En otras culturas, ese imaginar otros tiempos está casi implícito. Por ejemplo, para los mayas, cada 52 años empezaba un tiempo nuevo: quiere decir otra forma de entender el tiempo. Y eso para mí es un elemento fundamental, que creo que es esencial en estos momentos. La ultraderecha –que tiene una fijación con la cultura y con los museos, con gente que es negacionista, gente que presume de no saber nada— está obsesionada con cargarse el área de cultura cuando suben al poder.
—No sólo en Europa y Estados Unidos.
—Por ejemplo, la derecha en España sostiene que no hubo colonias. No sé lo que hubo, ¿los negros venían de turismo? Otro nivel es el del exilio, los lenguajes diaspóricos. Entonces, en todo ese contexto, un museo molesta, sobre todo un museo de arte contemporáneo. Están tan obsesionados. Trump lo ha hecho. Pero está obsesionado con los museos como espacio a derrocar y transformarlos en lugares donde se hagan cosas de todos, donde no se hagan cosas ni de indígenas ni gitanos ni de mujeres.
Una de las características de los fascismos actuales es que nos roban el significado de las palabras.”
—El arte es un bastión de libertad.
—Debería ser un bastión de libertad, pero de libertad radical, de verdad. Una de las características de los fascismos actuales es que nos roban el significado de las palabras. Trump habla de libertad. Todos hablan de solidaridad. Entonces, ¿cómo recuperar las palabras?, ¿cómo hacer que no las vacíen de contenidos? Eso es un bastión de libertad, de autonomía.
—¿Su visión sobre los gobiernos de derecha “obsesionados con la Cultura” engloba el caso de la Argentina?
—Mi percepción, porque acabo de llegar, es que en esta ola de ultraderecha liberal acá la política es de desfinanciamiento de las instituciones, cines. Se impide que se hagan programas culturales. Se desfinancia –que también es una forma de perseguir— a los colectivos LGTB-. Y hay persecuciones ad hominem (por ejemplo, el caso de Ricardo Darín o de otros artistas). Se persigue y se ataca. Esta política, que no es tan distante a la de otros sitios, se lleva adelante por desfinanciamiento.
—¿Qué se puede hacer con los grupos que vandalizan, aunque estén bajo cristal, obras en los museos?
—Primero, siempre hay que pensar el porqué. Porque es muy fácil acusar. Hay que preguntarse por qué lo hacen. Y también por qué para el mundo occidental a veces un lienzo es más importante que un árbol o que no sé qué. No digo que no tenga que ser: habría que reflexionar todo y pensar. Primero, el museo es un lugar de representación: es lógico que la gente se manifieste en esos lugares. Segundo, la vandalización, que yo sepa, no ha llegado, al menos de los activistas.
-Sí, pero es un hecho violento.
-Sí, es violento, pero no tenemos que tener miedo de la fricción, de que las cosas no sean iguales y de lo que no podemos responder. Obviamente, si alguien hace algo igual tendrá que tener una multa. Pero lo que no podemos es reprimir o no entender manifestaciones que son síntoma de que algo funciona mal. Y el museo debería ser un lugar donde se pudiese negociar.
—¿Cómo es el proyecto “Habitar el Museo” que lleva adelante en Cataluña?
—Implica hacerlo propio. Se hace a partir de entender la cultura desde la oralidad. Eso implica una participación, una agencia, cambios de paradigmas a nivel de dispositivos: cómo se muestran las obras, qué relatos hay, categorías y jerarquías. También implica cambios de gobernanza y e incluso cambios arquitectónicos.
—¿Por qué decidió renunciar a la dirección del Museo Reina Sofía?
—Llevaba quince años y de hecho tuve bastantes dudas de si continuar o no. El patronato quería que siguiera (aun así me tenía que presentar a un concurso, por ley). Después de ese lapso se me renovó dos veces y ya no se puede renovar más y a partir de ahí puedes optar. Pero básicamente estaba en un periodo de mi vida en el que, después de 35 años de hacer todo esto —me encanta hacer todo lo que hago— la gestión administrativa me sobraba un poquito. Eso me daba bastante pereza. Sobre todo, porque sí creo que había una limitación en un museo estatal europeo y pensaba que desde dentro había llegado a un cierto límite. Irme a la Bienal de San Pablo, empezar a trabajar desde otras posiciones, en otros lugares, me parecía más importante. Mi impresión a nivel personal es que no me equivoqué.
—En la conferencia se refirió al derecho a la opacidad de la obra de arte. ¿Podría ampliar este concepto que parece clave para entender el arte contemporáneo?
—La gente cuando va al Prado o al Louvre y ve pinturas que representan las virtudes cardinales, donde hay una serie de símbolos complicadísimos, ve una figura y le da la impresión de que entiende. Y siempre está esa cosa de que el arte contemporáneo no se entiende y esa obsesión de que si no lo entiendes, eres un burro, un ignorante. Cuando estaba en el Reina Sofía, iba al museo, pasaba y de repente veía una escoba en un sitio y decía: ¿es una obra de arte, la ha puesto alguien? ¿O es que os la habéis dejado? Y no se me caían los anillos por no saberlo. Ese no tener miedo a no saber, a preguntarse, esa curiosidad es algo que en la estructura del museo se reprime. Se te acepta la curiosidad para que reconozcas, pero no para que inventes. Eso es algo que tiene que ver con la opacidad. Luego, por otro lado, está el derecho. El derecho a la opacidad es el derecho del otro a no ser transparente, a no ser entendido. Porque además nunca vas a entenderlo plenamente. La obra de arte tiene otra cosa, que se te escapa, aunque sea una tan vista como el Guernica, siempre tiene algo que te vuelve o que te lleva a otra cosa, nunca se agota. Y esa resistencia a ser aprehendida totalmente es lo que tienen, sobre todo, las grandes obras de arte.
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